Luis Armando González
Una de las grandes ventajas de un marco de convivencia democrático es que todo puede ser sometido a la crítica pública, cialis sale sin importar el estatus, physician abolengo o credenciales de quien es sometido al escrutinio y al juicio de otros. Tampoco importa que la opinión que se vierte sea especializada o sólida desde un punto de vista jurídico, científico o filosófico. Si lo es, mejor. Pero basta con que sea razonable y que no violente las exigencias básicas de la lógica y del buen sentido.
Sobre todo, deben ser sometidas al escrutinio público las decisiones de quienes detentan cuotas de poder estatal, especialmente cuando esas decisiones afectan la vida de la gente. Es obvio que a quienes tienen poder no les gusta ser criticados ni que sus decisiones sean sometidas a un juicio crítico. Pero ni modo: esa es una exigencia irrenunciable de la democracia que debe ser protegida de manera absoluta y sin condiciones, pues si se renuncia a ella se pierde uno de los controles más importantes del poder político.
Desde el poder, la crítica pública se podrá leer de diferentes maneras; a veces como ataques infundados –que los puede haber—, otras como irreverencia –siempre necesaria—, y por último también como ofensa personal –lo cual muchas veces es falso y, cuando se da, debe ser condenado—.
Lo anterior lleva a uno de los tantos temas que dan qué pensar en El Salvador, a propósito de la Sala de lo Constitucional, de la Corte Suprema de Justicia. Y es que, ante varias de las reacciones suscitadas por decisiones polémicas suyas, algunos de sus magistrados las han interpretado como ataques no sólo a la Sala, sino a sus personas.
Es probable que más de alguna reacción haya sido fuerte en el tono y la descalificación, pero ese no ha sido el tenor de quienes han –hemos— tomado una posición crítica ante varias de las decisiones de la Sala de lo Constitucional. La tesis de una campaña sistemática de ataques no se sostiene; ni siquiera la tesis de una línea de crítica permanente a sus acciones y decisiones.
Al contrario, sin que se sepa cómo, hubo hasta hace poco una especie de consenso en el sentido de que lo que la Sala decidiera ni siquiera se iba a discutir, no importando la naturaleza e implicaciones de esas decisiones. Romper ese consenso no ha sido fácil y, aún ahora, muchas personas preparadas (incluso en el ámbito jurídico), pese a discrepar con la Sala en algunos aspectos, no se atreven a ventilar públicamente sus opiniones.
Quien sabe cómo se implantó la idea de que cuestionar las decisiones de la Sala iba en contra de la democracia; y pocos nos atrevimos a llevar la contraria a esa tesis, sosteniendo a capa y espada esta otra: que criticar a un poder público (precisamente, eso es la Sala de lo Constitucional, como parte de la Corte Suprema de Justicia) no es ir en contra de la democracia, sino defender uno de sus principios.
Y con ese afán es que ahora, nuevamente, se hace necesario cuestionar su más reciente decisión en torno a los diputados suplentes y su legitimidad. De momento, aunque no hay una sentencia definitiva, una de las consecuencias de la decisión de la Sala es que afecta la capacidad del Estado para atender compromisos sociales, educativos y de seguridad pública, con los fondos que ya se tenían considerados para esos fines.
Da qué pensar que en un país con tantas precariedades y urgencias, una consecuencia tan importante, como lo es la paralización de los recursos orientados a atender esas precariedades y urgencias, no haya sido tomada en cuenta. O no haya sido sopesada con la debida seriedad.
El tema de la legitimidad o no de los diputados suplentes tiene importancia y habrá que debatirlo de manera amplia y profunda. Por supuesto que sí. Habrá que definir bien qué significa ser suplente en una diputación (y en otras esferas estatales, como en la Corte Suprema de Justicia) y si, en el caso de los diputados y diputadas, deben ser electos o no por el pueblo de manera directa, como si fueran diputados titulares.
Si este fuera el arreglo, habrá que ver si no tendríamos el doble de diputados, pues tanto los titulares como los suplentes tendrían el mismo principio de legitimidad popular, siendo unos y otros diputados de pleno derecho…. En fin, esta es una discusión política y no sólo jurídica; una discusión que definitivamente no puede quedar en manos de cuatro personas, en tanto que cambiará las reglas de juego socio-políticas con las que contamos hasta ahora.
Pero es una discusión que no resuelve el problema urgente de las necesidades financieras del Estado para atender sus compromisos sociales, educativos y de seguridad pública. Pretender potenciar la democracia dando la espalda a la realidad de la gente es contraproducente. Además, se puede generar un malestar social ante promesas incumplidas que podría desbordar en protestas públicas, calentando más la situación de violencia social que vive el país.
En realidad, es la gente la que sale afectada si el Estado no cuenta con los recursos para atender sus vulnerabilidades y precariedades. Se podrá discutir todo lo que se quiera sobre los fueros de la Sala de lo Constitucional, su derecho a ser intérprete último de la Constitución o lo que se quiera. Esas son discusiones interesantes y hay que mantenerlas. Pero no son lo más importante, cuando es la vida de las personas la que se ve perjudicada por afanes democratizadores, quizás bien intencionados, pero falibles, como todo lo humano.