Joaquín Meza
Escritor
A casa de tía Bernarda Sarmiento llegó a vivir Isabel, recipe prima de Rubén, dos años mayor que él, quien encendiera la llama pasional del poeta. Refiriendo aquel amor platónico, Rubén recuerda que el cuento Palomas blancas y garzas morenas[1] contiene aquella experiencia. En uno de los primeros artículos que publicó bajo el seudónimo Jaime Jil, describe la impresión del primer encuentro con la mujer soñada: “A su contacto me estremecí. Sentí en mi corazón una cosa inexplicable. Me parecía que mi rostro se abrasaba”.[2] Tenía entonces el poeta sólo trece años. En cierta ocasión, recuerda, en los primeros días de la escuela, su maestra lo castigó por haberlo encontrado “en compañía de una precoz chicuela, iniciando, indoctos e imposibles Dafnis y Cloe, y según el verso de Góngora “las bellaquerías detrás de la puerta”.[3]
El romance iniciado con la prima Isabel no fructificó, ya porque lo impedía la relación de parentesco o por la mayor edad de ella. Lo cierto es que la prima fue la causa del primer desengaño amoroso que el poeta sufrió. A pesar de ello todavía no había experimentado la “erótica llama” con que Hortensia Buislay le incendió el corazón. Era ella “una púber saltimbanqui norteamericana”, hija del empresario de un circo que se instaló en León, en 1882.
Por instancia de algunas personas decide ir, con la bendición de tía Bernarda, a Managua y en enero de 1882 se encuentra esperando que el presidente Joaquín Zavala, ante quien fuera presentado como el niño poeta que comenzaba a dar nombre a la patria, le concediese una beca para viajar a España a completar sus estudios. Pese a sus deseos y expectativas, Zavala respondió que por orden del Congreso, del que “era presidente un anciano granadino, calvo, conservador, rico y religioso, llamado don Pedro Joaquín Chamorro” hubo oposición, resolviéndose que “el gobierno hará colocar por cuenta de la Nación, al inteligente joven pobre, don Rubén Darío, en el plantel de enseñanza que estime más conveniente”[4] Aquel decreto de la alta Cámara debió ser un duro golpe para Rubén, el que aunado al despecho que le causara Isabel, lo hizo desistir de su ingreso al Instituto de Oriente, de Granada, que se le asignó como centro educativo.
Por aquellos días regresó a Managua Román Mayorga Rivas (1864 – 1925), joven poeta nicaragüense que dejaba en preparación en San Salvador una valiosa “colección de poesías de los bardos de la República del Salvador”, titulada Guirnalda salvadoreña.[5] Tratando de restañar las heridas que le dejara la pasión por la prima, Rubén viaja a Managua, donde se encuentra con “Elena, la graciosa, la alegre, …el nuevo amor”, con quien quiso matrimoniarse a los quince años, de no haber sido porque al comunicarlo a sus amigos, éstos se carcajearon y “me juntaron unos cuantos pesos, me arreglaron un baúl y me condujeron al puerto de Corinto, donde estaba anclado un vapor que me llevó enseguida a la República de El Salvador”.[6] Sin embargo para Salvador Guandique,[7] el verdadero motivo del primer viaje de Rubén Darío a tierras salvadoreñas fue el haberse “enamorado furiosamente” de la maromera Hortensia Buislay, que se instaló con el circo de su padre en San Salvador.
Lo cierto es que por aquellos días, presumiblemente en junio de 1882, Darío escribió un poema que llamó Ingratitud, en el que dice entre otras cosas que
Busca su planta otro suelo:
Aquella atmósfera quiere,
Donde el talento no muere
Sin esparcirse en su cielo.
[…]Melancólico y sombrío,
Allá va. ¿Sabéis quién es?
Oíd, si lo ignoráis, pues:
El vate Rubén Darío.
La vida afectiva de Rubén Darío en El Salvador está llena de episodios amorosos, pese a lo cual el poeta se consideraba desdichado. Cuenta don Tranquilino Chacón, periodista costarricense asilado en nuestro país, redactor del periódico La Unión (1889), fundado por Darío a instancia del general Francisco Menéndez (1830 – 1890), entonces presidente de la república, que en cierta ocasión Rubén se quejaba en San Salvador con una dama. “-Lo que sucede, querido poeta, es que se le ve a usted a mucha altura, y, además, las muchachas no le creen… -¡Ah! con que me creyera una siquiera –exclama Rubén canturreando: Nada más triste que titán que llora / hombre-montaña encadenado a un lirio…[8]
Pero más que su carisma de poeta, fueron sus poemas los que le valieron por aquellos días de adolescente para obtener algunas conquistas amorosas: Fidelina, Rafaela, Julia, Mercedes, Narcisa, María, Victoria, Gertrudis… son sólo algunos nombres que recuerda de las muchachas que, pese a su precaria condición económica de entonces, retribuyeron con más de algunas sonrisa los versos del poeta.
El listado de conquistas amorosas de Rubén Darío puede agrandarse con los nombres de muchas más mujeres. Sin embargo el señor Chacón dice que “no era el poeta un enamorado, sino un amante de toda belleza y de toda gracia, donde quiera que se encontrara. ¿Amaba a alguna mujer en particular? Yo no lo supe sino después de ciertas circunstancias. De lo que sí estaba seguro yo, era de que la mujer de quien se enamoraba Rubén, tenía a la zaga por la delicadeza de sentimiento, porque sobre esto el poeta era intransigente”.[9]
En cierta ocasión leyó Rubén entre las páginas del periódico La Unión un cuento titulado Violetas y Palomas, calzado con el seudónimo “Stella”. Inquieto por conocer conocer la autoría de aquella narración, rogó a su amigo Chacón se lo hiciese saber. “¿Queréis saber de la princesa Stella? Pues no os diré sino que la llamábamos así porque era dulce, sideral y brillante como esas blancas y temblorosas margaritas que florecen de noche en el jardín azul divino…”[10] dice evocando la imagen de quien fue su primera esposa, Rafaela Salvadora Contreras Cañas (1869 – 1893), hija del periodista y orador hondureño Álvaro Contreras (1839 – 1882) y de la costarricense Manuela Cañas.
Rafaelita sí creyó en Rubén y le prodigó el amor que el poeta buscaba: “Me vi de pronto envuelto en una nueva llama amorosa”, confiesa. El romance trascendió hasta llegar a oídos del general Menéndez, quien le preguntó en cierta ocasión por qué no se casaba con la señorita Contreras. “Señor –le contestó- es lo que pienso hacer enseguida”. El acto civil se llevó a cabo el 21 de junio en casa de don Tranquilino Chacón, quien junto con el poeta Francisco Gavidia (1865 – 1955), apadrinaron a la pareja. La boda religiosa se realizaría, con la venia presidencial, el 22 de junio de 1890.
Ese día debería efectuarse en San Salvador una gran fiesta militar para lo cual vendrían las tropas acuarteladas en Santa Ana y que comandaba el general Carlos Ezeta, brazo derecho, y diremos casi hijo mimado del presidente de la República. Se decía que había querido casarse con Teresa, la hija mayor de éste. Si no estoy equivocado, había disenciones entre Ezeta y algunos ministros del general Menéndez.[11]
Mientras se daban estos sucesos el poeta se encontraba ya en el hotel al que se había retirado momentos antes. Al enterarse de lo acaecido, realizó lo pertinente para marcharse a Guatemala, pero fue detenido en el puerto de La Libertad por órdenes del general Ezeta, quien puso precio a su cabeza por haberse rehusado servir al régimen. Para librarse de aquella situación difícil, Darío acudió a los buenos oficios del doctor Rafael Reyes (1847 – 1908), amigo personal de Ezeta. Gracias a la intercesión del doctor Reyes, Rubén pudo llegar a la capital guatemalteca el 30 de junio, donde fue recibido por la intelectualidad de aquel país. Sin embargo, el presidente Manuel Lisandro Salinas (1885 – 1895), que profesaba profunda amistad por Menéndez y era enemigo de los Ezeta, conminó a Rubén, so pena de cárcel, para que escribiera su versión sobre el suceso.
La narración de los hechos del 22 de junio de 1890 fue escrita por Rubén Darío bajo el título de Historia negra, publicada por primera vez en los periódicos guatemaltecos El Imparcial los días 2, 3 y 4 de julio de aquel año, y en el Diario de Centro América el 8, 9 y 10 del mismo mes. Posteriormente fue ampliado y reproducido en La Nación de Buenos Aires con un epílogo titulado Carlos Ezeta en Montecarlo, en el que revela el derroche del tesoro público que hiciera aquel tirano en los casinos montecarlinos. En una parte del relato cuenta Darío que
Se había bailado ya buena parte del programa de la noche, cuando apareció el general Melecio Marcial en una de las puertas de los salones de baile. Hay que advertir que la banda santaneca había llegado a tocar cerca de la Casa Blanca pocos momentos antes. Tocaba la célebre y conocida marcha de Boulanger. Alguien preguntó al general Marcial qué era eso: “Es una serenata –dijo- que venimos a dar al señor Presidente”.
El señor Presidente, que había estado todo el día indispuesto, se hallaba en su alcoba, segundo piso del palacio. Desde ese momento comienza la tragedia de esa noche. El general Menéndez había oído el ruido inusitado y comprendió algo de lo que acontecía, tomó su revólver y salió a uno de los balcones. Dicen algunos –porque no lo sabe con certeza ninguno de los que estuvieron esa noche en Casa Blanca- que entonces fue que él hirió a Marcial en la mejilla. El caso es que Marcial, con la mejilla derecha atravesada, entró en el salón de baile y gritó llamando al ministro de la Guerra. Llegó don José Larreynaga, que había salido a hablar con el general Menéndez y quedó preso. Presos quedaron también el ministro Interiano y el redactor del Diario Oficial don Francisco Castañeda. A las puertas de los salones había soldados con los rifles listos para disparar.
Las mujeres gritaban, lloraban, gemían y padecían desmayos. Era una gran confusión. Los caballeros, desarmados y en traje de baile, no se movían. “Garantías hay para las señoras”, gritaba el General Marcial. “No tenga miedo, señorita”, le dijo a una de las señoritas Urrutia, y al decirle esto le manchó el abrigo blanco con la sangre de la herida que tenía abierta. El general Menéndez, entre tanto, después de haber agotado su revólver arriba, bajaba con su espada por la escalera. Al pie lo recibió su familia, su esposa, sus hijos, hasta los más chicos, llorando todos. Y la confusión aumentaba por todos lados, porque la guardia de honor se estaba batiendo, ¡noble cuerpo, el único!, y haciendo retroceder hasta la esquina próxima a una parte del ejército rebelde. Por las calles se oían descargas y gritos de “¡Viva el Presidente Ezeta!” “¡Viva el General Ezeta!”
Menéndez luchaba con la pena y el desengaño ante la infamia y la desesperación de su pobre familia: “¿Qué quieren? –dijo “Que mañana digan que yo he sido un cobarde? Y luego a su señora: “Vaya usted a rezar, que yo voy a cumplir con mi deber”. Y salió a la puerta en un arranque conmovedor y poderoso en su ira noble y honrada.
Pero hubo un episodio antes, su hija mayor, la hija que más quería, esposa del doctor Gregorio Meléndez, Ministro de los aprisionados por Marcial, gritaba en los momentos más terribles: “Que llamen a Carlos Ezeta, que venga Carlos, y él lo aplacará todo”. “Señora –le dijo alguien-: es el General Ezeta el hombre que hoy traiciona a su padre”.
Menéndez llegó hasta el lugar de la guardia, casi hasta la propia calle. Allí siguió hablando: “¡Cobardes! –dijo- ¡Miserables! Si el General Ezeta quiere el Poder, que me lo venga a disputar de hombre a hombre, pero que no derramen la sangre de esos pobres soldados. ¡Infames! con las armas que les he dado me traicionan ahora!”
Hablaba con vibración trágica aquel hombre que era casi inculto, transfigurado, casi sublime ante la ingratitud. Sonó “Viva Menéndez”. Eran los soldados de la Guardia de Honor. Se dice que hasta por parte de los insurrectos que le oyeron, gritaron también “¡Viva Menéndez!”
Él dio unos pasos atrás y cayó, cayó muerto, con la espada en la mano. El doctor Prowe y don Juan Orozco estaba cerca de él. Fue levantado y conducido a la secretaría privada que ocupaba su sobrino, el doctor Juan B. Magaña. Prowe dijo que todavía tenía una esperanza de vida; pero pocos segundos después, se convenció de que era un cadáver. Entonces sucedió una escena digna de un grupo de bronce, o del pincel de un pintor heróico. Menéndez acababa de expirar, y unos cuantos soldados de Santa Ana, de los soldados ebrios de aguardiente en su traición victoriosa, con las dagas asestadas, apuntaban al muerto, se acercaban a la cama en que estaba tendido. Herman Prowe, Juan B. Magaña y Juan Orozco, armados, no permitieron, exponiendo sus vidas, que la soldadesca brutal insultara los restos del patriota víctima de los traidores.
En ocasión de aquel magnicidio y de los sucesos que de él se derivaron, el pueblo salvadoreño popularizó la siguiente cancioncilla, titulada El mango:
En “Casa Blanca”
murió Marcial.
Chico Martínez
lo fusiló.
Carlos Ezeta
lo sepultó
en el Panteón
de San Salvador.
Por su parte, Rubén Darío quiso también consignar el suceso de aquel trágico día en los versos del siguiente soneto:
Menéndez
Los que vieron la patria bandera
Empapada en la sangre de Junio.
Los que oyeron vibrar los clarines
En la diana del lívido triunfo.
Los que al vivo relámpago trágico
Que recorre la Historia del mundo,
Vieron llenos de horror a Espartaco
Y de duelo el espectro de Bruto;
Los que miraron tu límpido nombre
Como enseña de honor y orgullo,
Hoy presentan las armas al paso
Del arcángel vestido de luto
Que es guardián del laurel de tu gloria
En la tierra en que está tu sepulcro.
Siete meses más tarde, el 12 de enero de 1891 Rafaela Contreras, acompañada por su madre, llegó a Guatemala a bordo del vapor “N. A. Clyde”, procedente de Acajutla. Un mes después, el 11 de febrero, Rubén y Rafaela se desposaron en la Catedral Metropolitana. Fueron padrinos Vicente Acosta, Timoteo R. Miralda y Aquileo Echeverría. A la boda asistió la aristocracia e intelectualidad guatemalteca, formada por Carlos Wyld Ospina, Adolfo Drago Bracco, Enrique Hidalgo, José y Carlos Rodríguez Cerna, Carlos H. Martínez, Rodolfo Caldera Pardo, Flavio Herrera, Máximo Soto Hall, Enrique Gómez Carrillo y Rafael Arévalo Martínez, entre otros.
De Guatemala los recién casados se trasladaron a Costa Rica, donde Rubén trabajó en la redacción de La Prensa Libre, entonces dirigido por el migueleño Francisco Gavidia. El 12 de noviembre de aquel año nació en San José su primogénito Rubén Darío Contreras, médico, abogado y literato que escribió, entre varios, un libro titulado Edén cuscatleco (Instituto Cultural Argentino Centroamericano, Bs. As., 1958). También contribuyó a la fundación del Departamento de Siquiatría del Hospital Rosales de San Salvador. Su madre, Rafaela, falleció en San Salvador el 26 de enero de 1893, debido a una complicación cuando era intervenida quirúrgicamente. Tenía Rubén II sólo catorce meses de edad.
Viudo de Rafaelita, pero ya con la fama de poeta consagrado, Rubén volvió a encontrarse con Emelina Rosario Murillo (1871 – ¿?), la “garza morena”, a quien conoció durante la segunda visita que hizo a Managua. Ella “era una adolescente de ojos verdes, de cabellos castaños, de tez levemente acanalada, con esa suave palidez que tienen las mujeres de Oriente y de los Trópicos”, casquivana que lo traicionó, como se auto conmisera el poeta:
Yo di mi corazón a esta doncella,
y se me ha convertido en manos de ella,
juguete de cristal en tiernas manos.
Astuta como es, Emelina renueva su amorío y crea las condiciones para que el poeta firme el acta de matrimonio, en lo cual es ayudada por su hermano Andrés. Cuenta, además, con la participación de “un sacerdote sobornado y un juez sin conciencia” que firman y bendicen aquel acto cuando Rubén se encuentra en la más profunda borrachera. Al recobrar la conciencia y recapacitar sobre lo sucedido, el desposado arregló viaje para Panamá, donde fue nombrado cónsul general de Colombia en Buenos Aires. De Panamá partió a Nueva York en desempeño de actividades diplomáticas.
[1]Darío, Rubén. Autobiografía, p. 24 [2] Jirón Terán, J. Primera impresión, Rubén Darío primigenio, p. 52 [3] Idem, p. 19 [4] Torres, E. Op. cit., p. 24 [5] Mayorga Rivas, Román. Guirnalda salvadoreña, ts. I, II y III, Imprenta Nacional, S. S., 1884; 511, 503 y 401 pp. [6]Darío, R. Op. cit., p. 48 [7] Guandique, José Salvador. Gavidia, el amigo de Darío, t. I, D. P., S. S., 1965; p. 43 [8] s/a. Elogio de Rubén Darío a la República de El Salvador, Biblioteca del Pueblo, Min. de Cultura, S. S., 1967: p. 95 [9] Idem [10] Darío, R. Op. cit., p. 77 [11] Idem.