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Universidad Nacional de El Salvador: su época heroica

Luis Armando González

En una de sus muchas intuiciones geniales, el poeta Francisco Andrés Escobar (1942-2010) calificó como de heroica la época en la cual, en la UCA, tuvieron presencia los jesuitas asesinados en noviembre de 1989. En esa época, ciertamente, la comunidad universitaria de la UCA se vio envuelta en una mística que, desde sus aulas de clase hasta las conferencias académicas, las investigaciones y las publicaciones, ponía de manifiesto la pasión por el cultivo de un conocimiento crítico y éticamente comprometido. Para ponerlo con fechas, se trató de casi dos décadas gloriosas: las de los años setenta y los años ochenta, en las cuales, heroicamente, el conocimiento cultivado en las aulas, departamentos académicos y unidades de investigación de la UCA desafió al poder militar, oligárquico y mediático de El Salvador. Creo que Paquito Escobar –quien fuera además de mi profesor de Teoría Literaria y, después, un querido amigo y colega— estaría de acuerdo, de seguir vivo, con mi interpretación de su formulación sobre el heroísmo de la UCA.

Pienso que también estaría de acuerdo –razonable, amable y cordial como era—en esto otro: que la Universidad Nacional de El Salvador tuvo una época heroica del mismo calibre que la de la UCA. Vienen a mi memoria, casi automáticamente, dos recuerdos: el asesinato de su Rector, Félix Ulloa, en octubre de 1980, y los asesinatos de los estudiantes universitarios, en julio de 1975. A esos recuerdos trágicos siguen –por aquello de que la memoria se teje de redes de recuerdos— el de la intervención militar del campus universitario en 1980 –violenta y destructiva— y el de la “universidad en el exilio”; es decir, la realización del quehacer universitario fuera del campus. Tengo presentes dos de los locales de la universidad en el exilio: uno, en las cercanías del antiguo Cine Apolo; y el otro, a un costado de la Terminal de Occidente.

No puedo menos que hacerme cargo del heroísmo de estudiantes, docentes y autoridades universitarias en esos tiempos duros, con asesinatos, persecución y amenazas a cuestas, y con un cierre violento del campus universitario. La pasión por el conocimiento y el compromiso ético-político se daban la mano en unas circunstancias en las cuales ambas cosas estaban prohibidas y podían costarle la vida a quienes las asumían. Este heroísmo intelectual y moral venía de la década anterior –los años setenta— en la cual, de entre el conglomerado estudiantil, destacaron alumnos y alumnas ejemplares que, siguiendo los pasos de sus mejores docentes, hicieron del conocimiento una pasión y del compromiso ético político una opción de vida.

Tuve el privilegio, cuando estaba cerrando mi tercer ciclo de formación básica e iniciaba mi bachillerato, de tener como profesores a estudiantes universitarios que casi terminaban sus carreras (en biología, química, matemáticas, psicología y sociología) que me contagiaron, con sencillez, paciencia y calor humano, su pasión y compromiso. No recuerdo los nombres de todos, pero sí los rostros de muchos de ellos y las aulas en las cuales algunos de estos jóvenes profesores me llamaban al frente del grupo para que expusiera un tema.

La lectura era parte de estas dinámicas de aprendizaje, y mis primeros libros fueron un regalo recibido de manos de estos universitarios. Uno de mis libros más queridos viene de esa época: El hombre con su mundo destrozado, de Alexander Luria. Y se reviste de un significado especial no sólo por ser la obra de uno de los grandes científicos del siglo XX –una figura crucial en el desarrollo de la neuropsicología—, o por la pasión científica y el compromiso humano de su autor, sino porque es una edición de la Sociedad de estudiantes de Psicología. Más específicamente, el libro está calzado con la siguiente indicación editorial: “Ediciones Gloria Palacios Damián. Sociedad de Estudiantes de Psicología (SEPs)”. Me emociono cada vez que tomo ese libro en mis manos y reflexiono en las múltiples historias que lo recorren y de las que ha sido testigo. Algo particularmente significativo: Gloria Palacios Damián fue una joven estudiante de psicología y revolucionaria que murió abatida a tiros, en agosto de 1975, al enfrentarse con miembros de los cuerpos de seguridad. Era la esposa del legendario Felipe Peña Mendoza, quien también falleció en el mismo enfrentamiento.

No deja de resultarme emocionante el pensar en estudiantes universitarios que editan libros de carácter científico para ponerlos al alcance de otros estudiantes y de cualquier lector. Eso tiene una connotación heroica –de heroísmo intelectual— del cual casi nadie se percata. Me he topado de nuevo con este heroísmo universitario en una visita reciente a las librerías de usados, en el centro capitalino. Un libro me llamó la atención y decidí comprarlo: el Ensayo histórico sobre las Tribus Nonualcas y su Caudillo Anastasio Aquino, de Julio Alberto Domínguez Sosa. El tema me resultó interesante, pero también que se tratara del “Primer Premio del Segundo Certamen Regional de los Juegos Florales de Zacatecoluca, 1962”. Una maravilla, ciertamente: en 1962 el interés por el conocimiento histórico trasciende la capital y se cultiva, para el caso, en Zacatecoluca. Eso, fabuloso, era lo que ya había en El Salvador hace 61 años.

El libro me tenía reservadas más sorpresas, de las que caí en la cuenta cuando lo revisaba en casa; la edición original fue realizada por el Ministerio de Educación, a través de la Dirección de Publicaciones –eran las cosas buenas que se hacían en ese entonces—, pero la edición que compré es una “edición especial” realizada por la Asociación de Estudiantes de derecho Roque Dalton. El texto que acompaña esta edición es una joya, el cual no me resisto a rescatar íntegramente (salvo algunas pocas correcciones ortográficas):

“La Asociación de Estudiantes de Derecho (AED) Roque Dalton, en las difíciles condiciones que los enemigos de la cultura y de la educación superior han sometido a nuestra universidad, quiere dar una muestra de vida y una evidencia de estar cumpliendo con el compromiso que adoptó con la historia, lo hace en esta ocasión reproduciendo el presente ensayo porque cree, con ello, lograr tres objetivos:   traer a la memoria la histórica y valiente figura de Anastasio Aquino, dotar al lector de conocimientos poco explorados en nuestro medio y estimular la labor científica y docente de uno de los principales valores con los que aún cuenta nuestra Universidad Nacional: el Doctor Julio Alberto Domínguez Sosa, un incansable maestro que posee como única ambición el conocimiento y como única riqueza la satisfacción de ser ‘un ave que cruza el pantano y que no se mancha las alas’, según su propia expresión. Vaya pues esta edición especial del ensayo como una prueba más, de irrefutable valor, de que nuestra Universidad se niega a morir, y aún más, de que sus enemigos no disfrutarán jamás de la alegría de presenciar su cadáver, porque la Universidad de El Salvador es parte de este pueblo que ha aprendido, con el transcurso del tiempo y las experiencias que le ha correspondido vivir, a hacer sus propias historias”.

Compromiso ético político y pasión por el conocimiento, eso es lo que transmite ese texto de los estudiantes de derecho. Su lectura me emociona. No me cabe la menor duda de que refleja la época heroica de la Universidad Nacional de El Salvador.

Una universidad que, entonces, se negaba a morir; y que, en lo sombrío de la persecución y el asesinato, cobijaba en su seno a estudiantes y docentes que tenían por ambición el conocimiento y por compromiso patriótico el sueño de un país libre.

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