José M. Tojeira
El mensaje de la paz, cialis cialis que año con año envía el Papa a toda la Iglesia Católica y personas de buena voluntad desde hace varios lustros, buy viagra buy nos ha pedido en este año 2016 vencer la indiferencia para poder conquistar la paz. No es fácil la petición que se nos hace porque en medio de nuestra cultura individualista la tendencia a la indiferencia, store al menos con quienes no están directamente involucrados con nosotros, suele ser lo más común. Nos puede enojar lo que pasa en otros países pero mientras no nos toque directamente seguimos llevando nuestra vida con tranquilidad. Y muchas veces, demasiadas, en nuestro país continuamos con una profunda indiferencia ante realidades que son claramente injustas y que deberíamos cambiar. Pero cuando nos crean el más mínimo problema o sobrecarga en nuestras tareas habituales, preferimos olvidar o dejar en segundo término problemas que son de interés para todos. Es nuestra forma de indiferencia. Y frente a ella el mensaje papal pone como condición para conseguir la paz el vencerla. Precisamente en estos días de inicio de año resulta importante revisar aquellas realidades que nos resultan de hecho indiferentes, o casi aparecen como tales en nuestro diario vivir.
¿Somos indiferentes a la pobreza? Si podemos hablar de una alta proporción de nuestra población en pobreza, no nos queda más remedio que admitir nuestra indiferencia ante la pobreza. Podemos decir que hay mucha gente preocupada por la pobreza y es cierto. Pero esa preocupación no llega a tener la fuerza que permita un proceso eficaz, veloz y sistemático de salida de la pobreza. Cuando el Gobierno propone una salida mínimamente decente para el sistema de salario mínimo injusto existente, la respuesta no ha sido ni animada, o comprometida, sino más bien callada. La ANEP ha dado una respuesta no sólo indiferente al tema del salario mínimo, sino claramente injusta, hablando de una subida general del tres por ciento. Sin embargo, esa respuesta irresponsable y ofensiva para los trabajadores no se ha convertido en lo que realmente es: un escándalo. Muchos de nuestros medios de comunicación cuestionan, con toda razón, la corrupción y la falta de transparencia de algunos políticos. Pero se quedan mudos ante la escandalosa indiferencia de ricos y poderosos frente a la pobreza y frente a la injusticia de un salario mínimo que condena a una buena parte de la población a vivir en la pobreza. Protestamos contra la violencia e incluso en algunos momentos nos hemos movilizado contra ella. Pero mientras no nos ronde tendemos a verla como algo ya habitual. Echar la culpa al Estado es siempre lo más fácil en vez de preocuparnos por las raíces estructurales de la propia violencia. Si abandonamos la educación de los niños en la primera infancia y la volvemos a abandonar durante la adolescencia, si no apoyamos la vida familiar, si no enfrentamos el mal trato y la humillación a niños y niñas, estamos incubando violencia. Si además pasamos indiferentes ante la desigualdad económica, grave en nuestro país, y convivimos tranquilos con una sociedad que incluso las redes de protección social las organiza de un modo claramente clasista, algo funciona mal en lo que debían ser nuestras preocupaciones ciudadanas y cristianas más profundas.
Nadie debe permanecer indiferente ante la humillación, el desprecio o los golpes dados al prójimo. El Papa en su mensaje nos anima a recordar la promesa del profeta Ezequiel, en la que Dios se compromete a sacar el corazón de piedra de su pueblo y poner en su lugar un corazón de carne. Dios nos llama siempre a la misericordia y a la solidaridad. No puede haber auténtica fe cristiana sin preocupación permanente por los hermanos que sufren. Y lamentablemente pasamos más tiempo preocupados por nuestras ventajas, seguridad, ingresos y bienestar individual que por el bienestar colectivo de nuestra población. La misericordia, la solidaridad y la esperanza son palabras que se repiten en el mensaje del Papa. Y son palabras también que deberíamos grabar en lo más hondo de nuestros corazones. El Salvador no encontrará la paz mientras sus sistemas nacionales de educación, salud, salarios, pensiones, vivienda, agua y medio ambiente continúen estando tan marcados por la inequidad. Una inequidad que cuando es económicamente grave llega a matar y que acaba caracterizándose como una guerra de poderosos contra débiles. Una guerra, en definitiva, que sólo terminará cuando los fuertes acerquen a los débiles a una justa proporción y cercanía con los derechos básicos de toda persona.
En el ambiente politizado y polarizado de nuestro país hay que hacer un alto y mirar a la conciencia. Hay cosas que son demasiado claras. Salarios como los que existen, inferiores a los 250 o 300 dólares al mes, muchos de ellos incluso sin acceso a la seguridad social, son injustos. Como es injusto un sistema de salud pública o de educación que, a través de diferentes métodos, acaba brindando servicios de diferente calidad a clases medias, grupos vulnerables no pobres y sectores claramente empobrecidos. Si ni siquiera nuestra conciencia es capaz de ayudarnos a ver lo malo como claramente malo, poco futuro tendremos por más que hablemos o prometamos. El salario mínimo, que tiene la enorme ventaja de las cifras comparables con las necesidades, nos ofrece hoy un tema de conciencia que sin duda puede convertirse en una lucha contra la indiferencia y en un camino hacia la paz.