Luis Armando González
Escuela de Ciencias Sociales-UES
Aparentemente, nada está más alejado de los problemas cotidianos que una reflexión sobre el conocimiento. Pero eso solo en apariencia, porque en la vida cotidiana, las decisiones acertadas o no que toman las personas están fuertemente condicionadas por el poco o mucho conocimiento que éstas tienen de sí mismas y de la realidad que les rodea. Asimismo, en no pocas ocasiones esas decisiones están influidas por la confusión que se suele hacer –y que es tan vieja como la especie humana— entre lo que sucede en la cabeza de las personas y la realidad, que es irreductible a las ideas, fantasías y sueños que se puedan tener sobre ella.
Creer que la realidad se comporta según los pensamientos, ideas o fantasías que se tienen sobre la misma ha dado (y da) lugar, a las peores decisiones y comportamientos individuales y colectivos, pero los seres humanos nos resistimos a aprender las lecciones que nos han dado los 150 mil años que tiene de bregar en el planeta nuestra especie.
Seguimos confundiendo la realidad con las ideas que nos hacemos de ella; seguimos creyendo que son nuestras fantasías la que la crean y le imponen su lógica y no que la realidad sigue su camino según su propio ritmo, no siempre lógico; al margen de nuestras ilusiones. Así pues, no está de más reflexionar una vez más sobre el conocimiento, especialmente sobre ese fabuloso logro humano que es el conocimiento científico.
Un punto de partida imprescindible, a la hora de hablar del conocimiento, consiste en dar una definición del mismo. Hay una larga tradición epistemológica y científica que ayuda a ello, de forma tal que lo que se diga acerca de lo que es el conocimiento no sea descabellado. Desde la antigüedad griega se sabe que una cosa es el conocer, que apunta a un “proceso”, y el conocimiento que se refiere a un resultado, es decir, a algo ya logrado.
Como proceso, el conocer consiste en el esfuerzo humano por apropiarse de lo que los que los griegos llamaban la Verdad de la realidad, para construir las verdades humanas, siempre aproximadas, a la Verdad propia de las cosas. En ese esfuerzo se hacen presentes las energías, creatividad, sentimientos, sentidos e inteligencia de las personas que armadas con sus capacidades y habilidades lingüísticas exploran la realidad para conocer sus secretos.
Es decir, en el proceso de conocer el ser humano, con su subjetividad (y todo lo que esta contiene) y su cuerpo se enfrenta a una realidad externa que tiene su propia consistencia, dinamismos, legalidad y estructura, con el propósito de construir una visión (una concepción) acerca de cómo funciona esa realidad, cuáles son sus componentes, cómo estos componentes se relacionan entre sí, cómo evolucionan y se transforman en el tiempo y el espacio.
Esa visión, es construcción, es precisamente “conocimiento” –una verdad humana— pero no necesariamente conocimiento científico. Para que sea un conocimiento de este tipo se requiere cumplir dos requisitos esenciales: a) un lenguaje especializado, caracterizado por el rigor y la coherencia lógica; y b) un conjunto de datos (pruebas, evidencias) tomados sistemáticamente de la realidad, con instrumentos que puedan usados por terceros para corroborar la veracidad de esos datos.
En el conocer científico, las teorías y las hipótesis –conjeturas acerca de cómo funciona la realidad— son complementadas con las pruebas empíricas pertinentes, en las que aquellas teorías e hipótesis encuentran su respaldo en el sentido de que se refieren a algo (a cosas, a fenómenos, a procesos, etc.) que suceden en la realidad y no solo en la mente de las personas. Y cuando esas teorías e hipótesis tienen una buena base empírica que las sostiene, se convierten en conocimiento científico, es decir, es una conquista de la ciencia (…) que pasa a ser un punto de partida para seguir en busca de otras conquistas cognoscitivas.
Ese conocimiento científico alcanzado, sin importar el campo del que se trate (astronomía, física, química, biología, sociología o economía) siempre es provisional, siempre es una aproximación a la Verdad de la realidad. Sin embargo, con todo lo aproximado que puede ser, su fortaleza ha quedado más que probada, tanto por los avances indiscutibles en el conocimiento de la realidad (natural y humana) como por las aplicaciones tecnológicas derivadas del conocimiento científico, que en la actualidad marcan el rumbo de la economía, la salud, la alimentación, la educación, el consumo y el bienestar –no sin riesgos y complicaciones— de las distintas sociedades en el mundo.
Lo menos que puede decirse es que el conocimiento científico, constituye la mejor aproximación con la que cuentan los seres humanos para hablar de la realidad. Desde este conocimiento, hay algo firme: la realidad tiene sus reglas, legalidad, misterio, dinamismos y complejidad, que exceden lo que los seres humanos pueden conocer de ella. Es decir, el conocimiento humano –como enseñaron Parménides y Sócrates— es limitado, nunca definitivo, siempre aproximado.
Asimismo, algo que es firme: la ciencia es que una cosa es el conocimiento humano de la realidad y otra cosa la realidad objeto del conocimiento humano. Confundirlas es un gran error; lo mismo que es un error, que puede ser trágico en ciertas circunstancias, creer que la realidad real es construida por el conocimiento humano o que está formada por las fantasías, sueños e ideas, que surgen de la mente de las personas.
Distinto es decir que el conocimiento humano influye en la realidad, pero lo hace a partir de dinamismos (emocionales, por ejemplo) y comportamientos reales (electorales, por ejemplo) o intervenciones tecnológicas reales (manipulación de instrumentos, por ejemplo) que tienen implicaciones reales. Pero estas influencias, implicaciones o intervenciones derivadas del conocimiento humano, se insertan en la legalidad y complejidad que gobierna a la realidad natural y social, que aunque no hubiera presencia humana –y en el caso de la realidad natural esto es inexorable— seguiría su curso según sus propias leyes.
Y por lo que toca a la realidad social, si bien la existencia de seres humanos es crucial para su permanencia, esta también tiene su legalidad y consistencia propias; de modo que tampoco está al arbitrio de la imaginación, fantasías o voluntad de cualquiera. Así pues, tampoco se puede aceptar que la realidad social es construida por el conocimiento, aunque qué duda cabe que no solo es parte de, sino que interviene en, esa construcción, a través de las influencias e implicaciones prácticas (reales) que genera.
En resumen, el conocimiento científico ha pasado a convertirse en una especie de “modelo” de lo que debe ser el conocimiento. Más aún, en filosofía de la ciencia, cuando se habla de conocimiento se entiende que se está tratando del científico. Pero ¿es esto así de manera indiscutible?, ¿no tienen los seres humanos otros recursos para “conocer” la realidad aparte del recurso científico? Dicho de otra manera, ¿no hay otros tipos de conocimiento aparte del científico?
Habrá quienes se resistan a aceptar que haya otros tipos de conocimiento, reservando ese estatus exclusivamente a la ciencia. Como ya se dijo, la ciencia es potente en sus conquistas y mal se haría en no defenderla como la mejor herramienta de la que se dispone para decir cosas sobre el funcionamiento y legalidad de la realidad natural y social.
Pero ¿dice la ciencia todo lo que hay que decir (o que interesa a las personas) sobre la realidad? Aquí de nuevo habrá quienes no duden en afirmar que sí, es decir, que la ciencia confronta al ser humano con los mayores misterios que puedan interesarle y si se revisan los logros de la astronomía y de la física se no puede menos que estar de acuerdo, al menos parcialmente, con los que ven las cosas de esa manera.
Sin embargo, hay temas (o problemas) humanos en los que la ciencia tiene poco que decir (o lo que dice es insuficiente), aunque explique (o pueda explicar de manera extraordinaria) los mecanismos físicos, químicos, biológicos o sociales que intervienen en su gestación y funcionamiento. Es el caso del significado de la vida y de la muerte, el amor, el odio, las pasiones, los celos, la amistad y el rencor; o las interrogantes que tienen que ver con lo que es la realidad o el ser humano en su sentido profundo y último.
De hecho esos asuntos han ocupado a los seres humanos desde siempre; y mucho antes de que la ciencia irrumpiera como el saber especializado y potente que es; hubo un tiempo en que las narraciones mitológicas-religiosas fueron la mejor respuesta que se tuvo para esas interrogantes y preocupaciones. Los mitos y las religiones –que han sido elaborados por prácticamente todas las civilizaciones— fueron un tipo de conocimiento sin duda no “explicativo”, pero que daba a sus seguidores una idea de cómo era la realidad y sobre todo, de sus orígenes. Se trató de una construcción cognoscitiva fuertemente ligada al conocimiento común sin el cual las dinámicas básicas de la vida –tratar a otros, buscar comida y refugio, evitar los peligros— no serían posibles.
Se puede discutir hasta qué punto el conocimiento común y mitológico-religioso son “conocimiento” en sentido estricto, pero no que los seres humanos han hecho (y hacen) uso de los mismos de manera permanente. Y si es así, algo dicen de la realidad natural y personal, aunque sea algo que no constituya una explicación lógica y con una base empírica. Seguramente, eso ayude a entender los múltiples errores a los que dieron y dan lugar, y por qué se hizo necesario buscar otras formas de conocimiento.
Y la filosofía no puede dejar de ser mencionada en este apartado, porque en efecto, el conocimiento filosófico surgió como una crítica al conocimiento común y al conocimiento mitológico y abrió las puertas –con los presocráticos— a la exploración de la naturaleza en su dinámica interna. Es cierto que con el paso del tiempo la investigación científica cobró una vida propia, separándose de la filosofía. Ésta, por su parte, no siempre mantuvo firmes sus lazos con la ciencia, dando pie muchas veces a ejercicios mentales ajenos a la realidad natural, social e histórica. Pero, aún en estos casos –ejemplificados en los idealismos filosóficos de todas las especies— no puede negarse que “algo” de conocimiento se ofrecía a los seres humanos desde la filosofía. Asimismo, las preguntas fundamentales de la filosofía (qué es la realidad, qué es el ser humano y qué es el conocimiento) ponen de manifiesto algo grueso y profundo de la realidad; y la reflexión filosófica ayuda a indagar acerca de ello, con ideas y argumentos que permiten posicionarse razonablemente ante los mismos.
Pero la realidad social y humana involucra dimensiones que ni la ciencia ni la filosofía logran explorar con solvencia: las emociones, la risa y el llanto, las pasiones, los conflictos personales, el amor y el odio, en una palabra el drama y la comedia de la vida humana.
Ya desde la antigüedad griega, la comedia y la tragedia se erigieron como los medios adecuados para problematizarse y discurrir sobre lo humano en sus tensiones, conflictos y absurdos. Y así el arte comenzó a mostrar sus posibilidades para ofrecer un tipo especial de “conocimiento” del misterio de lo humano.
Desde aquellos tiempos hasta acá el arte, no ha dejado de iluminar las interioridades del alma humana. Poesía, cuento, novela, música, pintura, escultura (…) todas estas artes han ayudado al ser humano a conocerse un poco más, sin llegar a definiciones concluyentes o lógicas, y sin ofrecer un conjunto de pruebas verificables.
Y las grandes obras literarias –las clásicas— lo son por los misterios de lo humano que revelan, ya se trata del amor, las pasiones, el odio, la bajeza, la soledad o la muerte.
En suma, si bien es cierto que el conocimiento científico es lo mejor que se tiene para explicar la realidad natural y humana, no son despreciables los “conocimientos” ofrecidos por otros saberes (saber común, mitos, religiones, filosofía, literatura, pintura, poesía, música) que explorar el mundo humano. Condensan lo que con toda propiedad se puede llamar: la sabiduría acumulada por la humanidad en los 150 mil años de existencia del homo sapiens.