Víctor CORCOBA HERRERO/ Escritor
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Entendemos la singularidad de la época, que nos empieza por demandar a cada cual compromiso y asistencia vital durante la pandemia, pero también se nos pide un examen profundo que nos encamine hacia un estado de maduración más solidario y justo, lo que nos exige una disposición por tanto de servicio, entrega y generosidad, a fin de que entre todos podamos salir de esta atmósfera de conflictos, inseguridades y bochornos, que padecemos y sufrimos. Sin duda, este año, con las restricciones impuestas por el COVID-19 en todo el planeta, se han dificultado las operaciones humanitarias como jamás. Así, mientras las necesidades han aumentado en todos los países, no ha sido fácil brindar la oportuna asistencia, sobre todo para poder reducir el deterioro de tantas vidas inocentes, pero gracias a la hazaña de algunos moradores, auténticos héroes de nuestro orbe, se ha podido contener la propagación de la epidemia y perseverar en ese horizonte de cohesión social esperanzador, a pesar de los obstáculos. Se me ocurre pensar, en esos casi 168 millones de seres humanos en el mundo, que según Naciones Unidas necesitan protección. Esto representa una de cada 45 personas, la cifra más alta en décadas. En vista de la tremenda situación panorámica, quizás sea el instante de comprendernos más para sobrecogernos menos.
Desde luego, el paisaje humanitario mundial 2020 no puede ser más desolador. Todo va a agravarse si, además no abordamos con firmeza el cambio climático y las causas principales de los conflictos. Naciones Unidas, precisamente, estima que más de 200 millones de individuos podrían requerir asistencia para 2022. Confiemos en esa gente de corazón grande, que jamás olvida el auxilio, aunque en 2019; 483 trabajadores humanitarios fueron atacados en un total de 277 incidentes separados, de los cuales 125 fueron asesinados, 234 heridos y 124 secuestrados. Sin embargo, no han cesado en su propósito de bondad, frente a los desastres naturales o provocados por el ser humano. En cualquier caso, una de las aspiraciones de Naciones Unidas, como se afirma en su carta es “realizar la cooperación en la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario”. Por ello, es menester mostrar gratitud hacia los cultivadores del bien común, que suelen hacerlo con humildad y jugándose la vida a diario, por hacer más humano el hogar de todos. La cometida es de la humanidad en su conjunto. Hoy en día tampoco es el momento de pensar en lo que no tienes, sino de explorar en las inherentes facultades de cada cual y en lo que puedes hacer con lo que hay.
Muchas veces somos nosotros mismos nuestro peor enemigo, y en lugar de colocar los cimientos armónicos, lo que hacemos es destruir ese espíritu de concordia que necesitamos, cuando menos para tomar el camino de la quietud. Solitariamente solos nos hundimos. La propia naturaleza nos llama a la reconstrucción de la familia, a la restauración de los vínculos, y a la reparación de nuestros propios andares. Junto a este fondo tormentoso, permanecen huellas imborrables, historias verdaderamente ejemplares, que son una manera de contribuir a que ese sueño vuelva a ser posible y a no resignarnos a batallar en los campos del pensamiento humano. Ahora bien, despojémonos de los espectáculos, volvamos al deber de la acción, que cualquier realidad es un lecho de rosas, pero también lleva consigo sus espinas, que hemos de retirarlas de nuestra mirada, al menos para purificar el corazón. Estos modales curativos, lo que nos demandan es una clara voluntad de liberación, frente a los persistentes desvíos del vicio, el individualismo y el afán de notoriedad. Lo importante es no desfigurar ese soplo humanístico, que nos insta a tomar un sentido ético, lo que conlleva poner en práctica un juicio de valor sobre las cosas que hemos de hacer, en el camino que se abre ante nosotros al romper el alba, teniendo en cuenta que la voluntad innata que todos llevamos consigo, nos recomienda una disponibilidad incondicional.
Las consecuencias de muchos años en permanente pasividad, sin apenas mover un hilo por los demás, con infinidad de situaciones complicadas entre masas de diversas culturas, nos reclaman de un mayor esfuerzo humanitario, donde la dimensión auténtica del diálogo no puede dejar de cultivarse. Quiero pensar en que los líderes, ya sean políticos, religiosos, económicos, cambien de abecedarios, y lo que digan lo realicen sin desfigurarlo con la mentira, pues no se trata de defender intereses particulares, sino causas comunes que nos alienten a vivir en sociedad. Indudablemente, todo cambio, como el del instante que estamos viviendo, nos pide un canje de actitudes, la constitución de una aldea más humana, donde se active la donación en base a la creatividad y a la responsabilidad de cada cual, que ha de ponerse al servicio de la sociedad en la que no se dormita, sino que se vive cada relámpago, abrazando la amplia gama de experiencias compartidas, que nos recuerdan constantemente que hemos de converger hacia una conversión de respeto a toda vida, al Estado de Derecho, con el fin de prevenir las desviaciones de descaro y profanación, antidemocráticas, populistas y extremistas. En consecuencia, abandonemos el actual desconcierto de inhumanidad y permanezcamos en esos gestos de acogida y en proyectos humanitarios de impulsar la justicia social, evitando dinámicas de bloqueo que nos deshumanizan y dividen. Sea, pues, el momento de que nuestra sociedad se postre ante la buena estrella, no ante al oro de la estrella.