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Una voz de siglo que pronuncia muertos y confesiones

Mauricio Vallejo Márquez
Suplemento Tres mil

Don Rafael Mendoza es un hombre serio. Lo veía a veces en su casa, buy generic mientras yo jugaba con su hijo menor. Lo veía siempre erguido con su boca arqueada en señal de orgullo o reflexión en tanto él ojeaba alguno de sus innumerables discos, y luego sentarse y beber algo mientras la música inundaba la tarde. Es un hombre serio al que pocas veces vi sonreír en mi adolescencia, pero ahora sé que lo hace con frecuencia.
Su obra la había visto cuando estudiaba mi primaria en el Externado, en mi incansable búsqueda de mi padre entre las antologías de literatura salvadoreña, quien sufrió de sus coetáneos y colegas el olvido, por ser parte de ese conjunto de artistas mártires que aún ahora apenas hacen un pequeño ruido cada tanto. Una de esas veces lo encontré en su estudio, esperaba que bajara su hijo para salir a jugar, me le acerqué para hojearle los libros, entonces cuando llegó su vástago le comenté que tenía varias biblias, don Rafael dijo: “Esas biblias son doblemente sagradas, porque contienen la palabra de Dios y porque son mías”.
Su colección me encantaba, ya a esa edad me encantaba devorar libros. Quizá al tener a la mano dos bibliotecas (la de mi abuela y la de mi papá) eran suficiente para pasarme las horas.
Pude ver la vida del escritor, conocerlo de cerca, aunque no tanto porque existía distancia. Sin embargo lo apreciaba, veía en él a mi padre o quizá lo comparaba con él, lo veía e imaginaba como sería él al ver al poeta de Piedra y Siglo tejiendo versos bajo una lámpara en medio de la oscuridad.
En 1999 presentamos Tiempo en la Marea en la Biblioteca nacional, un  plaquette en coautoría con Rafael Mendoza López. Don Rafael nos presentó ese día. Se lo propusimos con semanas de anticipación, y claro, su hijo estaría ahí, así que no faltó. Accedió. Llegó un poco tarde, por lo que invitamos a la mesa a Ricardo Lindo y mi abuela Josefina Pineda para que nos acompañara, pero al llegar Mendoza irradió su energía para llenar la sala.
Procuraba escucharlo hablar. Su acento, uno que no relacionaba con nadie más. Y es que don Rafael parece no tener acento y a la vez poseer uno diferente como ese poema que dice: “Ha soltado sus flores el cedro de enfrente”.
Ahora, cuando han pasado los años suficientes y lo he leído observo en él una voz, no una impostura de pieles. Una voz particular que bien puede ser dura y a veces áspera… ¿pero no es así como es a veces el alma? Sobre todo si se ha cobijado en el dolor, dolores que provienen de la vida y de la guerra y el exilio, la desesperanza de vivir en una patria que todavía tiene mucho por crecer y que aún posee gérmenes que desearían volverla al pasado.
Rafael Mendoza es la voz áspera de esa gente que con sencillez procura decir lo que siente, arrojar borbotones de queja e indignación, pero que no puede oírse, en cambio la palabra del poeta se torna eterna y resuena aunque no lo parezca.
En la obra de Mendoza no habitan los temas de vanguardistas y modernistas, tiene su mirada en el siglo XX, en lo convulso de esos días de desesperanza cuando hablar era sinónimo de la muerte, y aunque él no entró a tomar las armas y tuvo que vivir el exilio en Panamá, tomó la mejor arma y herramienta, una que no deja de disparar y que siempre es necesaria: la palabra. Y se dispuso a plasmar la realidad con su voz, la del pueblo.
Existen dos libros que me impresionan de Mendoza: Los muertos y otras confesiones y Confesiones a Marcia.
En Los muertos y otras confesiones encontramos la ironización del momento de una sociedad moralmente hipócrita, culturalmente atada a su hedonismo.
“Digo que no puedes ni debes olvidar,
Como que no es cosa sencilla dejarle el nombre
a la tristeza ajena”
Una de las imágenes que muestra el uso del ícono de lo religioso para ocultarse: “la noche tiene sotana para llegar inadvertida”
En este libro encuentro dos poemas muy intensos: Con el alma a media asta y secreto profesional.
Confesiones a Marcia es la voz del “enamorado” resignado a vivir con una pareja que odia y finge amar para evitar verse perdido, es reclamarle a esa figura que a cuentagotas iba derramando desesperanza a todo el pueblo y que por momentos se trasmuta a disminuir ese espacio universal del dolor que los gobiernos militares daban para recordar parte del dolor que conlleva la historia propia, logrando unir esa relación de vida, de pareja con la que es desarrollada por el pueblo y esos gobiernos militares en que la injusticia y la represión son características de esa figura femenina que Mendoza llama Marcia.
Claro que Mendoza no es un poeta sólo de verso libre, porque además es un fino sonetista, pausado y seco por momentos, pero siempre preciso y agudo, además de humano.
Entre sus libros se cuenta con Testimonios de Voces, que son poemas que dedica a algunos poetas y curiosamente sólo a una poeta mujer: Claudia Lars.
Y en cuanto al sentido moral, que incluso llega al momento moralizante o civil de procurar los cambios con el libro Sermones.
Mendoza es una de las voces más representativas de la década de 1970 junto a José María Cuéllar, Ovidio Villafuerte, Ricardo Castro Rivas, Luis Melgar Brizuela, Maura Echeverría, Rafael Góchez Sosa y Alfonso Kijadurías, entre otros.

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