Oscar A. Fernández O.
Hace un tiempo publiqué el artículo titulado “La izquierda debe construir el Estado”, por lo que esta vez vengo a insistir sobre la misma cuestión, cuando el FMLN está a las puertas de iniciar una serie de cambios que se convierten en obligatorios frente al agotamiento de un sistema y un modelo, que lúcidos pensadores de la contemporaneidad lo califican, incluso, de crisis de civilización.
Los neoliberales están claros que en su lucha por restaurar el principio del mercado como regulador del sistema-universo, necesitan, para convencer, de algo más que la economía, de un formato político que reconcilie. Ese formato político es el Estado de derecho liberal, pero como un nuevo contrato social en el que el Estado de derecho se convierte en la garantía contractual de la economía de mercado (o también la sociedad de mercado). Se trata de una reformulación del Estado de derecho liberal del siglo XIX, formulado por Kelsen, o Carl Schmitt, entre otros, pero con formatos políticos distintos habida cuenta de que las circunstancias del sistema capitalista habrían cambiado profundamente.
El libre mercado se convierte en el eje del funcionamiento de la economía neoliberal de final de siglo, y ello conlleva la crisis de lo público, cuya actividad se ha ido reduciendo a aquellos sectores de productividad menos rentables, deficitarios y que están relacionados con la protección social y asistencial, o con la prestación de determinados servicios ciudadanos que no interesan por la escasa o nula rentabilidad a la iniciativa privada. El estado se convierte en subsidiario de aquellas actividades que al ser poco competitivas no interesan a la empresa privada. Tal vez uno de los rasgos que diferencian al neoliberalismo de su precursor es brindar mucha menos atención a la interdependencia social de los individuos, al pensar de manera ilusoria que la resultante de la lucha aislada por la supervivencia de los individuos de manera espontánea siempre redundaría en beneficio social, algo que la experiencia histórica en lugar de confirmar ha desmentido, lo cual es reconocido por muchos investigadores (P. Guadarrama: 2001).
De las figuras de la contractualidad, el Estado de derecho fundamentado por los neoliberales recoge, en lo fundamental dos: aquella que exonera de Hobbes, y aquella de Locke. La recurrencia a Hobbes es para justificar la preeminencia del interés egoísta e indicar que el Estado se constituye como contractualidad desde la base del interés egoísta (que es el fundamento del mercado auto-regulador), mientras que la referencia a Locke está dada en el derecho a la propiedad como derecho natural (serán los derechos de propiedad expresados como derechos políticos fundamentales del Estado de derecho neoliberal). (Dávalos: 2001).
En este contexto, el Estado se convierte en el fiador del derecho, y éste en la racionalización histórica de instituciones y reglas de juego patrimoniales y consuetudinarias, subraya el autor citado (ut supra) El derecho, entonces, es una institución que sistematiza las reglas de juego sobre las cuales operan los mercados. En ese sentido, el capitalismo se adapta y se convierte en una especie de realización histórica universal. El Estado lo que hace es sancionar las leyes desde un reconocimiento público, desde el dominio de la ley, del “imperio de la ley” (Rule of Law). El Estado, de esta manera, se convierte en un producto del mercado, y éste se convierte en un espacio natural e histórico autenticado por los marcos institucionales propios de cada sociedad. La Constitución Política vigente, por ejemplo, no representa la voluntad soberana del pueblo salvadoreño. Fue impuesta en 1983 para legitimar el brutal despotismo que violó todos los derechos de la gente y enriqueció a un puñado de empresarios que, mediante espurias privatizaciones, se apoderaron de la mayor parte del patrimonio público forjado con el trabajo y ahorro de generaciones de salvadoreños.
De la crisis que lo asola, el capitalismo quizás se reponga en el futuro, pero con mucha dificultad. Buscará más eficiencia, más riqueza y más concentración, pero tras de sí dejará un desastre ecológico mundial, una estela de gente empobrecida que ya no le es útil al sistema, que está de más, y que debe ser desechada. En unos años, el aparato productivo quizás se reconstituya, habiéndose desembarazado de la carga que le significaba el “gasto” social del Estado de Bienestar; habrá moldeado a las fuerzas productivas de tal manera que pueda extraerles el mayor rendimiento posible y competirá en mejores condiciones que antes en la palestra internacional.
La economía, entonces, podrá estar bien, con presupuestos nacionales equilibrados, balanzas de pago al día, pero a costas del sufrimiento de millones de personas que lo habrán perdido todo y sobre cuyos hombros, además, se echara la culpa del desastre diciéndoles que por su causa, por haber vivido sobre sus posibilidades reales, están como están.
La otra alternativa, la que debe seguir la izquierda, es repensar el Estado, lo cual constituye una obligación histórica, contrario sensu a pensar que con algunos “arreglos sociales” se puede continuar sosteniendo el capitalismo. Es una necesidad insoslayable, construir un Estado vigoroso con instituciones fuertes, no obesas; ágiles, transparentes, no burocráticas; instituciones que protejan al pueblo. Seguridad como primera prioridad, pero en su concepción más amplia e integral: seguridad colectiva, seguridad laboral, seguridad social, seguridad pública para el pueblo. Un Estado radicalmente democrático, capaz de proveer acceso por igual a los servicios básicos que necesita y demanda la gente: salud, comida los tres tiempos, educación, vivienda digna. Un Estado que garantice los derechos del pueblo, nuestros derechos, por los que hemos batallado y triunfado muchas veces: el derecho a ser diferentes y pensar diferente; el derecho a la protesta y al entretenimiento sin que éstos se criminalicen; el derecho a conocer y defender nuestros derechos. Un Estado que regule las fuerzas económicas, no para sustituir a los mercados, pero sí para que la riqueza producida por todos, llegue a la gente y no se acumule. Y desde luego, un Estado democrático que fortalezca la cultura de la tolerancia, de la inclusión y de la participación social en la diversidad, nuestra diversidad: la diversidad ideológica, étnica, cultural, sexual, religiosa, regional de los pueblos. El rol del Estado es irremplazable en la conducción de una integración económica que tenga como objetivo la promoción de la justicia social, la igualdad, la equidad en el reparto y el desarrollo de los pueblos. El Estado democrático popular, debe ser un instrumento de la sociedad para enfrentar los problemas económicos y sociales que el mercado no puede resolver. Un Estado que garantice el detente contra los abusos de las oligarquías burguesas, el conformismo y la institucionalización del miedo, producto de la propaganda del dominio, bases sobre las cuales se fundó el fascismo.