José M. Tojeira
La falta de cultura en Derechos Humanos, se advierte con claridad cuando se desprecia o se olvida a las víctimas. Los Gobiernos del FMLN han tenido más sensibilidad que los de ARENA, pero queda todavía mucho por hacer. La famosa Comisión ad Hoc de la Asamblea, compuesta por personas comprometidas en el pasado con graves violaciones de Derechos Humanos, deja entrever esa cultura de desprecio a las víctimas, lo mismo que el famoso borrador presentado para el estudio de la así llamada “Ley de Reconciliación”. Y es en ese campo de la cultura en el que debemos detenernos a reflexionar. De hecho la solemne declaración de los Derechos Humanos de 1948, debe mucho a las víctimas de la brutalidad de la segunda guerra mundial, especialmente al sufrimiento de crímenes sistemáticos y fríamente organizados contra etnias, pensamiento religioso y población civil indefensa. Las víctimas impactaron de tal manera la conciencia de los países en guerra que la declaración universal de los Derechos Humanos, fue necesaria e ineludible.
Entre nosotros el reconocimiento de las víctimas ha sido impulsado por la sociedad civil, con mucha más energía que por la sociedad política. Aunque no por toda la sociedad civil, puesto que, por ejemplo, amplios sectores empresariales han tendido más a promover el famoso “perdón y olvido” que el lógico y adecuado proceso de verdad: justicia, reparación y compromiso de no repetición. Decir que la barbarie del pasado hay de dejarla de lado, es la mejor manera de apoyar la repetición de graves abusos de derechos básicos de la población. La memoria es parte de la esencia tanto de las personas como de las sociedades. Es la memoria de nuestra propia historia la que puede ayudarnos a forjar un futuro diferente. Si en una sociedad como la nuestra, con violencia generalizada, sepultamos a las víctimas en el olvido, el resultado será la perpetuación de la misma violencia.
Desarrollar un proceso adecuado de justicia transicional y restaurativa con las víctimas de graves violaciones de Derechos Humanos, nos ayudará sin duda a tratar mejor a las víctimas del presente; porque tampoco las víctimas del presente, especialmente si son pobres, tienen la adecuada protección o defensa del Estado.
A los que viven bien en nuestro país les falta con frecuencia capacidad de indignación frente a la injusticia. Y por eso la injusticia está bastante presente en nuestra historia. La solidaridad se da en El Salvador, en el momento de las catástrofes. Pero generalmente dura poco en el tiempo. La justicia es lenta, poco precisa y en bastantes ocasiones arbitraria. La compasión pocas veces nos lleva a la acción y con frecuencia los sectores bien establecidos, se alejan de las realidades de la población sufriente. Y en lejanía con el añadido frecuente de la ignorancia, es casi imposible tener compasión. Frente a esta realidad, las víctimas nos ayudan a cambiar de actitud. El contacto con las víctimas provoca inmediatamente indignación ante lo injusto; la indignación nos lleva a la compasión y esta a la solidaridad. Y nos impulsa también a buscar y exigir lo que nuestra Constitución garantiza y que se llama “pronta y cumplida justicia”.
Algunos que se consideran prohombres o personalidades salvadoreñas, no se han dado cuenta de las potencialidades de las víctimas para construir la paz. Y no hablo de militares o de violadores de Derechos Humanos. Abogados, jueces, profesionales bien establecidos, ven a las víctimas como personas con mala suerte. Todo lo más que sienten es lástima por ellas, pero no les cuestionan en su diario vivir profesional o personal.
Su educación cultural les lleva a ver a las víctimas como los fracasados de la historia y simplemente prescinden de ellas. Y sin embargo son las víctimas, la sensibilidad humana ante las víctimas las que han llevado a la humanidad a grados cada vez mayores de civilización. La paz tras nuestra guerra civil, es más mérito de las víctimas de la guerra que de los firmantes de los acuerdos de paz. Fueron ellas las que levantaron un clamor interno e internacional de indignación ante la brutalidad de nuestra guerra. Fueron ellas las que generaron una solidaridad intensa que abocó a las partes al diálogo. Fue San Óscar Romero, cuya fiesta acabamos de celebrar, y otras muchas víctimas las que movieron a Mons. Rivera, María Julia Hernández, el cardenal Rosa Chávez y tantos otros y otras, a trabajar esforzadamente por la paz. Las víctimas los sensibilizaron, los llenaron de compasión y los impulsaron a pedir justicia. Esa justicia que los insensibles ante el dolor de las víctimas, no quieren que se lleve a cabo.