Víctor Corcoba Herrero/Escritor
De los fracasos también se aprende, y este modo de fortalecerse y de madurar de la experiencia vivida, no es únicamente una actividad del entendimiento, sino también del corazón. Hay un deber personal de superarse cada cual consigo mismo, reorientándose la propia existencia hacia un desarrollo pleno (nadie puede vivir por otro), pero también hay un deber comunitario del que no podemos desinteresarnos, pues la solidaridad es también una obligación de nuestra específica condición humana. Fraternizarse es algo congénito. El mundo ha de recrearse como familia.
Aquella sociedad que realmente quiere avanzar humanamente, lo primero que debe de hacer es hermanarse y vencer el temor a la frustración. Uno tiene que saber elevarse por sí mismo y no desesperarse jamás. Lo trascendente radica en el esfuerzo, en el tesón permanente de buscar nuevas oportunidades, dejándose acompañar, y activando la inagotable creatividad que todos, absolutamente todos llevamos inherente a poco que la trabajemos.
Podemos fallar en muchas cosas, pero nunca hay que tener recelo a recuperarse. Es cuestión de voluntad, de convertir los errores en vivencias de reposición. A propósito, se me ocurre pensar, en esa decepción colectiva de no actuar de manera temprana y contundente contra el cambio climático, cuyas emisiones de contaminantes aún no han cesado verdaderamente. Hoy sabemos que las naciones del G20 representan colectivamente el 78 % de todas las emisiones; pero solo cinco miembros de ellas se han comprometido con un objetivo a largo plazo de cero emisiones. Sin duda, todo ser humano necesitará contribuir mucho más a los efectos colectivos, impulsando nuevas transformaciones de las economías y de las sociedades, aumentando la ambición de un panorama más saludable para todos, empezando por contener la deforestación y prosiguiendo con un futuro esperanzador, en el que la energía renovable active esa economía circular que incluye actividades como el reciclaje y la reparación.
Sea como fuere, hay que convencerse para poder vencer el temor al fracaso. No hay secretos para el éxito. Este se alcanza tomando medidas, esforzándose arduamente y aprendiendo del camino recorrido. En este sentido, yo también pienso como el novelista británico Graham Greene (1904-1991), “que la Navidad es una fiesta necesaria; necesitamos un aniversario durante el cual podamos lamentar todas las imperfecciones de nuestras relaciones humanas; sin duda es la fiesta del fracaso, triste pero consoladora”, en la medida que nos hace repensar y estar atentos a que no fracase el amor jamás; y si fracasase, hay que tener el valor de ser capaz de tolerar las derrotas, de sobrellevarlas con paciencia, de saber pedir perdón para poder renacer de las cenizas, de ir hacia adelante siempre, como cualquier ser que comienza a despuntar con la mañana. En ocasiones llama la atención nuestra debilidad de reacción. Tal vez nos hagan falta otros liderazgos más impulsivos y coherentes, con el esfuerzo y la autenticidad, que marquen caminos más libres, más conjuntos, con menos divisiones. A mi juicio se están volviendo indispensables otras intervenciones con más sentido natural y ético.
No podemos quedarnos en un mero espíritu sensiblero, que no pasa de las palabras a los hechos. Sin duda, se requieren menos sometimientos a rangos de poder y más libertad de ejercicio, sobre ese bien colectivo que hemos de generarlo entre todas las culturas.
Dejarse manipular es fracasar permanentemente. Además de que nadie se basta por sí mismo, uno tiene que sentirse autónomo para complementarse y poder avivar ese espíritu armónico para el que todos estamos llamados. Ya está bien de que alimentemos todos los vicios autodestructivos, con nuestra pasividad.
Hoy más que nunca hacen falta gestos de generosidad, de aliento y de cuidado en la mejora del ambiente, ante los intereses egoístas de un mercado que todo lo domina a su antojo. El suelo, el agua, las montañas, los bosques, forman parte de nuestra subsistencia.
Cuando tomemos conciencia de esta interdependencia, seguramente cambiaremos estilos, modos y maneras de cohabitar y de ser. Al fin y al cabo, cada existencia lleva implícita una historia de amor, y al final lo que se impone es ese sueño por vivir y esa capacidad de amarnos, aunque la senda sea difícil y a veces tentadora, ante los triunfalismos mundanos, que en vez de retoñarnos para poder florecer, nos resta savia que acaba lapidándonos, al creer que todo es fruto de una conquista personal.
Este endiosamiento -necio a más no poder- es el que verdaderamente es una amenaza para la vida. Ojalá aprendamos a tomar como nuestras esas miradas esenciales, que son las que ponen orden en la mente, y nos instan a tomar otras actitudes más racionales y justas. Por desgracia, el abecedario moral de la sociedad actual no condena la injusticia, sino el naufragio, obviando que todos tenemos derecho a venirnos abajo y a levantarnos. Nadie se confunda: tendremos el planeta que cultivamos los moradores.