Luis Armando González
Los temas objeto de estas líneas, por separado y en su mutua relación, siempre son un motivo de reflexión y de debate, pues lo que se diga en torno a ellos nunca será definitivo. Cualquier intento de sentar tesis dogmáticas en torno a la educación, los valores y los derechos humanos se expone a ser rebasado por argumentos más críticos y mejor fundamentados.
En nuestro país, esos tres temas siempre estuvieron, en el siglo XX, en el centro del debate público. Los dos primeros –la educación y los valores— ciertamente desde mucho antes que el tema de los derechos humanos, que cobró relevancia a partir de los años setenta del siglo XX, en el marco la violencia militar y paramilitar de esa década y la siguiente, es decir, la de la guerra civil.
En años no muy lejanos –cuando aún había fuelle para debatir temas sustantivos—, no solo se los siguió abordando, sino que se reflexionó y debatió acerca de la forma de articular no sólo la educación y los valores –incluso se acuñó la expresión “educación en valores— sino también la educación y los derechos humanos.
En esos años –y si el asunto emergiera de nuevo, sucedería lo mismo— fueron dos ejes de reflexión y debate que, en nuestro país –al igual que en otras naciones—, generaron encuentros y desencuentros entre los distintos sectores de la sociedad, ya que no se trató de meras discusiones teóricas: lo que estaba en juego no sólo era una concepción del ser humano, sino el tipo de sociedad que se deseaba en esos momentos.
Valores seculares y laicos: Este eje es el más tradicional. La educación salvadoreña siempre tuvo, entre sus preocupaciones y quehaceres, fomentar unos determinados valores morales y culturales, que no eran ajenos a los intereses de los grupos de poder económico, político-militar y religioso.
Esos valores se generaban desde varios focos: las costumbres, la religión, el caudillismo, el militarismo y los estilos de vida oligárquicos hacendatarios. Casi siempre, en un amasijo confuso, esos valores –que no siempre eran coherentes entre sí— se hacían presentes en la escuela, donde eran reproducidos y fomentados, haciendo que niños y jóvenes se los apropiaran a lo largo de su proceso formativo. Los atrios de las iglesias eran los otros espacios “educativos” en los que se cultivaban valores de la misma tónica.
Otros valores importantes, que en lo absoluto son ajenos a la educación, en esta visión tradicional, quedaban relegados a segundo plano o eran francamente inexistentes. Quedaban en segundo plano (en muy segundo plano) los valores intrínsecos al conocimiento científico y filosófico, como la búsqueda de la verdad, la honestidad intelectual, el vínculo entre conocimiento y realidad, la responsabilidad social de las personas de conocimiento y el debate de ideas. Buscar en la realidad misma las causas de lo que sucede en ella –el gran legado presocrático— no tenía carta de legitimidad.
Eran francamente inexistentes los valores laicos e ilustrados que descansan en la puesta en cuestión –mediante la razón, la crítica y el debate de ideas— de todo. En una visión laica e ilustrada, nada puede quedar exento de la posibilidad de ser sometido al escrutinio de la crítica; todo puede ser discutido, debatido y sometido a una revisión para determinar su grado de verdad y falsedad.
Salvo en ambientes minoritarios, ilustrados y críticos, esos valores tuvieron poco espacio para defenderse y propagarse, pues los mismos no eran gratos para los círculos de poder económico, político, social y religioso, que veían cómo el paradigma cultural predominante era puesto en tela de juicio con un laicismo crítico, racional y científico.
En parte, la génesis de la revolución en El Salvador, en los años sesenta y setenta del siglo XX, tiene que ver con la forma en que unos nuevos valores (críticos, ilustrados, comprometidos) impactaron la conciencia religiosa no solo de figuras eclesiales, sino de salvadoreños y salvadoreñas del pueblo, abriendo las puertas a una dinámica que también llegó a la educación. Nuevos valores comenzaron a tejerse, desde entonces, en la educación salvadoreña; valores inspirados, por un lado, en el espíritu científico; y, por otro lado, en una visión laica, ilustrada, razonable y crítica de la vida y de la realidad.
El paradigma de los valores tradicionales (y la concepción educativa inspirada en ellos) no ha desaparecido, aunque sí han cambiado muchos de sus referentes. Pero el peso de las tradiciones siempre en fuerte, y de manera muchas veces subterránea e inconsciente influyen en la vida social, cultural y educativa.
Incluso en el presente, se puede detectar la confluencia de las dos corrientes de valores descritas. Por momentos, hay una cierta tensión entre ambas, que obedece –muchas veces— la resistencia que muestran determinados sectores de la sociedad a aceptar que la educación está íntimamente ligada a valores como la libertad personal (de corporal y mental); la aceptación y respeto una universalidad humana que no excluye las diferencias; la tolerancia, la crítica, la discusión pública y la honestidad intelectual. Estos valores, los valores del laicismo, se nutren (tienen que nutrirse) de la ciencia, la filosofía, la democracia y todas las tradiciones culturales (religiosas y no religiosas) que no desprecian la razón ni la libertad, semejanzas y diversidad de las personas.
Una meta deseable, aunque quizá poco posible, es que, en este siglo XXI, se asuman ampliamente los valores del secularismo y del laicismo. Es decir, valores sostenidos por el conocimiento en lo que tiene de más rico y crítico, porque sin promoción, transmisión y producción de conocimiento (científico, filosófico, literario) es muy difícil avanzar hacia una humanización emancipadora, Estos valores tienen su marco más global en el laicismo, cuyos valores principales ya se han señalado.
Otros valores que se asuman no deberían ir en contra ni de los valores del conocimiento ni de los valores más profundos del laicismo. Ir en contra de esos valores es fomentar el dogmatismo, el oscurantismo, la falta de crítica, la sumisión a la autoridad y, en definitiva, ir en contra de la libertad sin la cual no son posibles las innovaciones, la inventiva y la búsqueda de nuevas formas de convivencia social, económica y política.
Educación y derechos humanos: El tema de los derechos humanos irrumpió con fuerza en El Salvador desde finales de los años sesenta. En las dos décadas siguientes estuvieron en el centro del debate, dadas las graves violaciones a los mismos durante ese tiempo. Se fue generando una cultura de los derechos humanos que, poco a poco, fue permeando la vida social, no sin generar resistencias y rechazo por parte de quienes los violaban efectivamente, sino por parte de quienes justificaban desde otros criterios y valores.
Quienes hicieron suya la causa de los derechos humanos, desde 1970 hasta 1992, no solo denunciaron y trataron de frenar violaciones a esos derechos, especialmente al de la vida y la integridad personal, sino que ayudaron a dar vigencia a un conjunto de valores humanos fundamentales que fueron la base de otras conquistas, en materia de derechos humanos, una vez finalizada la guerra civil.
En el momento actual, el tema de los derechos humanos y su defensa irrestricta siguen presentes en el debate público. Los derechos humanos no solo constituyen un horizonte normativo para el Estado salvadoreño, que ha suscrito los tratados y pactos internacionales correspondientes, sino que es un horizonte ético-moral ineludible para el conjunto de actores de la vida nacional. Porque cuando se habla de derechos humanos no sólo se trata de defenderlos ante violaciones efectivas de ellos, sino de promover un conjunto de valores que ponen en el centro del quehacer del Estado, en primer lugar, la vida humana y su dignidad como algo fundamental. Pero también, en segundo lugar, la diversidad sexual, religiosa, política y cultural; las opciones vitales de las personas; los proyectos de realización personal que cada individuo, en uso de su libertad y su razón, decida darse a sí mismo.
La cultura de los derechos humanos, con todos los valores y exigencias ético-morales que la caracterizan, al cobrar vigencia en la sociedad salvadoreña, terminó por incidir en las dinámicas sociales y los comportamientos individuales. Esa cultura ha dado lugar a que comportamientos y actitudes que eran aceptables años atrás sean, en el presente, motivo de condena o, más aún, de sanciones institucionales. Esto es positivo y debe fomentarse, sin caer en la tentación de convertirlo todo en un “derecho humano”, porque entonces se pierde lo sustantivo que está en su base: la dignidad que es la dimensión que universaliza –más allá de cualquier diferencia— la condición humana.
A veces es necesario hacerles saber a quienes se indignan, con justa razón, por los asesinatos de mujeres que no es irrelevante reclamar justicia ante esos crímenes no porque las víctimas hayan sido mujeres, sino por su condición humana. La condición de humanidad, y la dignidad que se le asocia, une a cada ser humano con otro de manera firme que las diferencias que se puedan encontrar entre ellos, sean estas de piel, de nacionalidad, de religión o sexuales. Todas estas diferencias, aunque se las reivindique y se las defienda cuando son injustamente anuladas, no deberían ocultar la igualdad fundamental –no identidad— que hay entre los miembros de la especie Homo sapiens.
No ha sido fácil desde aquella época hasta ahora hacer que los valores en derechos humanos se cultiven plenamente, dada la persistencia de valores contrarios a ellos. Por supuesto que nadie pone en tela de juicio el respeto a la vida, la dignidad y la integridad personal; esas son conquistas de las décadas previas a la firma de los Acuerdos de Paz. Pero los derechos humanos no se reducen a esos derechos fundamentales; sobre esa base, descansan otros muchos derechos (y valores) que van más allá de los civiles y políticos, y de los económicos, sociales y culturales, y que responden a transformaciones de nuestro tiempo que afectan la intimidad personal, el cuerpo, la salud reproductiva, la identidad sexual y el modo cómo cada persona forja su proyecto de vida.
En estos ámbitos en los que el debate arrecia, y, muchas veces, quienes defienden los derechos humanos terminan siendo arrinconados por quienes defienden valores que han perdido consistencia y justificación, se hacen evidentes las serias limitaciones que aún afectan a la libertad de las personas, a su dignidad, a su derecho a tomar sus propias decisiones y al uso del propio criterio para decidir la forma de vida que se quiere llevar.
Desde el fin de la guerra civil (1992) la educación salvadoreña ha vivido estas esas tensiones. Son tensiones que recorren a toda la sociedad. Y quizá un buen camino para resolverlas sea la aceptación de que la cultura en derechos humanos es coherente con una cultura científica, humanista, laica, ilustrada, que también debe cultivarse desde la educación y en otros ámbitos sociales. Todo lo demás, en materia de valores, debería validarse críticamente desde su coherencia con los valores propios del conocimiento, los valores propios del humanismo laico y los valores propios de los derechos humanos.