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Vergüenza

Orlando de Sola W.

Desde muy pequeños nos enseñan a sentir vergüenza por acciones y actitudes que no coinciden con las costumbres de la comunidad en que vivimos.

Nos regañan porque nos orinamos en la cama, o cuando defecamos en el piso, para que aprendamos vergüenza. Mas adelante, la vergüenza se convierte en culpa, utilizada por el sistema jurídico para someternos. En lo religioso se conoce como pecado, pero la sensación de vergüenza, culpa, o pecado, no la aprendemos todos, habiendo algunos que no la sienten porque no fueron condicionados desde chicos. A esos les llamamos sinvergüenzas.

A mediados del 2012, mientras cumplía una injusta condena por delitos que no cometí, leí en la cárcel una reveladora entrevista que un periódico le hizo a Belarmino Jaime. Lo entrevistaron porque era Presidente de la Sala de lo Constitucional y de la Corte Suprema de Justicia, sin mencionar el hecho que fue testigo en el proceso penal que inició en mi contra. A pesar de ello, declaró que no sentía vergüenza por nada que había hecho en su vida, lo cual demuestra su abundante arrogancia para juzgar a otros, pero nunca a si mismo.

Lo tiempos han cambiado y su jactancia lo arrastra hacia un desencuentro con la sociedad del que no saldrá airoso, pues sus arrebatos de egolatría, vanidad y soberbia lo condenan.

Desde 1991 y  por encargo de mis hermanos, Belarmino Jaime inició un juicio sumario de partición en mi contra. Los indujo a mentir, haciéndolos declarar que desconocían mi paradero, por lo que me juzgaron en ausencia porque era, según él, era “mas expedito”.

Me nombraron un curador para que me representara, pero cuando me enteré del ardid, por un aviso en un periódico, me hice presente. Interpuse un Recurso de Amparo ante la Sala de lo Constitucional y, años mas tarde, la partición fraudulenta que inició Belarmino Jaime fue anulada.

La Sala ordenó al juzgado borrar las hijuelas que resultaron de la partición en el 2006. En el 2007 obedeció, pero tres años después, en el 2010, ese mismo juzgado emitió otra sentencia que contradecía lo ordenado por la Sala. La caprichosa partición volvió a cobrar vida, a pesar que la Sala ya la había anulado.

Esta vez Belarmino Jaime fue asistido por un querellante que nombró en su protocolo, porque no podía litigar sin descaro como magistrado de la Corte. Su presencia y testimonio en el tribunal, sin embargo, fueron suficientes para que me condenaran a cuatro años de prisión, por delitos que no cometí.

Antes de eso Belarmino Jaime había ordenado sustraer los libros de actas de nuestras empresa familiar, forzándome a solicitar nuevos libros para acusarme de falsedad material, un delito contra la fe pública que complementaron con el de administración fraudulenta, el cual probaron con artimañas, incluyendo romper la cadena de custodia en el secuestro judicial de documentos contables. Los originales nunca fueron devueltos.

Los libros de actas que sustrajeron de nuestra oficina fueron devueltos por el propio Belarmino Jaime al juzgado de instrucción, siete meses después de tenerlos escondidos en su bufete para alegar que los nuevos libros que me forzó a solicitar y las credenciales eran falsas. La ley exige que los libros de actas estén en la sede de la empresa, no en el bufete del abogado, ahora magistrado querellante, que además fue testigo para lograr mi condena a cuatro años de prisión.

El que dijo no avergonzarse de nada en una entrevista periodística es un sinvergüenza confeso, pues fabricar pruebas falsas para acusar y condenar a alguien por encargo no es motivo de orgullo.

Por eso en el 2010, cuando Belarmino Jaime era Presidente de la Corte, inicié en la Asamblea un proceso de antejuicio para destituirlo de su cargo y enjuiciarlo. No progresó porque los integrantes de la Comisión de Legislación, asistidos por el Fiscal General de entonces, lo encubrieron.

Después de eso comenzó su estrellato en la Clica Constitucional, que interpreta la Constitución de D’Aubuisson para mantener viva la Guerra Fría y el neo-mercantilismo. Es una vergüenza que personas como el antedicho ocupen cargos públicos, sin siquiera haber cumplido el procedimiento que señala la misma Constitución de D’Aubuisson. Pero el que la hace se la imagina.

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