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Vidas resquebrajadas y ajuste forzado: la cuesta arriba de los argentinos

Buenos Aires/AFP
Liliana Samuel/Sonia Avalos

Una familia hace fila en pleno centro de Buenos Aires por un plato de comida de caridad; otra recorta gastos para llegar a fin de mes. La crisis económica sacude la vida de los argentinos y el horizonte luce incierto.

Miles de personas fueron cayendo en la pobreza en los últimos meses en una dramática combinación de falta de trabajo y aumento de la inflación, sobre todo de alimentos básicos como leche, carne y pan en medio de una economía en recesión.

Daniel Roger es electricista tiene 30 años, desde que quedó desempleado hace un año busca “changas” (trabajos ocasionales). Junto a su esposa Andrea Gómez de 26 y sus dos hijos espera una ración de comida en la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada, sede de la presidencia.

No es fácil dar el paso para acudir a la caridad: “te sentís muy mal, te da mucha vergüenza”, dice Andrea mientras amamanta a su hijo más pequeño. “Antes alquilábamos un departamento, pero no lo pudimos pagar más. Ahora vivimos en un hotel (pensión) en una pieza muy chiquita para los cuatro. Es difícil pagarla y encima nos van a aumentar más”, explica angustiada.

En 2018 el desempleo llegó a 9.1 % y en el primer trimestre de 2019 trepó a 10.1 %.

En un año 268.300 personas quedaron desempleadas sobre doce millones de trabajadores, según datos oficiales. La inflación sumó 47.6 % en 2018 y acumuló más de 19 % hasta mayo de 2019.

Andrea trabaja en ocasiones como suplente de limpieza en edificios y con eso pagan la pensión cada semana. “La comida y los pañales son de caridad”, dice.

-“El dinero ha perdido su valor”-

Su historia se repite a diario en esquinas, plazas, parroquias y comedores donde ONGs ofrecen alimentos y ropa cada noche.

“Para muchos la cena pasó a ser un recuerdo. Esto no se arregla con limosnas, se arregla con política”, sostuvo monseñor Carlos Tissera presidente de Cáritas Argentina, quien asegura que “se está viendo el empobrecimiento de la clase media”.

Con nueve hijos, el mayor de 15 años y el más pequeño de un mes de nacido, la familia de Cintia Sosa (32) nunca fue de clase media, pero tuvo la ilusión del ascenso.

En su pequeña casa en la periferia sur de Buenos Aires tiene un horno industrial, comprado hace unos años con la intención de poner un puesto de pizzas y empanadas. Pero está arrimado a una de las paredes sin frisar, pues no tiene dinero ni para pagar el gas que consume ni para comprar los ingredientes.

“No alcanza, no podemos hacerlo”, dice entristecida.

Su marido mantiene el hogar con contratos temporales como administrativo. Al no ser empleado fijo no le aumentan el salario, explica Cintia “y los precios siguen subiendo”. La heladera se dañó, igual que el lavarropas y no los han podido reparar.

A menudo acuden a comedores de caridad y se las arreglan con la vestimenta que les donan. “Antes yo podía comprarle zapatillas a mis hijos, pero el dinero ha perdido su valor”, se lamenta la mujer quien, sin embargo, destaca con orgullo que todos sus hijos están escolarizados y reciben buena atención médica.

Promesas rotas y placeres perdidos-

La promesa electoral del presidente liberal Mauricio Macri de encaminar al país hacia la pobreza cero se hizo añicos.

Unos siete millones de personas reciben subsidios para paliar la pobreza, pero los pobres son el doble: 14.3 millones de personas de las cuales tres millones viven en la indigencia, según datos oficiales de 2018.

Los programas sociales se sostienen en un año electoral con la venia del Fondo Monetario Internacional, con el que Argentina acordó un programa de ajuste fiscal a cambio de un auxilio de 56.000 millones de dólares a tres años. La inflación rampante y el ajuste fiscal también han hecho trizas los bolsillos de familias con más de un salario.

Las tarifas que hasta 2015 estuvieron subsidiadas, son ahora pesadas cargas debido a aumentos de hasta 1.000 % en gas, luz, agua y transporte.

“El dinero que ahora va a las tarifas es el mismo con el que antes llamaba al pintor o al gasista”, razona Ariel Fernández, de 41 años empleado de una carpintería que vio derrumbarse su economía doméstica.

Con su pareja, una maestra de 42 años y sus hijas, de 5 y 2 años vive en una casa humilde en Mataderos, barrio de clase media baja cedida por los padres de él que se mudaron a una construcción lindera más pequeña.

Entre los dos juntan unos 50.000 pesos mensuales (1.080 dólares), un ingreso superior a los 30.000 pesos necesarios para no ser considerados pobres. Igual no alcanza.

“No queremos lujos, solamente mantener el asado (carne) o los ravioles el fin de semana. No es solo comer, es una reunión familiar que teníamos, algo cotidiano y lo fuimos perdiendo”, lamenta.

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