DANIEL BARUC ESPINAL,
Escritor y poeta
Llegué a Punta Cana como a las diez de la noche, minutos más, minutos menos. El chofer del autobús no quiso bajar a nadie en las afueras de la ciudad.
Una señora gorda, de piel negra y aproximadamente sesenta años, junto a un par de jóvenes con facha de pandilleros, de veintitantos años y con los brazos muy tatuados, tuvieron que regresar a sus asientos cuando el chofer no quiso hacer parada y metió el acelerador a fondo para alcanzar lo antes posible la entrada de la ciudad.
—Después de las siete de la tarde no hacemos parada más que en la estación— dijo, y carraspeó.
Observé la entrada de Punta Cana, cuyas penumbras estaban agujeradas por luces de neón. Luego me fijé en que el chofer miraba por el espejo retrovisor a los tres pasajeros que estaban de pie en el pasillo de la unidad. Quizá acariciaba la certeza de que la señora gorda no se enojaría demasiado, pues tenía cara de ser una mujer piadosa, y es que en seguida se ve para qué da cada quien; pero los dos muchachos, ¡quién sabe! Ese podría ser otro boleto. Yo lo pensé de esa manera, por eso deduje que el chofer debía estar pensando lo mismo.
El chofer volvió a carraspear. Podría ser que aquello fuera un tic; lo había hecho cada cierto tiempo durante todo el viaje. Si no era un tic, si era algo fortuito y de esa única ocasión, seguramente se iba a enfermar de la garganta. Recordé que el tío Rogelio comenzó así con una carraspera, y terminó muriéndose de cáncer. Al final de su vida decía que se había enfermado de la garganta porque se le enterró una espina de pescado. Se murió con esa creencia porque nadie tuvo el corazón de decirle que tenía cáncer y que sus días en esta tierra estaban contados.
La mujer gorda refunfuñó molesta, pero reculó y consiguió volver a su lugar, empujando un poco a los dos jóvenes, sus compañeros de infortunio. Su vecina de asiento ya había puesto una enorme cartera en su lugar y hablaba con alguien —animadamente— por su iPhone. Al ver que la señora regresaba, quitó la cartera, medio molesta y miró la ciudad, que afuera aún era movediza, pero habitable: gente caminando en medio de la noche, cruzando las avenidas, jóvenes limpiando los parabrisas de los carros y las guaguas, aprovechando la luz roja de los semáforos y camionetas policiacas o ambulancias pasando cada cierto tiempo con las torretas encendidas.
Los jóvenes tatuados también retrocedieron, por un lado empujados por la señora que se había levantado primero que ellos y le había pedido la parada al chofer de la guagua, pero también porque en vista del éxito no obtenido, no iban a permanecer allí parados durante los diez o quince minutos que le restaban al vehículo para llegar a la terminal.
Pero el camino de los jóvenes fue más largo que el de la mujer, ellos habían salido desde el fondo de la guagua, de la cocina, y tuvieron que atravesar todo el vehículo. Para colmo tuvieron que sortear las canillas de un hombre que se había dormido y se encontraba despatarrado. De ida lo saltaron con trabajo pero como iban de bajada, quizá hasta les pareció graciosa aquella pata estirada en el pasillo; ahora que regresaban frustrados y enojados por los muchos testigos de su mala fortuna, aquella pierna se convertía en una piedra pesada en el camino de aquel par de sísifos de la región este del país.
Trabajosamente, y de muy mal humor, sortearon el obstáculo.
Uno de ellos, el que tenía tatuado en el antebrazo izquierdo a la sensual Jessica Rabitt, de la película de dibujos animados ¿Quién engañó a Roger Rabitt?, exclamó al pasar a nuestro lado —hijo de la gran puta.
La muchacha que estaba sentada junto a mí levantó la vista hacia el joven. Lo miró, como estudiándolo. Imaginé lo perturbador que debía de ser para una mujer como aquella escuchar esas palabras en boca de un jovenzuelo. A mí me había pasado lo mismo al escucharla, tal cual, en labios de una chica que platicaba con su amiga en una acera. Se siente un no sé qué, algo extraño, como una comezón en la conciencia, aunque uno no sea lo que se dice un puritano, las malas palabras son malas palabras.
La muchacha lo miró fijamente y cuando el joven se hubo alejado un poco de nosotros dijo, metiendo su mano derecha, fina y blanca entre su pelo negro, a nivel de la nuca:
—¿Y con esa boquita come?
Luego me miró y me sonrió. Pude ver sus ojos, negros y tremendamente vivos, como los de un animal fantástico que se hubiese trocado en damisela.
Hasta ese momento no le había visto los ojos, sólo sus piernas que se mostraban sensuales dentro de una minifalda color crema, y sus senos que se asomaban por un escote pronunciado en forma de V, en una blusa de seda color azul marino. El generoso escote me había permitido descubrir un lunar que adornaba el seno que quedaba más alejado de mí.
No soy hombre de estar acechando el cuerpo femenino, pero… Bueno, sí lo soy, para que le hago al cuento. Me encantan las mujeres y todas sus partes, sobre todo las íntimas, las pudendas, y no ando ya fisgoneando por las ventanas de las vecinas porque mi esposa, Itzel, que se enteró de mis manías de juventud, me amenazó con cortarme el pene si no me conformaba con ver sólo lo que tenía en casa. Algo así como el slogan gubernamental de “consume lo que tu país produce”.
Y ustedes no están para saberlo ni yo para contarlo, pero lo que tengo en casa realmente no es para volverse loco, en una clasificación del uno al diez sería más o menos un siete. Itzel es una fémina de piernas flacas a la que se le podría poner una regla en la espalda, desde la base del cráneo hasta los pies, sin que la regla perdiera su nivel, y cuyos senos no se desarrollaron más allá del tamaño de una manzana. A mí que me gustan los senos del tamaño de sandías.
Me casé con ella porque me agarró en una noche de borrachera, puesta de acuerdo con unos malos amigos a los que no he vuelto a ver, y cuando vine a darme cuenta ya estaba metido hasta las cachas en un problema de vida o muerte, es decir, caminaba sobre arenas movedizas. Había fornicado con una mujer virgen a quien, debo decirlo en honor a la verdad, lo que le falta de belleza le sobra de ternura, cosa que ha demostrado a lo largo de todo nuestro matrimonio.
—Algo había de tener —decía mi tío Eulalio— nadie está tan dejado de la mano de Dios. Ella está chistosita.
Su papá era coronel retirado del ejército y hasta la misma Itzel le tenía miedo debido a lo desigual de su carácter. Itzel decía, bajando un poco la voz, que su papá era de lo peor. Cuando nos casamos lo comprobé.
Tuve que poner mi mejor cara y presentarme a la casa de Itzel un miércoles en la noche, en primavera, vestido con un traje negro que me quedaba grande y una corbata roja que me quedaba chica. Los zapatos, que acababa de comprar, me apretaban los callos y me martirizaban, y la corbata, en ratos, me quitaba el aire. Pedir la mano de Itzel en ese momento de mi vida, era como caminar hacia el patíbulo, pero lo hice. Me sentí abnegado y bueno, como San Sebastián en el momento del martirio.
—Si mallugas el aguacate lo tienes que comprar —dijo mi hermano Sergio— es la ley del mercado. Así que te fuñiste por caliente y cabezón. Ahora te casas…
Me recibió su hermana menor, una muchacha hermosa, angelical, sonriente, y yo quise en ese momento que se abriera la tierra y me tragara. En esa casa vivía una mujer encantadora, un querubín de hermoso cuerpo y sonrisa luminosa, y yo iba a pedir la mano de su hermana la fea. Ni hablar, me había tocado la rifa del tigre.
Esa noche pasé por todos los protocolos de rigor, pedir la mano de mi futura esposa; que su hermanito de año y medio, a quien Itzel se empeñó en que yo tomara en brazos, me vomitara encima; que un perro feo y enano, llamado Kofi, jugara con mis pies y le sacara hilos a mis medias por debajo de la mesa, mientras cenábamos; y que la mamá de la novia me manoseara después de dejarme caer, creo que a propósito, una jarra de agua de limón sobre las piernas.
Mientras Itzel fue a la cocina en busca de un trapo limpio con qué secarme y su esposo no regresaba aún del baño, desde donde se escuchaban sus detonaciones, la señora utilizó una pañoleta roja para tallar mis muslos. Al ver el efecto que producían sus tallones sobre mi naturaleza —naturaleza que no me obedecía y se levantaba a pesar de mi vergüenza, a pesar del miedo de que en cualquier momento apareciera en la puerta el coronel y se topara con semejante espectáculo —la señora, sin dejar de pasar la pañoleta sobre mis piernas, sus dedos bordeando mis verijas, con una sonrisa como la de la Gioconda, dijo:
—Bienvenido a la familia, hijito. Se me hace que la vamos a pasar muy bien.
Al escuchar los pasos de Itzel que regresaba de la cocina, la señora Valentina regresó a su sillón Luis XV, desde donde observó a su hija pasarme un trapo humedecido y otro seco para que yo mismo me secara la entrepierna. Un poco después apareció el coronel, llenando con su enorme figura el hueco de la puerta.
—¿Me perdí de algo? —preguntó.
—De nada —dijo su mujer, y empezó a contar una historia aburrida de cuando ella y su marido, recién casados, habían decidido hacer un viaje relámpago, siguiendo a un grupo de Rock and Roll, a la Riviera Francesa y a Canadá.
Hablamos otro rato y yo me apresuré a excusarme y me marché. Antes, tuve que patear disimuladamente a Kofi, pues había vuelto a las andadas y ahora me deshilachaba el calcetín izquierdo con dientes y con uñas, como si hubiese sido un trabajo que debía terminar antes que yo me fuera. Ya me había desgraciado el calcetín derecho.
Cuatro meses después nos casamos, una ceremonia linda con un cura amigo de la familia, que después de la boda se encerró en el estudio del coronel a confesar a la señora Valentina. De mala onda le dije a Itzel que fuera a llamar a su mamá, que le dijera que se estaba perdiendo nuestra fiesta, y que eso no era justo. Itzel me miró a los ojos, como buscando algo en ellos. Luego descubrí que así mira cuando las ideas se le cruzan, a medio camino, con el muro de luz de las palabras. Ella es como los tartamudos; ellos sufren, forcejean con las palabras, Itzel forcejea con el pensamiento.
Ese día no se veía preciosa con su vestido de novia, pero se veía muy guapa, incluso parecía un poco más joven. La alegría le bailaba entre los ojos como fuego de artificio.
—Déjala, mi amor, mi madre está ocupada —dijo— siempre que el padre Luna viene a casa, que es cada visita de Obispo, ella aprovecha y descarga su conciencia. Es que vivir con mi padre, como es él, no debe ser tarea muy fácil.
Me quise reír, pero logré contener el impulso. Y luego me sentí muy bien, había sido maduro y prudente.
Itzel me abrazó con cariño, melosa como gatita que ronronea, estaba helada. Le palpé los brazos, las mejillas.
—¿Estas bien? —pregunté.
—Sí, amor, estoy feliz, porque por fin soy tu mujer. Es un sueño cumplido.
Yo no estaba tan contento, la verdad, y muchos menos viendo a su hermanita, Maribel, en su traje de dama realmente soberbia, cien por ciento voluptuosa, rodeada de jóvenes apuestos que se disputaban sus miradas y sus sonrisas, pero le dije a Itzel que sí, que para mí también era un sueño cumplido y que aquel era el día más feliz de toda mi vida.
Y la besé en la boca. Un beso de esos que son como estrella fugaz.
Si dos años antes, cuando me la presentaron, hubiera previsto ese día en que estaba perdiendo mi libertad definitivamente, habría dejado de asistir a la cafetería donde era cajera de medio turno. Claro que no iba por ella sino por otra chica, Franchesca, la que atendía las mesas, una mujer que tenía un cuerpo de tentación, pero que nunca me hizo caso. Luego me enteré que esa chica era lesbiana. En cambio, Itzel babeaba por darle un arrimón a mis huesitos.
Entretanto, en mi fiesta de bodas, en el jardín de la residencia de mi esposa, el coronel, su padre, mi flamante suegro, bebía ron con media docena de amigos, militares de alto rango. Me los había presentado a todos y me habían estrechado la mano, uno a uno, y me habían llenado de felicitaciones y de parabienes.
Uno de ellos me dijo —joven, no se asuste. Para el matrimonio y su carga de responsabilidades, los hombres nunca estamos preparados, es algo así como la muerte, como una enfermedad terminal, pero el hombre se sobrepone, y sobrevive, y hasta llega a ser feliz. Después vienen los hijos, que es otra cosa.
El coronel vino y se lo llevó, iba casi arrastrándolo a causa de la borrachera que lo asfixiaba.
Le dijo —compadre Marcelino ¿por qué me anda asustando al yerno?
Mi vecina de asiento me volvió a mirar intensamente. Sus ojos de animal —negros, vivos y tan profundos como debía de ser la noche en el espacio— me estudiaron. Luego me extendió la mano.
Era una mujer hermosa y joven, de treinta y tantos años. Yo la había visto subir al autobús y me alegré cuando me di cuenta que le tocaba ser mi compañera de viaje, pero estaba terminando el último capítulo de “El pez dorado” de J.M. G. Le Clézio y no levanté ni siquiera la cabeza.
Ella dijo —buenas tardes— yo le contesté el saludo, pero sin mirarla.
Sacó una revista de modas de su cartera de piel y empezó a leerla, media hora después iba dormida, recostada sobre mí. Fue cuando descubrí con beneplácito el lunar que tenía sobre un seno y cuando aproveché para aspirar su aroma a sándalo y a gardenias.
—Mi nombre es Laura —dijo, mientras estiraba su mano hacia mí.
—Soy Esteban —dije, cuando me repuse de la sorpresa y tomé su mano entre las mías, que imperceptiblemente temblaron al rozar la de ella.
—¿Eres de aquí? —me preguntó.
—No —dije— bueno, sí.
—¿Sí o no? —preguntó ella, divertida— seamos serios, hombre —y soltó una carcajada al ver mi cara que palidecía a causa de la confusión.
Luego me puso una mano, caliente como el tizón de una hoguera, sobre un brazo. Era la mano que había estado descansando sobre su muslo izquierdo durante casi todo el camino. Mi mente maquiavélica, avezada, se fue directa al nido del amor, a su entrepierna. Entonces, como un reflejo condicionado, me avergoncé.
—No te asustes —dijo ella— así soy yo, soy una bromista empedernida. A mí qué me importa de dónde seas, o si no quieres decirlo. Perdóname…En serio…No quería incomodarte…
─Nací en el centro de la ciudad —dije— pero de chiquito me llevaron a San Pedro de Macorís. Y tú ¿de dónde eres?
—Ya nací en Hato Damas —dijo— pero desde antes de que caminara me llevaron a la capital al barrio de Guachupita, allí crecí.
—¿Y vienes de vacaciones?
—Sí, a vacacionar como Dios manda, a descansar un poco. Acabo de salir de una relación tormentosa y vengo a que la sal del océano se lleve todas mis desdichas. ¿Y tú? ¿Vienes a asolearte un rato? Creo que lo necesitas.
—Vengo a visitar a un pariente enfermo—dije.
—¿Y no eres casado?
—No… Dios me libre. ¿Acaso tengo cara de hombre casado?
Se me vino a la mente la cara de Itzel, súper encabronada por mi cobarde negación. Pedro negando a Jesús, el patio lleno de neblina, el fogón donde se calentaban los soldados, chisporroteando; sólo faltaba un gallo que cantase tres veces. Sólo eso.
—No creo que a tus cuarenta años y tan buen mozo como eres, no seas casado — dijo —Pero ustedes los hombres son unos mentirosos ¿para qué pregunto? De seguro eres casado y para conseguirme lo niegas.
—Cuarenta y cuatro años —corregí— no cuarenta. Y sí, estuve casado un par de años, pero mi esposa falleció en un accidente de tránsito, en el choque de una guagua y una patana.
—Lo siento —dijo, y puso cara de consternación.
Después tomó mi mano. La acarició. La retuvo entre las suyas.
Ese truco siempre daba resultado, tócale los sentimientos a una mujer y le podrás tocar todo lo demás.
Yo me dejé tomar la mano y empujé un poco hasta que mi mano y la suya descansaron sobre uno de sus muslos. Era suave como el terciopelo.
—¿Tienes reservación en algún hotel?— me preguntó decidida. Mirando mi mano sobre su muslo. Y luego el bulto en mi pantalón.
—No —contesté yo— lo iba a hacer llegando a la ciudad.
Y sí tenía reservación en una pensión, pero por aquella chica tan sensual era capaz de cancelarla aunque me cobraran una penalidad.
—Si quieres —dijo la muchacha poniendo su mano sobre mi muslo —puedes compartir mi habitación y así nos divertimos un poco, tú me consuelas y yo te consuelo. Y esta maravillosa ciudad de Punta Cana tendrá su plus. Sin compromiso alguno. ¿Te parece bien?
Pensé en una novela que acababa de leer, “La Guaracha del Macho Camacho”, que decía “la vida es una cosa fenomenal, lo mismo pal de adelante que pal de atrás…”. Y me sentí feliz, realizado plenamente. Ni siquiera la culpa, que en ocasiones como aquella se arrastraba hasta mis pies y allí permanecía ante mi vista, como una sombra odiada, me tocó en esa ocasión. Lo interpreté como un feliz augurio.
—No se hable más del asunto —dije yo, relamiéndome los bigotes.
Claro que esa es una expresión metafórica, porque desde que nací he sido más lampiño que las nalgas de un bebé, y aunque he usado cuantas cremas y menjurjes me han aconsejado mis amigos para conseguir el bello facial que tanto he anhelado tener, lo único que he conseguido me salga en la cara son barros y espinillas y alguna que otra irritación grave.
La chica tenía reservación en un hotel de cinco estrellas, cerca del mar, así que llegando a la estación de guaguas tomamos un taxi que nos llevó al hotel en unos minutos. En cuanto subimos a la habitación, que estaba en el piso doce, la desnudé, y como un ser alienado, un hombre enloquecido por el deseo, le hice el amor de todas las maneras que ustedes se puedan imaginar.
Ella se comportó a la altura, era una consumada amante.
Golpeado por un orgasmo fenomenal, me derrumbe sobre ella, que jadeaba sudorosa. No conforme, pasados escasos quince minutos, exigió un segundo round, lo cual me sorprendió sobremanera.
La complací, un poco temeroso de que mi carrocería no fuera a aguantar el viaje entero, y me quedara a la mitad del camino, pues una cosa es con guitarra y otra cosa es con tambor.
Terminada la faena, contoneándose, se metió al baño y se escuchó la regadera. Yo me acomodé sobre las almohadas y la colcha de la cama, que no habíamos retirado dada nuestras urgencias amatorias, mirando al techo me ganó un sopor dulce; el día había sido demasiado largo para mí.
Cuando regresó del baño debió de hallarme profundamente dormido, porque se vistió y salió de la habitación. Yo me desperté como a las dos de la mañana, sobresaltado y con la boca seca, acababa de producirse un pequeño sismo y uno de los vasos que descansaba sobre la mesita de noche había caído hasta la alfombra. La muchacha aún no había regresado de la calle.
Busqué mi celular en el bolsillo de mi pantalón y al encenderlo encontré como quince mensajes de Itzel. El último era como de cuatro horas atrás. Me decía que le hablara, por el amor de Dios, porque estaba muy preocupada al no saber nada de mí.
Tuve la intención de hablarle, para que no siguiera preocupada, pero luego me arrepentí. ¿Qué era yo, un hombre o un ratón? Además, ¿no sería peor comunicarme con ella y mentirle? Lo que yo estaba cometiendo era alta traición. Pero ¿qué hombre, en mi lugar, se hubiera resistido a aquella Eva tentadora? ¿Adán no fue el primero que probó de la manzana? Por algo fue, las cosas no son tan simples como parecen. Y me daba esas y otras mañas para atenuar mi culpa. Mañana, amaneciendo, le hablaría.
Tiré el celular sobre la cama, rebotó y cayó sobre la alfombra. Me arrodillé para recogerlo, porque a causa de una fractura que me había hecho jugando beisbol en la universidad, mis movimientos no eran muy ortodoxos ni muy libres y había aprendido a buscar posturas que no fueran dolorosas para recoger, alzar o mover cosas. Entonces observé algo que estaba debajo la cama. Era la cartera de la muchacha, la que había traído en la guagua.
Me ganó la curiosidad y la agarré, sacándola de su escondite. La abrí y lo que encontré en su interior me dejó pasmado. Traía una pistola con silenciador, unas esposas, un par de pasaportes con nombres diferentes, varias cédulas, falsas también, y una tablet.
Conecté la tablet al contacto de la pared y la encendí. Antes, temblando, me aseguré de poner el pestillo de la puerta. Sabía que estaba haciendo algo muy malo. Estuve navegando por la red y no encontré nada. Pero luego me metí a documentos y encontré un grupo de videos. Uno de ellos mostraba a Laura como Dios la trajo al mundo, teniendo sexo con un hombre joven, pelirrojo, incluso más joven que yo. En otra parte del video se veía como al joven lo anestesiaba un grupo de médicos y enfermeras, y allí sobre la cama del hotel, sobre un pedazo de hule, le abrían el pecho y le sacaban el corazón, el hígado y los riñones.
Después, alguien con una sierra eléctrica, lo desmembraba y depositaban sus restos en bolsas negras. Luego tocaban a la puerta y varios hombres, con camisas floreadas y pantalones de fuerte azul, empezaban a cargar las bolsas negras y a sacarlas de la habitación. Para ellos sólo era basura lo que antes había sido un hombre.
Los doctores se llevaban los órganos extraídos, en pequeñas hieleras. Uno de ellos le pasaba a la muchacha un fajo grueso de billetes, ella se persignaba con ellos los guardaba en su bolso y sonreía a la cámara. El video terminaba con un paneo, cámara en mano, por la habitación.
Me estremecí. Sentí el soplo de la muerte sobre la nuca. Tenía que salir de allí en seguida. Descubrí que aquello, desde el principio, había sido una trampa. Me vestí de prisa, tomé mi cartera y todo lo que pude sacar del hotel sin llamar la atención y abandoné el cuarto. Me pareció eterno el tiempo que tardó el elevador en abrir. Una vez adentro apreté el botón del primer piso, desde allí bajaría por las escaleras para no encontrarme a boca de jarro con algún matón.
Desde las escaleras del primer piso saqué la cabeza y vi a los médicos, que entraban en el elevador. Cuando el elevador empezó a subir bajé los últimos escalones y salí del hotel, sin mirar hacia atrás.
Caminé con prisa por la Avenida Costera, tratando de alejarme lo más posible de mi destino. Tomé un taxi.
—¿A dónde va? —me preguntó el taxista.
—Lléveme a Puerto Plata —contesté.
—Ah, pero le va a costar caro, está lejos y a esta hora de la madrugada es peligroso, se juega uno el pellejo.
—¿Cuánto?
—Unos mil doscientos pesos —dijo.
—Vale, pero que sea rápido —contesté.
El taxista pisó el acelerador y empezó a rebasar a los pocos automóviles que circulaban a esas horas por la avenida. Tuve que calmarlo.
—Quiero llegar pronto, pero llegar vivo —dije.
Él sonrió y bajó un poco la velocidad. Entonces encendió la radio. Antes de llegar a la estación que buscaba detuvo la aguja del díal en una frecuencia modulada donde alguien decía:
“Atención, atención, la Cigua palmera se escapó del canasto, se inician protocolos de persecución y captura. A todos los taxistas y oficiales de tránsito, informar si han visto un vuelo sospechoso. Cambio. A quien aporte datos para la captura se le dará una recompensa generosa, como siempre”.
El taxista continuó moviendo la aguja hacia la emisora que buscaba, pero me miró por el espejo retrovisor.
—¿Dónde dice usted que va?— me preguntó de nuevo.
—Cerca del centro de la ciudad, pero yo le digo cuando estemos llegando. Es que vengo de Pedernales y mi tío que quedó de pasar a buscarme por la parada de las guaguas, nunca se apareció, así que ahora voy a su casa, a ver qué le pasó.
—¿Viene desde Pedernales? Eso está lejos.
—Sí, amigo, allí donde el diablo dio las tres voces y nadie lo escuchó.
—De seguro que a su tío se le atravesó en el camino un colmadón bien surtido, o alguna chiapeadora, y se olvidó de usted, suele pasar —me dijo.
—Sí, de seguro, y mi tío es de los que se dejan convencer muy fácil, de los que no meten ni las manos cuando viene el golpe.
El taxista soltó la carcajada. Por el espejo del auto por el que me miraba de vez en vez vi su sonrisa amplia y las arrugas que se le formaban a un lado de los ojos
—No, y es que con las chiapeadoras hay que tener mucho cuidado —dijo— si ellas te mueven el culo y te dicen “papi, invítame una Presidente fría”, ya te jodiste.
—¿Tanto así…?
—Sí, comando, se lo digo yo que he sido chapeado muchas veces.
Y volvió a reírse. Su risa era contagiosa.
Nos acercamos a la entrada de la ciudad. El hombre me miró de nuevo por el espejo retrovisor.
—¿Sigo derecho? —preguntó.
—Sí, yo le aviso.
—Oky doky —dijo él.
Yo pensé ¿de dónde habrá salido este sujeto?
En tres horas y veintidós minutos estaba llegando a mi destino. La noche era tibia como entrepierna de colegiala, serena, y el cielo estaba estrellado. Una noche ideal para hacer una fogata junto al mar, entre las palmeras, tocar una guitarra, y cantar canciones de Eduardo Brito o de Daniel Santos.
Una tristeza inexplicable me invadió. Pensé en Itzel, dormida a esas horas, disfrutando del sueño de los justos. El taxista decía algo de la lluvia, del gobierno y de los turistas, pero no llegué a entender bien lo que decía. Además, no me importaba.
En las primeras calles de la ciudad le dije al taxista que me dejara, que la casa de mi tío quedaba cerca, pero que la calle donde estaba era muy estrecha para que entrara y pudiera dar la vuelta. El taxista me miró con desconfianza, pero al final tomó su dinero y se marchó. Seguro él también se preguntó ¿de dónde habrá salido este sujeto?
Eran como las tres de la mañana, hora en que la noche es densa como betún de zapatos y los perros callejeros ladran como desesperados a los extraños que caminan por las calles solitarias. Esperé que el taxi se perdiera en la lejanía y crucé la calle principal para tomar un taxi de regreso. Tuve que esperar como quince minutos a que apareciera uno, pero apareció.
A mediación del boulevard tomé otro taxi que me llevara a la zona de Cofresí y allí me alojé en uno de los hotelitos que bordean la playa. Me acosté en una cama rústica, soportando el piqueteo de los mosquitos que atravesaban el sucio mosquitero, y escuchando el barrunto de las olas que rompían su furor contra la playa dormí casi hasta el mediodía.
Salí de mi encierro como a la una de la tarde, bajé y comí algo en el restaurante adjunto entre el ir y venir de los turistas, y observé el mar, escandalosamente azul, tranquilo, vasto. Era como si nada pasara en el mundo, como si sólo las olas, en su ir y venir de fantasía, fueran reales.
Volví al cuarto, me lavé los dientes y fui al baño. Sentado en el inodoro me decidí a ir a la parada de Caribe Tours y escaparme, medio disfrazado, de los asesinos que me perseguían. Debía salir de allí, llegar a la capital lo más rápido posible e irme directamente al aeropuerto internacional de Las Américas y tomar el primer vuelo que saliera de la isla. Cuando viera que el avión se elevada y dejaba atrás la pista del aeropuerto capitaleño podría cantar victoria.
Así que armado de valor puse manos a la obra. Llegué a la parada de guaguas, compré un boleto para Santo Domingo y cuando ya estaba sentado en mi asiento, listo para que saliera el autobús Laura subió y se sentó a mi lado.
—Hola amiguito —me dijo— ¿cómo estás? No sabes cuántas carreras hemos dado detrás de ti. Haz sido un chico malo, muy malo.
Cuando me repuse de la sorpresa, con el corazón palpitándome aún en la garganta, quise ponerme en pie y escapar.
—No te lo aconsejo —me dijo adivinando mis intenciones— ellos están ahí afuera, míralos. Te están buscando ahora.
Miré y efectivamente estaban afuera, regados por toda la central de autobuses. Eran una docena. Subían a las guaguas y revisaban a los hombres. Estaban acompañados por policías. Era como si estuvieran buscando a un asesino internacional, a un terrorista.
—Vine para ayudarte a escapar —agregó— yo hice mi parte y ya me pagaron, así que los que perdieron fueron ellos. Y a mí me gustas mucho, muchacho, créeme. No quiero que te hagan nada malo.
Me puso la mano entre las piernas. Me imagino que era una especie de motivación, un último recurso, como cuando alguien dice “te va a doler, pero también te va a gustar”. No funcionó, era tanto mi miedo, mi inquietud, mi terror, que ni su mano sobre mi miembro pudo hacer el milagro. Volvían a mi mente las imágenes que había visto en la tablet, donde extraían los órganos de aquel hombre y luego mutilaban su cuerpo y lo embolsaban, y ella recibía su fajo de billetes.
—¿Cómo sé que no me vas a entregar en cuanto lleguemos a la capital? ¿Cómo sé que no me llevas a una trampa? —inquirí.
Me temblaban la voz y las rodillas. Tenía un hueco en el estómago. Sudaba frío.
—No lo sabes —dijo— pero no te quedan muchas opciones, mi amorcito. Te estoy ofreciendo tu libertad, la tomas o la dejas.
La guagua empezó a moverse y salió, finalmente, de la terminal.
—Bienvenido a la vida —dijo, se inclinó hacia mí y me beso.
Mientras me besaba, mientras yo la besaba, tembloroso pero agradecido, me pinchó con una aguja a nivel del hombro.
—Auh —me quejé.
Fue como el piquete de una abeja, pero mis pulmones empezaron a quedarme sin oxígeno. Me asfixiaba. Había caído en su juego, aquella reina me había sabido dar un doloroso jaque mate. Era una viuda negra, una mantis religiosa que se come la cabeza del amante después de fornicar.
Pensé en Itzel, en su cuerpo no voluptuoso pero tierno y en su corazón noble, capaz de cualquier generosidad posible. Pensé en que nunca debí haberla engañado, ella no se lo merecía. Pensé en el tío Carmelo, a quien había venido a ver porque le había dado una trombosis cerebral y al cual no visité por dejarme arrastrar por la calentura y por los placeres mundanales.
Cuando Itzel llamara seguramente le dirían —no, no hemos visto al primo, teníamos mucho deseo de verlo, de abrazarlo, pero por aquí no se ha parado, el muy ingrato.
Laura se puso en pie, de prisa, y acercándose al chofer le dijo —por favor, chofer, pare el vehículo, que a mi esposo le está dando un infarto.
Luego todo fue vertiginoso, manos que me bajaron del autobús en un santiamén, una ambulancia abierta, parada junto al vehículo, las torretas, las sirenas, la camilla, una máscara de oxígeno y un suero conectado a las venas de mi brazo derecho; y el monte Isabel de Torres con sus jardines esplendorosos, me imaginaba, lleno de turistas que subían y bajaban por el funicular, mientras atravesábamos a toda prisa la ciudad y pensé en el océano Atlántico, tan azul, enorme, allá a lo lejos, impávido ante la inminencia de mi destino.