José M. Tojeira
No hay duda de que las críticas presidenciales a los Acuerdos de Paz tuvieron un efecto boomerang. La gente se indignó con lo que a todas luces se podía leer como un desprecio a las víctimas y celebró con mayor intensidad que nunca el día de los Acuerdos. Con la ventaja de que, en vez de discursos aburridos de políticos profesionales, la gente expresó su solidaridad con las víctimas y con la memoria de ellas. El intento presidencial de recuperar terreno llamando día de las víctimas al 16 de enero resultó intrascendente. Aunque el presidente sea experto en invertir en una apabullante publicidad que aparece por todos lados, sus errores de gobernante ingenuo y caprichoso, desde la toma de la Asamblea en febrero pasado hasta su discurso contra los Acuerdos, le van restando credibilidad. El tema de las víctimas es muy serio y no parece que a nivel gubernamental se tenga una reflexión adecuada al respecto.
De hecho, la memoria de las víctimas no puede verse como equivalente a un simple recuerdo emocional de una injusticia pasada. Las víctimas nos hablan de una justicia no realizada que nos deshumaniza. Nos cuestionan también sobre el tipo de historia que vivimos, que solo sabe funcionar si produce pobreza, injusticia, víctimas y cadáveres. Y, por supuesto, nos invitan a construir otro tipo de historia. Los Acuerdos de Paz fueron un inicio de esa conciencia que nos decía que no tenía sentido, ni racional ni humano, el matarse entre sí para tener poder político. Pero firmada la paz, aunque se dio el paso de no matar, se perpetuó en la política la trampa, el insulto y la maniobra política, así como la catalogación y división de las personas en superiores e inferiores. Se dio un paso, pero se continuó despreciando la igual dignidad de los salvadoreños al mantener en privilegios desmedidos a unos y dejar en la pobreza o la vulnerabilidad a la mayoría. La polarización no es un fenómeno reciente en el país, aunque a veces tenga mayor visibilidad en el campo político que en el campo económico y social.
Hace años algunos sectores se indignaban cuando se hablaba de cambiar el sistema. Estaban cómodos en el suyo y suponían, con cierta razón, que otros querían arrebatarles su comodidad y bienestar. Pero lo que las víctimas nos exigen desde la memoria de ellas no es que apliquemos al país un sistema distinto o inventemos un nuevo, sino que cambiemos el modo de hacer historia. Y que empecemos a construir una historia comprometida con la tarea de no producir víctimas. Porque estamos produciendo víctimas si generamos pobreza con nuestro modo de hacer negocio, si desde el estado se privilegia a unos más que a otros, si fallamos a la hora de prestar un servicio educativo o de salud digno e igualitario, si dañamos el medio ambiente de un modo severo, si generamos desigualdades económicas escandalosas o si somos incapaces de poner agua potable en el interior de todas las viviendas de El Salvador.
Son tareas largas las que nos quedan por delante, si queremos construir un país sin víctimas. Y eso no se logra ni con promesas, ni con discursos, ni con decretos. Es necesario mucho más diálogo y, por supuesto, más transparencia en el diálogo. Y es también indispensable poner una cuota de generosidad y sacrificio de parte de quienes tienen mayores posibilidades, sean éstas económicas, intelectuales, políticas o sociales. Los pobres y los vulnerables tienen ya impuesta su cuota de sacrificio y con frecuencia es demasiado grande. Muchos de ellos son víctimas de una sociedad injusta. Lograr una justicia más paritaria y un equilibrio en las posibilidades de desarrollo personal es indispensable para comenzar en serio a disminuir el número de víctimas que nuestro país produce. Si logramos que la memoria comprometida con el dolor de las víctimas no nos abandone, será mucho más fácil construir un futuro cada vez con menos víctimas.