Luis Armando González
En la vida académica, hay dos ejes centrales que la caracterizan: la actividad docente y la actividad investigativa. De ellas se derivan otras que la enriquecen y completan: las publicaciones, los foros, las conferencias, los seminarios y, en fin, todas las actividades en la que el debate de ideas es el caldo de cultivo de otras mejores. En los momentos estelares civilizatorios, como los tenidos en el siglo V a.C. en la Grecia antigua o como los tenidos en el Renacimiento o la Ilustración, la vida académica ha florecido en sus distintos componentes haciendo de los seres humanos un poco más humanos.
Todo ello, sin embargo, no se ha logrado sin avances en la libertad, es decir, en las capacidades y posibilidades de autonomía por parte de los individuos que se vieron inmersos, como protagonistas, en esos procesos civilizatorios que tienen al conocimiento como motor. Es inconcebible pensar en Heráclito y Demócrito; en Sócrates, Platón y Aristóteles; en Giordano Bruno, Copérnico, Kepler y Galileo; en Voltaire, Newton o Darwin como hombres no libres. Y cuando la libertad de algunos de ellos fue constreñida su creatividad desfalleció, como lo muestra el caso emblemático de Galileo. Estos autores necesitaban de la libertad para aportar a la humanización de nuestra especie; pero, a su vez, la hicieron avanzar, incluso en casos en los cuales –como en Sócrates o Giordano Bruno— la muerte fue el precio a pagar.
¿Cuál libertad? En principio, la libertad genérica que involucra desplazarse sin controles por un territorio determinado, vivir en donde se desea y tener las amistades que cada quien elige. En segundo lugar, libertades más específicas como las de leer lo que se quiera, pensar sin interferencia de otros y opinar sin controles externos. Y, en tercer lugar –en lo que corresponde directamente a la vida académica—libertad para enseñar a otros, investigar los fenómenos de la realidad (natural y social) y publicar los resultados de lo que se investiga o las valoraciones u opiniones que se tienen sobre ello.
Al menos desde el siglo V a. C., se fraguó un estrecho vínculo entre libertad y vida académica, vínculo mediante el cual la primera se ha convertido –a lo largo del tiempo— en un soporte de la segunda, que, a su vez, ha venido haciendo avanzar las conquistas de la libertad. Ahí donde ese vínculo se rompe o de se debilita, tanto la vida académica como la libertad salen perdiendo; por tanto, también salen perdiendo los seres humanos y sus posibilidades de humanización.
¿Cuál es la mayor amenaza para ambas? Los controles de todo tipo que constriñen la libertad tanto en sentido amplio como la libertad requerida por la vida académica. En lo que concierne a la docencia universitaria, por ejemplo, los controles burocráticos o mercantilistas propenden a agotar las energías docentes en prácticas ajenas a la enseñanza (que es la razón de ser de un docente), mismas que están orientadas a que el profesor “pruebe” que ha dedicado tantas horas de trabajo a determinadas actividades. Registrar esas “pruebas” y remitirlas a la persona que corresponde –que, a lo mejor, puede solicitar al remitente nuevas “pruebas”— interfiere con lo que en verdad importa en el ejercicio docente. Quizás por aquí se encuentre una pista que ayude a explicar no sólo la falta de motivación para enseñar por parte de muchos profesores universitarios, sino la disminución de la calidad en la enseñanza superior.
En el rubro de las investigaciones, es claro que estas –para realizarse— requieren de libertad por parte de los investigadores. La “pasión” por lo virtual que predomina en distintos ambientes hace creer a muchos que las investigaciones científicas, sin importar la problemática o el ámbito de realidad estudiado, pueden ser realizadas siempre y sólo desde lo virtual, es decir, desde una computadora conectada a Internet. En algunos casos sí; en otros, obviamente, no. De todos modos, esta visión de la investigación “desde el escritorio” –sólo que ahora se le añade la conexión a Internet— se estableció desde hace varias décadas en ambientes académicos en los cuales la investigación real, de campo (fuera del escritorio), desfalleció o nunca tuvo presencia. De estas academias, esa visión de la investigación “desde el escritorio” (que en realidad no puede ser tal por el constreñimiento a la inmovilidad que impone el escritorio) pasó a ambientes institucionales-estatales, en los cuales es sumamente difícil que los investigadores (quienes tienen las capacidades profesionales para realizar investigaciones) puedan gozar de la libertad necesaria para investigar.
O sea, para enseñar y para investigar se requiere libertad. Es al calor de esta última que las primeras florecen. Libertad, por un lado, de impedimentos exteriores (controles, imposiciones y mandatos externos que no permiten realizar ciertas acciones) y, por otro, libertad de autodecisión, es decir, autonomía y capacidad de elegir a partir de opciones y elecciones propias. Ahogar la libertad significa ahogar no sólo la vida académica, sino también la vida civil y política.
Cuesta aceptarlo en unos tiempos en los cuales se ha instalado la idea de que el control total –del tiempo, las actividades, los sentimientos y la vida de las personas— es la ruta directa hacia una felicidad robotizada que sólo torciendo las cosas puede confundirse con la felicidad –siempre teñida de tragedia— humana.