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Una pausa en la eternidad

Claraboya

UNA PAUSA EN LA ETERNIDAD

Por: Álvaro Darío Lara

Revisando bibliotecas personales encontré un apreciado volumen, “La danza de la muerte”, que reúne los cuarentaiún grabados espeluznantes del artista e impresor alemán Hans Holbein, el joven (1497-1543), cuya primera edición data de 1538.

En esa Europa convulsa del siglo XVI, la muerte, lejos de ser la visitante extraña, era, por el contrario, un personaje diario, en medio de las sangrientas guerras y pestes que hacían sucumbir a poblaciones enteras.

La muerte, visitando puntual, a todos sin excepción: reyes, papas, obispos, nobles, mendigos, clérigos, científicos, artistas, guerreros; jóvenes y viejos; feos y bellos; ricos y pobres. Al final, todos alimentaban a la tierra, mientras la muerte proseguía –triunfal- su infinita danza.

Occidente siempre palideció ante la muerte. La muerte que llega para acabar con todo, para extinguir la memoria, para sepultar, para siempre, a los seres que amamos. La muerte como tragedia insuperable.

Pareciera que, en esta tradición cultural y religiosa, poco ha calado la concepción cristiana de la resurrección. Pocos creen- en serio- en la vida eterna que anuncian los predicadores. Y pocos se preparan para morir, a pesar de ser ésta una condición tan natural, como nacer.

Tanto las culturas antiguas de Oriente, como las prehispánicas, elaboraron creencias encantadoras, maravillosas, sobre lo que ocurría al franquear el río de la vida. Para todas ellas, la vida en este mundo, significaba apenas un tránsito hacia otras vidas más plenas. Por supuesto, que las acciones bajo este sol, contaban en los destinos.

Muy presente, especialmente, en el antiquísimo Egipto y en la India, fue la creencia en la reencarnación. Una justa posibilidad de perfeccionamiento respecto a todo aquello que aún debemos superar, para poder acceder a la Luz Mayor, y fundirnos, después de muchas vidas, con el Todo.

De niño y adolescente, mi padre acostumbró comprarme zapatos en legendaria calle Concepción de San Salvador, donde abundaban las zapaterías y las funerarias. Recuerdo cómo me sorprendía, cuando entrábamos, en ocasiones, a estos últimos establecimientos, y me preguntaba, muy serio, cuál ataúd me gustaba más. Insistía que escogería sin reparar en el costo. Posteriormente, estallaba en carcajadas, al salir del lugar. Era su forma de embromarme. Pero también era su manera de enseñarme, a no temerle a la muerte. Tal es así, que cuando los médicos le diagnosticaron cáncer, sobrellevó dignamente la dolencia, y además, nos fortaleció a todos para enfrentar el desenlace con naturalidad.

Como muy bien ilustra el escritor místico Cecil A. Poole, en su libro “Ansiedades que perjudican”, una de las raíces más determinantes en el sufrimiento humano, son las incertidumbres. Incertidumbre en el trabajo, en el amor, en la seguridad, en la familia, en la vida. Quisiéramos controlarlo todo, y en verdad, la existencia humana, como gran parte de la realidad, se ajusta escasísimamente a esta demencial pretensión.

Vivimos tiempos difíciles en el país. La muerte acecha y se cobra víctimas a diario, ya sea por la situación de pandemia que padecemos, por la acción del crimen organizado o por los accidentes vehiculares que, lamentablemente, no cesan.

Pero también es cierto, que todos los días se hacen grandes apuestas por la vida, desde distintos órdenes. Desde luego, no celebramos, ni exaltamos a la muerte; pero, no podemos abandonar su insoslayable presencia. Sobre ella no hay discusión ni incertidumbre. Llegará. Por ello, la apuesta por volver nuestro presente lo más pleno posible, sin las culpas del pasado, ni los miedos del futuro, se yergue como un horizonte de mayor paz interior, que en definitiva, es el mayor bien al que podemos aspirar. La muerte, después de todo, es sólo una transición. Y la vida física, siguiendo a Poole, únicamente es: “una pausa en la eternidad”.

 

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