Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Escudriñad la lengua;
hay en ella, bajo presión de atmósferas
seculares, el sedimento de siglos del
espíritu colectivo.
Miguel de Unamuno.
Decía Unamuno, haciendo suyas las palabras del Oberman de Etienne Pivent de Sénancour, “…..el hombre es perecedero. Puede ser, mas no perezcamos resistiendo, y si es la nada lo que nos está reservado, hagamos que esto sea una injusticia”. Resistir a la muerte, ¿Cómo? ¿Con el recuerdo, con las obras, con nuestras huellas en el tiempo…..?, cabe preguntarse, pero digo ¡Vana resistencia!, como le responde Sciacca en “¿Que es la inmortalidad?”, porque con ello, dice el italiano, se podrá alcanzar a lo sumo la perpetuidad pero nunca la inmortalidad, que fue, esta, junto con el hombre y el verbo, una de las tres grandes preocupaciones del filósofo vasco.
Pero Unamuno, gran defensor de Don Quijote, no podía estar en posición diferente. Y es que el Don Quijote unamuniano se bate por el honor y la gloria y quiere morir por ellos, y muriendo, inmortalizarse, como el caballero de Ariosto, “que seguía combatiendo y estaba muerto”. Sciacca critica lo que él considera confusión unamuniana, pues si no morir es vivir siempre en el tiempo, dice, ello es perpetuarse mas nunca inmortalizarse. “La inmortalidad no indica la exigencia de vida perpetua en el tiempo, sino de la vida inmortal, es decir, más allá de la muerte”.
Justamente, observa Unamuno, dejando ya sentir su grave concepto del “hombre de carne y hueso”, que lo presionará durante toda su obra, “el problema no es la muerte, sino el que yo muera, es decir, saber si soy yo inmortal, porque de la respuesta depende toda mi vida”.
Es la grave confusión entre la perpetuidad y la inmortalidad, que ha ocupado a la filosofía por siglos sin llegar a la respuesta final. Debo recordar que el pensamiento de Unamuno, influido por un agudo misticismo existencial, y cuya fe no era otra que “la fe en la fe misma”, no podía coincidir con el de Sciacca, pensador católico cuya filosofía va en la tradición platónico-agustiniana, de Pascal y de Rosmini. Así, en el pensamiento de Sciacca, “la muerte nos ha resultado la condición necesaria para realizar nuestra plenitud espiritual. La inmortalidad tiene como condición, la muerte; sin la muerte, habría perpetuidad, no inmortalidad. Por lo tanto, la muerte, que es lo contrario a la vida temporal, es la condición de la vida extratemporal”. El pensamiento de Unamuno, al final fuertemente existencial, fue precisamente el opuesto, y ello le llevó, justamente, a un “sentimiento trágico de la vida”.
Scheler, el llamado “padre de la axiología”, entrevió el problema, y afirmó que la vida humana tiene ínsita en sí la orientación hacia la muerte. A medida que el hombre vive, dice, el volumen del pasado se acrecienta a expensas de aquél del futuro, hasta que este último se torna en nada; es decir, en un momento dado, el margen de la vida se restringe y sus posibilidades van disminuyendo hasta llegar a cero. En el momento de la muerte, el hombre se encuentra con el volumen de todo su pasado, haciéndose este todo presente y cesando el volumen del todo temporal.
Los tres grandes temas de Unamuno, entonces, el hombre de carne y hueso, la inmortalidad, y el verbo, se fundieron en un cálido atanor, y de esa trágica síntesis surgió la tragedia, que fue la tragedia unamuniana, y que hoy, pienso yo, es la tragedia de la humanidad: “La tristeza”.
El hombre es siempre presa de sus crisis interiores, y a veces, estas lo llevan a madurar nuevas y originales sensibilidades. Esto pasó con ese grande de la generación del ’98. Su grave crisis personal y política le hizo madurar, bajo el signo de Schopenhauer, Espinosa, y sobre todo, Kierkegaard y el existencialismo, una nueva y original sensibilidad religiosa. Tantos grandes pensadores han sufrido, afortunadamente, tales crisis, gracias a las cuales se han alumbrado nuevos senderos para la humanidad. Sólo cito a Einstein y su “sentimiento cósmico religioso”, producto de su frustración ante el actuar de los dirigentes del mundo. Unamuno, anticonformista, acentuó el irreductible valor del hombre concreto contras las abstracciones racionalistas e idealistas, y afirmó que la condición humana se caracteriza por una suerte de contradicciones insatisfechas, de un ansia irreprimible de inmortalidad que hace de la vida una continua agonía. Así buscó el sabio vasco resolver el problema de Dios tratando de situarlo fuera de la ortodoxia católica, lo cual hace comprensible la oposición de Sciacca. Su Dios es un Dios personal, legado al horizonte del hombre en singular, aunque también al cosmos entero, posición que hace recordar un poco a aquellos estoicos griegos incomprendidos en su momento, injustamente relegados por la historia “oficial” de la filosofía, que nos dejaron también ese “eterno retorno” que tantos reclamarían, Nietzsche como el que más. El Dios unamuniano es aquel del amor, y el hombre debe creer en él en virtud de un acto de fe que se apoya en el sentimiento y no en la razón. “Aquello que es realmente vital, no puede ser racional”, afirmaba.
Unamuno no aceptó nunca que se le ubicara en ninguna corriente filosófica, y menos en el existencialismo, con el que se le identificaba. Decía que él era demasiado él para entrar sin resistencia en ningún casillero prefabricado. Pero su pensamiento, trágico, le mantuvo en una interioridad irreconciliable, ese pensamiento que nunca pudo conciliar con su fe religiosa y le trajo la “congoja”, categoría esta que bien podría ubicarse como sinónima de la tremenda angustia kierkegaariana.