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Vendo o cambio mitsubishi lancer 2002 aut con a/c

René Martínez Pineda *

Siempre hablaba usando metáforas sociológicas que yo debía descifrar al reflejo, como cuando, sentada en el corredor viendo llegar la noche para distinguir las estrellas fugaces de las eternas, dijo: “la muerte es un laberinto que me da miedo recorrer a solas, pero no necesito un mapa para regresar a librarte de todo mal”. Eso dijo, mi abuela, domadora de relatos y criadora de recuerdos, al presentir que la muerte pisaba su huerto y que dejaría de ver a todos los que no quería dejar de ver.

Veinte años después, cuando publiqué lo que había escrito sobre ella, descubrí la magia implícita de las palabras, porque pueden convertir a las personas cotidianas en personajes literarios perennes que están llenos de nosotros y esa es, sin duda, la única forma de no dejarlas morir, pues trazamos de mil maneras sus siluetas, sus rostros entrañables, sus miradas, sus gestos y sus colores con la poderosa y siempre cambiante acuarela del recuerdo, difuminando la tautología de un relato simple y sin panoramas, como quien hilvana sobre el corrugado territorio de la memoria los retazos de realismo mágico del país en que decidió alquilar un cuarto. Tenía que escribir sobre ella y sobre ese tiempo. Por supuesto que sé muy bien que estas cosas no le importan a nadie, excepto a mí. Una abuela contadora de historias que llegó de la región central de Porto Alegre; una tía que cambió sus sueños por un salario mínimo; una madre callada y tibia que empacó sus sentimientos para siempre; una flor hermosa que no envejece que está montada en un muro de piedra. ¿Acaso hay mejor genealogía que esa para explicar de dónde vengo y dónde estoy?

Todos tenemos un árbol genealógico, y si sus ramas son las personas que nos anteceden, sus raíces son los principios y compromisos que asumimos, y sus frutos son las cosas que hacemos por los otros, cuyo sabor atraerá a las aves que migran en busca de la consistencia o en busca del lugar propicio para construir sus nidos y con ello construir nuestras vidas en lo bueno y en lo malo, en lo dado y en lo quitado, en lo construido y en lo destruido. Se podría decir que letra a frase, que coma a puntos suspensivos, que palabra a silencio, que párrafo a libro, he venido, gradualmente, fundando en el hombre que soy los personajes que me invento, para que ellos, devolviéndome el favor, me inventen a mí y respondan por mis pecados y fealdad.

A estas alturas, yo sé quiénes han sido los que me enseñaron a vivir a pesar de la muerte que rondaba mí vecindario y a todos ellos los he convertido en personajes, es decir en hombres y mujeres de tinta que sobrevivirán a su muerte. De todos esos maestros la primera fue, sin duda, la mujer más inteligente que he conocido, mi abuela, protagonista en muchos de mis relatos. Después fue el turno de la gente popular y amena que conocí en Ciudad Delgado, burlada por una dictadura militar y por los oligarcas; gente asediada por la policía para que no sólo pensara en conformarse; gente, gentío, multitud víctima inocente de las atrocidades de una justicia injusta. Dos generaciones de combatientes subversivos, los “muchachos y sus muchachos”, desde el comienzo de los años 70 hasta inicios de los 90, pasan por la narración a la que titulé “todos los nombres” para afirmar que no estaban escritos todos los nombre en el muro que reivindica a los caídos en la guerra civil en cuyo martirio están las lecciones de vida más relevantes. Esas lecciones, pasado un cuarto de siglo, permanecen vírgenes en el laberinto de mi memoria, y todos los días, como ritual de iniciación continua y como condena, las resucito en mi almario como un incesante llamado a las armas, y con ello, pienso yo, puedo ganar la ilusión de llegar a ser merecedor de transmitir las hazañas de dignidad de las que fui testigo en el tiempo en el que, para combatir la brujería del cambio social, las hogueras de la Santa Inquisición del Fusil se inventaran un “país de la sonrisa” y, tantito después, un grandioso estadio de fútbol y un centro comercial con las alas enorme que alucinaría a la gente común y corriente de adentro y de afuera, y desde entonces muchos ya no supieron dónde empieza el mar y dónde termina la tierra. Lo bueno es que con la literatura nos podemos inventar la historia que queramos o cambiar la que conocemos, digamos entonces que cuando el asesino estaba a punto de disparar en contra de Monseñor Romero, un arrebato de conciencia lo hizo que diera marcha atrás; o que cuando se le preguntó al presidente de turno si iba a privatizar las pensiones en lugar de responder que “sí”, respondió que “no”, provocando con ello una iracunda insurrección de la verdad histórica.

Al final he terminado creyendo que la vida misma es literatura en movimiento. Lo mismo se puede decir de la memoria histórica. Y es que la memoria se resiste a sus propios recuerdos y olvidos desde que como tal surge en nuestro imaginario, un día crece y otro merma, se resiste a ser traducida a simples palabras, creo que por celos o por dignidad, y es entonces que entra en escena la política clasista para someterla. Pero la memoria es lo que nos permitió convertirnos en seres humanos, así que la pelea no está perdida, no importa si nuestro universo se reduce a unas cuantas palabras o si carecemos de habilidad literaria.

La mujer más inteligente que he conocido me hizo comprender que vivimos en un mundo de ciegos, y que por eso hacemos de la vida una constante humillación que les da impunidad y prestigio a los ricos del mundo; y que por eso la mentira escatológica somete a la verdad colectiva. De modo que escribir es un mecanismo para mantener vivos a los muertos, y al mismo tiempo es el agua bendita para exorcizar al demonio de la ceguera. Aunque en esa batalla contra el demonio, por lo general ocurre que sólo los personajes de los relatos, como eco de la voz de los que no tienen voz, recuperan la vista. Y entonces yo soy la aparición, yo el espectro.

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