Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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Siempre nos lo decía mi abuela: es mejor mirarse en el espejo antes de juzgar a nadie. La hipocresía de esta sociedad actual es tan fuerte, que estamos todos los días y a todas horas, haciendo juicios de valor, sin benevolencia alguna. Lo sabemos todo, lo juzgamos todo, hasta el punto que el arrepentimiento del hipócrita es fingimiento por sí mismo. Por si fuera poco el engaño, le ponemos un apasionamiento que raya el atropello, porque al fin también nos creemos dioses. Tanto es así, que cada año, más de un millón de personas pierden la vida debido a la barbarie que avivamos, cuando debiéramos ser gentes de paz y no de guerras. Por cada una que muere hay muchas más con lesiones y con diversos problemas de salud física, sexual, reproductiva y mental. Ante esta atmósfera de crueldades que cosechamos a diario, y bajo este absurdo clima de bestialidades sembradas por todo el mundo, la misma Organización Mundial de la Salud, nos llama a prevenir y a dignificarnos como personas.
Es público y notorio, que las naciones con mayores niveles de desigualdad económica tienden a presentar mayores tasas de mortalidad por fanatismos, y dentro de cada nación las tasas más elevadas corresponden a quienes viven en las comunidades más pobres. Por otra parte, este salvajismo verdaderamente preocupante suele afectar principalmente a personas jóvenes, económicamente productivas. Esto se produce cuando el ser humano, pierde de vista sus bondades y virtudes, encerrándose en su propio egoísmo, lo que le impide ver los auténticos horizontes de belleza que nos circundan. Nuestro comportamiento, que en palabras del poeta y dramaturgo alemán Goethe (1749-1832), “es un espejo en el que cada uno muestra su imagen”, en ocasiones es víctima de esa incertidumbre y división que vive la sociedad actual.
Indudablemente, hay que retornar al encuentro con lo armónico, mediante la clemencia necesaria y los deberes de justicia conciliados para toda la humanidad. Despojémonos de todo odio y activemos el sosiego, empezando por nosotros mismos. Si hay rencor en nuestros corazones, difícilmente vamos a poder reeducarnos el alma. Hay que buscar nuevos lenguajes amorosos, auténticos, que conlleven generosidad para que puedan silenciarse el sonido de las armas. Téngase en cuenta que el impacto sanitario de la violencia no se limita únicamente a las lesiones físicas, su estela de saña deja tras de sí multitud de trastornos mentales, como la depresión, los intentos de suicidio, los síndromes de dolor crónico, entre otros. Los analistas en todos estos desajustes consideran que se puede reducir su impacto, pues al delimitar las causas subyacentes, como el bajo nivel educativo, la parentalidad incoherente, la concentración de la pobreza, el desempleo y las normas sociales que respaldan la violencia, ya tenemos parte del camino andado, mediante estrategias científicamente creíbles.
Desde luego, está visto que los programas escolares de prevención de la violencia son beneficiosos. De igual modo, el fomento de las relaciones familiares. En este sentido, deberíamos impulsar las escuelas de padres en todos los centros educativos del mundo. Personalmente, llevo implicado bastante tiempo en un Colegio al respecto, y he podido comprobar, que el fomento de la participación de los padres en la vida de los niños y los adolescentes a través de programas que desarrollen la alianza entre el hogar y la escuela, a mi juicio, es algo esencial para generar actitudes positivas y enriquecedoras para todos socialmente. Lástima que el 55% de los niños de 3 y 4 años de 74 países no juegan ni realizan ninguna actividad educativa con sus padres, según un recientísimo informe del Fondo de la ONU para la Infancia (UNICEF).
Como quiera que la palabra es el prototipo de la acción, mi apuesta de que la sociedad, en su conjunto, se mire ante el espejo, no tiene otra finalidad que la de reflexionar para salir de esta espiral envenenada de dolor y muerte. No podemos continuar indiferentes ante el sufrimiento de los demás. Hemos de crecer en el amor, izando la autenticidad como bandera y sintiéndonos libres al hacerlo. Esta es la cuestión, mayores estrategias centradas en la comunidad que tienen una eficacia demostrada o son prometedoras para prevenir la violencia: aumento de la disponibilidad y la calidad de centros de atención a los niños; programas escolares para modificar normas y actitudes relacionadas con los problemas de género, y mejoras de los entornos escolares que incluyan las prácticas docentes, las políticas educativas y de seguridad, tal y como propicia la misma Organización Mundial de la Salud.
En cualquier caso, las sociedades pueden prevenir los hechos violentos reduciendo factores de riesgo como el alcohol, las armas de fuego y las desigualdades económicas y de género. Por eso, hoy más que nunca hace falta caminar hacia delante para reencontrarse con otras culturas, y una vez en diálogo, poder defender la dignidad de la persona humana, por encima de cualquier otro interés. Ahora bien, nuestra gran asignatura pendiente es que tenemos que aprender a respetarnos, a reconocer en el otro su valor, sin conceptuarlo a la ligera. En efecto, la sociedad tiene que salir del resentimiento para hallarse en un lugar de sostén y acompañamiento, si en verdad queremos coexistir y cohabitar como especie pensante. Pensemos, que no hay espejo que mejor irradie nuestra imagen, que aquellas palabras vertidas por nosotros.
Naturalmente, es un mal presagio para una sociedad que aspira a confluir ideas, levantar muros o activar contiendas. La guerra en Siria entró a su séptimo año y todavía no se avista un fin del conflicto. Es la peor crisis humanitaria y de desplazamiento desde la segunda guerra mundial. A propósito, UNICEF acaba de hacer un llamamiento financiero de 1400 millones de dólares para sus operaciones de emergencia en Siria, Líbano, Jordania, Turquía, Iraq y Egipto. Hasta la fecha, nos consta, que la llamada no ha tenido demasiado eco, a juzgar por lo poco recaudado, apenas la cuarta parte. Sin duda, es particularmente preocupante esta falta de sensibilidad ante el sufrimiento de muchos niños, madres, ancianos, desplazados y refugiados, víctimas de la violencia de todo tipo. Ojalá aprendamos otros abecedarios de convivencia y dominio. Cada ser humano debe aprender a dominarse así mismo, a no ser un lobo. En este sentido, pienso, que las diversas religiones pueden ayudarnos a permanecer coaligados, pues la paz no ha de vociferarse únicamente en los campos de batalla, sino dondequiera que se desarrolle cualquier existencia humana.
Confieso, por ende, que no me gusta este espíritu de degradación humana que vivimos. Me da miedo esa raíz perversa que nos está contagiando un poco a todos, derivada en parte de una decadencia de la conciencia moral, algo que nos ha deshumanizado hasta extremos que cuesta reconocernos. Contemplando tantos corazones doloridos, vemos, como en un espejo, los sufrimientos de la humanidad y hallamos el deseo del cambio. Estoy convencido de que, más pronto que tarde, vamos a tomar conciencia de nuestra realidad en el mundo para modificar historias que están ahí; en Europa, África, Medio Oriente, Asia y otras latitudes. Sea como fuere, no podemos construir la paz sobre la base de mirar hacia otro lado, hemos de implicarnos y ser más responsables, sobre todo en la única respuesta que puede aportar esperanza y oportunidad: la educación; que es la que verdaderamente nos templa el alma ante las dificultades de la vida. Por desdicha, vivimos un tiempo marcado por una profunda crisis educativa que hace extremadamente complicado transmitir a las jóvenes valores básicos. Creo, pues, que el mundo tiene que empezar a mundializarse humanamente con programas que impulsen reglas de convivencia, nuevos modos y maneras de andar por el planeta, al menos siendo más considerados con todo lo que nos acompaña en el viaje por la vida.