Por David Alfaro
22/01/2025
Y mis palabras van encaminadas a criticar a toda esta gente. Con esto no sugiero que aprecien al difunto, sino que sopesen sus aciertos y sus grandes errores en su justo valor. Pero este pueblo es INCAPAZ de hacerlo.
En el debate sobre las figuras políticas de El Salvador, las opiniones suelen dividirse en extremos irreconciliables. Hay quienes defienden a líderes como Funes, recordando con gratitud los beneficios recibidos durante su gestión: uniformes, zapatos, útiles escolares y desayunos para sus hijos, empleos temporales, ayudas sociales para sus familiares mayores. Para ellos, esos gestos materiales parecen bastar para enaltecer su legado. Por otro lado, están quienes lo desprecian, tal vez porque no recibieron nada de lo prometido, porque las expectativas que depositaron en ese gobierno se convirtieron en decepción… o porque fueron despedidas de su gobierno. Así, el juicio colectivo sobre un líder se mide más por lo que ofreció al bolsillo individual que por un análisis real de sus aciertos y errores como gobernante.
Esta dinámica no es nueva ni exclusiva del ámbito político. En muchas ocasiones, el pueblo salvadoreño ha demostrado una tendencia a reaccionar con base en emociones e intereses inmediatos, incapaz de mirar más allá de sus narices y de los espejitos y collares de vidrio que se le presentan como solución a problemas históricos y estructurales. Y es aquí donde surge una verdad incómoda: una parte importante del pueblo salvadoreño no evalúa desde la razón, sino desde la necesidad o, peor aún, desde la emotividad. En lugar de cuestionar con profundidad a quienes han moldeado su destino, es un pueblo que prefiere aceptar las migajas que le ofrecen mientras guarda silencio frente a los abusos de poder.
Es un comportamiento que duele aceptar, pero que se repite con alarmante frecuencia. A lo largo de la historia, el salvadoreño ha mostrado una rabia feroz frente a sus iguales, a pobres como él, pero una pasividad casi resignada frente a sus opresores. Cobardía con quien lo explota, pero violencia con quien está a su lado. Es un pueblo que exige cambios, pero rara vez está dispuesto a asumir el costo de construirlos y se limita a manchar una papeleta cada cierto tiempo, pensando que con eso ya lo hizo todo por cambiar su realidad. Una sociedad que se hunde en la queja y el lamento, pero que se conforma con las promesas vacías de quienes utilizan el poder en su beneficio.
Este texto no pretende romantizar ni idealizar al pueblo salvadoreño. Por el contrario, busca confrontarlo con sus contradicciones y limitaciones. Es hora de reflexionar sobre el papel que juega el ciudadano común en la construcción de su propia realidad. Más allá de los líderes de turno, ¿qué estamos haciendo como sociedad para romper el ciclo de dependencia, de silencio, de conformismo? Es momento de cuestionarnos si, como pueblo, estamos siendo parte del problema o de la solución…
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