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UNA OPORTUNIDAD PERDIDA

Álvaro Darío Lara

A propósito del libro del Cnel. Majano sobre el golpe de estado del 15 de Octubre de 1979.

El pasado 31 de mayo se presentó en San Salvador la tercera edición del libro “Una oportunidad perdida” (Punto Creativo Estudio, 2023), un valioso documento de corte histórico-anecdótico sobre los antecedentes, desarrollo, desenlace y consecuencias del último golpe de estado cívico-militar ocurrido en el país, el 15 de octubre de 1979.

Su autor el Cnel. Adolfo A. Majano Ramos (1938) fue uno de sus principales protagonistas y defensores hasta que las condiciones políticas nacionales e internacionales agotaron dicho esfuerzo democrático.

Escrito en un lenguaje llano, el texto recoge importantísima información documental procedente, en muchos casos, de fuentes directas. Ya lo dice su autor en las Palabras Introductorias: “El objeto de esa obra es positivo: traer a consideración información poco conocida sobre el 15 de octubre de 1979”.

El libro ha ganado mucho peso no sólo cuantitativamente (548 páginas), sino cualitativamente respecto de su primera edición de 2019 (índole Editores, El Salvador). Su autor ha sabido esperar, aquilatando el paso del tiempo, que, en este caso, lo ha mejorado notablemente. El libro contiene una lista de agradecimientos, que la encabeza la memoria del Coronel Mariano Castro Morán, a quien califica de la manera siguiente: “Hombre de honor y amigo cercano quien, conociendo el manuscrito original de esta obra, estimuló su publicación” (Ídem, p. 9).

Formalmente, Majano, nos explica la estructura del volumen: “La obra está dividida en 9 capítulos, clasificada en cuatro partes. La primera parte son los ANTECEDENTES, capítulos I, II y III, donde se explica la manera como se gestó el movimiento y las condiciones que lo produjeron. La segunda parte consta del capítulo IV, con un relato de la ACCIÓN MILITAR, y lo que pasó en los cuarteles. La tercera parte, las CONSECUENCIAS INMEDIATAS, con los capítulos V y VI, un análisis de la Proclama, y la forma y funcionamiento de la Junta Revolucionaria de Gobierno –JRG-. La cuarta parte trata del AÑO CRÍTICO de 1980, nudo del drama. Los capítulos VII, VIII y IX, se refieren al pacto entre la Fuerza Armada y la Democracia Cristiana, las reformas. Preámbulos de la insurrección de la izquierda. Finalmente comprende los ANEXOS, documentación y cortas historias” (Ídem, p.p. 25-26).

Este 15 de octubre se cumplen cuarenta y cuatro años del golpe de Estado que derrocó al general Carlos Humberto Romero, como Presidente de la República, y que inauguró una nueva etapa histórica para El Salvador

Los militares habían gobernado directamente desde el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1931 en contra del gobierno del ingeniero Arturo Araujo, perpetrado por un directorio militar que rápidamente cedió la conducción al general Maximiliano Hernández Martínez, responsable de la más horrorosa matanza de indígenas, obreros, campesinos y estudiantes que recuerda la memoria nacional, en enero de 1932, y de una feroz dictadura de 13 años.

Los uniformados se convirtieron de esta manera, en los “salvadores nacionales” frente “a la amenaza comunista”, y articularon los sucesivos gobiernos de los partidos oficiales: Pro-Patria, Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD) y Partido de Conciliación Nacional (PCN). Sin embargo, es importante señalar que sectores progresistas del mismo ejército, en ocasiones, encabezaron movimientos cívico-militares con la pretensión de hacer prevalecer el orden constitucional y de mejorar las dramáticas condiciones de las mayorías pobres del pueblo salvadoreño. Gestas muy significativas se llevaron a cabo en 1944, 1948, 1960-1961 y 1972, y constituyen experiencias históricas que guardan relación con el proyecto reformista de 1979.

Los institutos políticos anteriormente mencionados (a pesar de sus intentos renovadores y modernizadores como el caso principalmente del PRUD) fueron incondicionales hacia los intereses de la burguesía y de la oligarquía, y responsables de cruentas represiones en contra de la población.

Naturalmente, gracias a la administración del Estado, la casta militar se cohesionó y transformó en una verdadera fuerza política y económica, beneficiándose mediante la corrupción y el abuso del poder durante casi cinco décadas. Para mantenerse como clase gobernante, el ejército y su aparato político, tuvo que recurrir a constantes y escandalosos fraudes electorales y desatar una permanente represión.

De esta manera se produjeron los fraudes más emblemáticos en la década del 70. Nos remitimos a lo ocurrido en los comicios de 1972 y 1977, donde el partido oficial PCN, se valió hasta de los mismos “cuerpos de seguridad”, para obtener sus ilegales resultados.

En ambos casos, el triunfo electoral fue robado a la oposición, representada por la Unión Nacional Opositora (UNO), integrada por el Partido Demócrata Cristiano (PDC), el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) y la Unión Democrática Nacionalista (UDN).

Por otra parte, un sector de izquierda, había optado ya por la vía armada, tal es el caso del aparecimiento de las Fuerzas Populares de Liberación “Farabundo Martí” (FPL) en 1970, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en 1972 y las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional en 1975.

Asimismo, tanto el Partido Comunista Salvadoreño (PCS, que operaba “legalmente” a través de la UDN), como los movimientos e instituciones sociales (organizaciones estudiantiles, sindicatos, asociaciones gremiales y universidades: Universidad de El Salvador, UES, y Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, UCA), los frentes de masas (Bloque Popular Revolucionario, BPR; Frente de Acción Popular Unificada, FAPU; Ligas Populares “28 de Febrero”, LP-28 y Movimiento de Liberación Popular, MLP) venían conformando un incontenible bloque social, producto de un intenso y sostenido trabajo desde la izquierda política abierta y clandestina; y desde las comunidades eclesiales de base, surgidas por iniciativa de los sectores progresistas de la Iglesia Católica.

Los hechos políticos desencadenados desde la turbulenta década del 70 (secuestros por parte de los grupos políticos-militares de izquierda, toma de embajadas e instituciones públicas, represión institucionalizada por parte del gobierno y de los grupos para-militares, atentados dinamiteros, grandes marchas, mítines y movimientos de masas) explosionaron en nuestra vida nacional el 15 de octubre de 1979.

Sólo para traer a la memoria histórica algunos hechos significativos: 1975, asesinato del poeta Roque Dalton, por la dirigencia del ERP, y fractura al interior de esta organización armada, con la respectiva condena del resto de la izquierda nacional e internacional; 1977, asesinato del Padre Rutilio Grande, sacerdote jesuita, y artífice de un importante trabajo pastoral, encaminado a la toma de conciencia social y organización comunitaria, por parte del campesinado salvadoreño. Ese mismo año, imposición presidencial del general Carlos Humberto Romero, y designación del nuevo arzobispo de San Salvador, Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, una clara victoria conservadora de la oligarquía y de la jerarquía eclesiástica de la época.

El asesinato del Padre Rutilio Grande, marca el inicio de una ola represiva en contra de la Iglesia Católica. Represión que deteriora notablemente las relaciones entre el gobierno y la Iglesia, y que se expresó, muy simbólicamente, en la negativa de Monseñor Romero a concurrir a la toma de posesión del nuevo presidente. Muchos biógrafos y estudiosos, coinciden en señalar el comienzo de un proceso de conversión en Monseñor Romero hacia la dramática realidad que vivían las mayorías populares. Conversión y compromiso que lo llevarían a convertirse en “la voz de los sin voz” del pueblo salvadoreño, pagando con su vida, su absoluta defensa de los más necesitados y sufridos.

Ya para 1979, la situación nacional se agudiza, Romero contaba con la inconstitucional Ley de Defensa del Orden Público, que le daba la cobertura “legal” para hacer uso indiscriminado de la violencia en contra del pueblo.

1979, significó un aumento en la escalada represiva, tanto del ejército, como de los tristemente recordados “cuerpos de seguridad”: Policía Nacional (PN), Guardia Nacional (GN) y Policía de Hacienda (PH), amén de la paramilitar Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), creada por el torturador general Jorge Alberto Medrano; y del accionar de los Escuadrones de la Muerte como la Unión Guerrera Blanca (UGB) y otros.

Otros hechos capitales ocurrieron. A nivel mundial: los Estados Unidos, gobernados por la administración de Jimmy Carter, cuyo discurso formal (no real) insistía en una política de “respeto a los derechos humanos”. A nivel regional: el triunfo de la revolución sandinista del 19 de julio, de ese año.

Ambas circunstancias abrieron las posibilidades para que –desde los intereses imperialistas y de la gran burguesía- se pensara seriamente en la remoción de la dictadura del general Romero, que había desatado una represión incontrolable, haciendo crecer de esta manera, un incontenible movimiento de izquierda, que amenazaba derrocarlo.

El golpe del 1979 pretendió contener el triunfo de una inminente revolución en El Salvador, tal y como había sucedido en Nicaragua. Fue un movimiento, desde la perspectiva norteamericana, dirigido a neutralizar la revolución en marcha, de quitar banderas a la izquierda armada mediante las llamadas “reformas estructurales”. Por desgracia, toda esta intentona reformista llegó muy tarde, y no pudo evitar lo inevitable: la guerra civil.

Debemos señalar, además, que el general Romero logró la nominación presidencial enfrentando una oposición muy relevante al interior del mismo ejército, y que, en sus últimos meses de gobierno, la misma empresa privada, que financió su campaña estaba convencida que debía ser removido del cargo. Esto, aunado a la configuración política-mundial y nacional, señalada anteriormente, y a la crisis económica interna y mundial, dominada por la inflación, condenaron mortalmente a su gobierno.

La instalación del Foro Popular en julio de 1979, establece una interesante alianza entre las organizaciones sociales (sindicatos, partidos políticos de oposición y frentes de masas) que permitirá la necesaria unidad, diálogo y debate interno de las fuerzas democráticas contrarias a la dictadura, y que, además, preparará el camino de la conspiración para el derrocamiento de Romero.

Finalmente, se produce la “Proclama de la Fuerza Armada” (una síntesis de tres propuestas de proclama, según Majano) y el general Carlos Humberto Romero, es destituido. Se conforma entonces, una Junta autodenominada “revolucionaria”, integrada por dos militares y tres civiles, en su orden: coronel Adolfo Arnoldo Majano Ramos, coronel e ingeniero, Jaime Abdul Gutiérrez, doctor Guillermo Manuel Ungo, ingeniero Román Mayorga Quirós e ingeniero Mario Antonio Andino.

La Junta como tal, no podía ser más heterogénea en su composición: Majano representaba la corriente del Comité Permanente de la Fuerza Armada (COPEFA), que se constituyó en el ala militar “progresista” impulsora del golpe; Gutiérrez , por el contrario, expresaba el estamento militar tradicional; Ungo, socialdemócrata con sólidos contactos internacionales, líder del MNR, ex candidato a Vice-Presidente de la República por la UNO en 1972, traducía los partidos de oposición democrática; Mayorga Quirós, rector de la UCA, representaba la visión crítica de la academia jesuita; y Andino, era un exponente de los intereses burgueses y oligarcas de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP).

Apenas 75 días transcurren, para que este esfuerzo, finalice con la renuncia completa de los miembros civiles de la Junta y de todo el gabinete de gobierno, con excepción del ultraderechista Ministro de Defensa, Coronel José Guillermo García.

Lamentablemente, la guerra como tal, era inminente en el país, dado el profundo deterioro de los espacios democráticos y el nivel de organización social y armada del pueblo salvadoreño. Por otra parte, la Junta jamás pudo superar sus contradicciones intrínsecas de intereses opuestos: a nivel del ejército, las estructuras siguieron intactas, lo que se tradujo en continuidad y aumento de la represión. El llamado sector “progresista” u “oficialidad joven” del ejército, fue exitosamente relegado y minado por los militares de extrema derecha. La derecha empresarial atacó al gobierno sistemáticamente. Y los sectores populares organizados y de izquierda, comprobaron que, en efecto, la Junta estaba en el gobierno, pero sin ningún poder real.

Este fue el escenario tan esperado por los “miembros históricos” del Partido Demócrata Cristiano, quienes pactaron con el ejército el 9 de enero de 1980, para constituir la segunda “Junta Revolucionaria de Gobierno”, llegando así, dos democristianos: el ingeniero Héctor Dada Hirezi y el doctor José Antonio Morales Erlich; además del “independiente” doctor Ramón Ávalos Navarrete. Continuaron en los cargos: Majano y Gutiérrez. La tercera junta contó entonces, con Gutiérrez y Majano, por el mando militar; y por el lado civil, Erlich, Ávalos Navarrete y ahora el ingeniero José Napoleón Duarte, quien sustituyó al renunciante Dada Hirezi. La cuarta y última junta se integró con la participación de todos los anteriores, menos del coronel Majano, quien fue separado en diciembre de 1980.

Los civiles que abandonaron la primera Junta, pronto se aglutinaron en el Frente Democrático Revolucionario (FDR), que sería el aliado del FMLN, durante casi todo el período que duró el conflicto.

A cuarenta y cuatro años del golpe de Estado de 1979 y de la “Proclama de la Fuerza Armada” ¿cuáles son nuestras conclusiones? Obviamente la primera Junta -como proyecto histórico viable- fue víctima de sus contradicciones insuperables. El país, como anotábamos con antelación, estaba ya en la ruta bélica, y estos esfuerzos de militares y civiles, -en buena medida- apoyados y estimulados por la administración norteamericana, no pudieron ser capaces de conciliar intereses políticos y de clase, insalvables, para 1979.

Al respecto, el coronel Majano expresa en su obra: “El suceso cívico militar del 15 de octubre de 1979 quiso evitar esa tragedia. Fue así como, con idealismo y entusiasmo, con muy dignos propósitos –aunque con inexperiencia-, numerosos civiles y militares se empeñaron en la tarea de producir la transformación en Paz; de enfrentar el problema de violencia que hundía al país. Era un intento de participación no aislado. Se sirvió sobre la mesa, en resumen, la oportunidad de alcanzar y realizar una solución pacífica, justa y democrática, sentando bases para mejorar las condiciones sociales y económicas de la población” (Ídem, p. 461).

Por otra parte, en la dimensión de la ética política, la democracia cristiana, cumplió el papel doctrinario y político que siempre sustentó: el aprovechamiento de la coyuntura para acceder al gobierno a costa de cualquier precio. El precio que pagó en el tiempo fue su inevitable desgaste y desaparecimiento como proyecto político que alguna vez se promocionó como alternativo. Duarte se convirtió en la marioneta consentida del imperialismo norteamericano en El Salvador. Juntos PDC y Fuerza Armada implementaron la estrategia contrainsurgente del imperio: “la guerra de baja intensidad”.

Sin embargo, la proclama de la Fuerza Armada de 1979 -muy tardía a nivel histórico- manifestaba directa e indirectamente, la necesaria reorientación del ejército, que suponía el abandono de su carácter represivo, su urgente modernización y profesionalización, en un marco democrático; el reconocimiento del ineludible relevo civil, en la conducción del Estado salvadoreño, y el inicio de insoslayables transformaciones económicas y sociales en el país.

No hay duda, que cuarenta y cuatro años después, el 15 de octubre de 1979, sigue cuestionándonos, sobre todo, cuando avances democráticos formales surgidos después de la guerra civil han sido minados, experimentando el país un retroceso en las libertades fundamentales, y desnaturalizándose, nuevamente, la función de la policía y del ejército.

Como bien apunta el Cnel. Majano en su obra referida: “El 15 de octubre de 1979 constituyó una oportunidad perdida desde el momento en que no pudo evitar esa catástrofe humana. Sin embargo, fue un precedente de transformación que históricamente no se puede ignorar. Sin este, la paz firmada en 1992 habría sido, si no imposible, difícil de realizar”. (Ídem, p.462).

Nuestras felicitaciones al autor de “Una oportunidad perdida”, Cnel. Majano, por esta gran tarea, admirable en muchos sentidos, de legar su testimonio de patriota y demócrata, mediante la publicación de su obra, donde se subraya en repetidas ocasiones como se pretendió que el diálogo, el entendimiento fraterno, la negociación política, fueran los instrumentos privilegiados en el conflicto nacional, anteponiendo estos medios racionales, al estallido de la violencia entre hermanos.

Hoy más que nunca se hace necesaria una decidida apuesta por la rearticulación del movimiento popular y de todos los sectores opositores, para detener el autoritarismo y la pretensión reeleccionista.

El 15 de octubre de 1979 debe ser valorado y revalorado en sus lecciones históricas. Por todas estas razones, las palabras del Obispo Mártir, Monseñor Romero, están más vivas y actuales que nunca.

Expresaba Monseñor Romero en aquella coyuntura del 15 de octubre de 1979: “Finalmente decía a los gobernantes, al nuevo gobierno, que leyendo su proclama aquella madrugada parece un programa que coincide con las aspiraciones del pueblo, que naturalmente se puede perfeccionar. Pero que no nos pagábamos de promesas, sino que esperábamos ¡hechos!… Y que, si los hechos hablaban también de un gobierno al servicio de las aspiraciones del pueblo, allí nos encontraríamos en un diálogo franco y en una colaboración al servicio del pueblo…”.

Cuando el pasado mayo, preguntábamos al Cnel. Majano sobre la participación y personalidad de Monseñor Romero en esos complejos días, el Coronel respondía que, ante todo, Monseñor Romero era un sacerdote, un hombre de iglesia, y que desde ahí siempre se expresó.

Después de conversar con el Coronel Majano y de leer su libro, nos queda claro, que, al igual que Monseñor Romero, su actuar fue siempre de acuerdo a su identidad, en este caso, como militar, como un hombre institucional que pertenecía a un ejército.

Majano, también, como personaje histórico, respondió desde ahí. Eso sí, como un soldado patriota que pretendió aportar a la democracia, y, sobre todo, evitar un desenlace fratricida. Queda su palabra como un vivo testimonio de esa época tan dolorosa, pero también, tan llena de esperanzas.

 

 

 

 

 

 

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