Luis Armando González
Apropósito de la decisión del Gobierno salvadoreño de establecer relaciones diplomáticas con la República Popular de China –y la subsiguiente ruptura de relaciones con Taiwán— uno de mis exalumnos escribió en Facebook que solo debían opinar los que tuvieran conocimiento especializado de la materia. Por mi parte, soy de la opinión de que el espectro de opiniones se debería extender a cualquiera que tuviera que decir algo razonable sobre el asunto, sin que necesariamente se trate de un especialista en relaciones internacionales o en economía internacional.
Con todo, ni el deseo de mi exalumno ni el mío se verán cumplidos, pues lo que en realidad sucederá –y está sucediendo— es que proliferarán las más diversas opiniones, en su mayoría no sustentadas en un conocimiento especializado ni con la dosis de razonabilidad mínima para aportar algo más que ruido al debate público. Pero eso es el precio de la democracia: en el debate de ideas, la paja se mezcla con el trigo, y es la capacidad crítica la que permite identificar, en una montaña de paja, las pocas espigas de trigo.
Las reflexiones que se hacen a continuación no son las de un especialista en relaciones internacionales (o equivalentes), pero sí las de alguien que se esfuerza por ser razonable en sus planteamientos; si con ello se logra que otras personas elaboren razonablemente sus propios planteamientos –es de desear que opuestos o no plenamente coincidentes con los que aquí se exponen—, la democracia, en su dimensión de debate de ideas, sale ganando. Planteo, pues, mis valoraciones a cerca del tema.
Y lo hago, ante todo, reconociendo lo positivo de la decisión del Gobierno salvadoreño de establecer relaciones diplomáticas con China. Siempre habrá posiciones encontradas sobre si este es o no el mejor momento para tal decisión; visto con realismo, tal discusión es irrelevante, porque lo que cuenta es que la relación entre ambas naciones es efectiva a partir de ahora. Si el vínculo se hubiera establecido hace cinco, tres o dos años (o se hubiera pospuesto para el futuro), seguramente ahí hubieran surgido las mismas inquietudes a cerca de la conveniencia (o no) de la decisión, y también en ese momento tal discusión hubiera sido irrelevante.
Así que ahora lo importante es alentar un debate (en la medida de lo posible informado y razonable) sobre lo que significa (o puede significar) para El Salvador –con su historia, sus condicionamientos, sus recursos y sus problemas— establecer relaciones con un gigante de la economía mundial, como lo es la República Popular de China. Se trata de generar un clima de reflexión madura, razonable, realista y crítica a cerca de las posibilidades que se le abren al país en sus relaciones con esa nación, pero también a cerca de los desafíos que se le vienen encima si aspira a capitalizar (no solo en lo económico, sino también en lo científico, lo técnico y lo cultural) todo lo que China puede aportarle.
O sea, a El Salvador se le abre un amplio horizonte de posibilidades de desarrollo que todavía no son una realidad, y que para serlo nos obligan a un cambio, primero que todo, de mentalidad. Si no posicionamos en nuestro imaginario individual y colectivo lo que significa contar con China como un socio estratégico será prácticamente imposible comenzar a dar los pasos que nos permitan trascender de ser un país que siempre espera caridad a ser un interlocutor que tiene algo importante que ofrecer a cualquier nación del mundo.
Por supuesto que tenemos derecho a ensayar rutas de desarrollo distintas a las que históricamente hemos tenido. Visto desde el lado de nuestra condición de nación reconocida internacionalmente como soberana, no tenemos ningún impedimento para establecer relaciones con cualquier país del mundo. Visto desde el lado de la República Popular de China, es una nación que goza no solo de un reconocimiento en el concierto internacional (avalado por su pertenencia al Consejo de Seguridad de la ONU), sino de un liderazgo político indiscutido. Si se suma a ello su condición de ser una potencia económica y, por ello, con una influencia extraordinaria en la dinámica económica mundial, no hay motivo de escándalo en que el Gobierno salvadoreño haya decidido establecer un vínculo diplomático con ella. Es una decisión oportuna, necesaria, urgente y audaz.
Nuestro vínculo histórico con EE.UU. está lleno de luces y sombras. Prácticamente, la ruta de desarrollo que hemos seguido desde el siglo XX ha estado circunscrita a aquello que EE.UU. ha impuesto, sugerido o permitido. Ocupando el último o penúltimo vagón de las prioridades de ese país, nunca pudimos (o quisimos) comprometernos con opciones que, sin excluir a EE.UU., no nos ataran a sus designios. China no solo se nos presenta como una gran opción que nunca tuvimos, sino que abre las puertas a otras opciones que el amarre casi exclusivo con EE.UU. nos impidió considerar como factibles.
No se trata de romper o enemistarse con esta nación; al contrario, se deben cultivar y fortalecer las relaciones con EE.UU. en aquello que tienen de positivo, no solo en lo económico, sino en lo político, lo social y cultural. Pero las pretensiones imperialistas de su actual gobierno no nos hacen ningún bien (lo mismo que no nos lo hicieron en el pasado las de otros gobiernos estadounidenses). El vínculo con China (y con cualquier otra nación de la tierra) nos puede ayudar a enfrentar chantajes que se derivan de nuestra dependencia de EE.UU. Un país como el nuestro nunca debió darse el lujo de poner todos los huevos en una misma canasta (algo que descubrieron, hace mucho tiempo atrás, las naciones que decidieron prosperar y mejorar la vida de sus ciudadanos).
Sin embargo, para que las enormes posibilidades que se abren no se queden como sueños irrealizados es necesario comenzar a dar un vuelco cultural de envergadura. No podemos seguir cultivando una forma de ver la vida y actuar oportunista, aprovechada, del éxito fácil, de la “viveza” y de la irresponsabilidad. En el actual contexto social y económico mundial el conocimiento científico, la moral ilustrada y la democracia van de la mano. Tenemos que avanzar hacia un tipo de cultura que cultive esas dimensiones del saber, la vida y la moral, no solo creer que basta con aprender a hablar chino (ruso o japonés) para que todo se dé por añadidura (como se suele creer que sucede con el inglés). Solo ciudadanos con una cultura científica, laica e ilustrada van a ser capaces de ser interlocutores legítimos y merecedores de respeto por parte de unos ciudadanos chinos que caminan aceleradamente en esa dirección.
Por último, en lo que se refiere a Taiwán -en tanto no defina su condición en relación a China- no puede esperar un trato como un Estado independiente y soberano, pues no es reconocido como tal en el concierto de naciones (salvo por una veintena de países). Esto no tiene nada que ver con simpatías o antipatías, o con sentimientos personales, pues apunta a un marco de relaciones internacionales a las que los Estados deben circunscribirse. Es el estatus jurídico de Taiwán el que debe marcar la pauta del tipo de relación que pueda establecer con cualquier nación y no los deseos de sus actuales dirigentes, o de sus aliados interesados solo en prebendas recibidas a cambio de un vínculo diplomático espurio.