Carmen González Huguet
Cuatro
El inspector se dio prisa. Fue al banco, compró comida para llevar y regresó a casa. Comió frente al televisor, desgranando las noticias y haciendo zapeo por los diferentes canales del cable. Cuando terminó, le dejó un recado y el pago del mes en un sobre a la señora de la limpieza. Empacó una maleta pequeña y se aseguró de dejar bien cerradas puertas y ventanas. Desconectó cada uno de los aparatos eléctricos incluyendo la refrigeradora. La vació y envolvió toda la comida en dos bolsas de basura que colocó en el contenedor en la acera de la calle. Guardó su reloj, su identificación, la placa de policía, el arma de reglamento, la computadora portátil, el celular y el radio apagados en la caja fuerte. Aparte del reloj, un Omega de 1940 que perteneció a su abuelo, todo lo demás era de última generación. Cuando terminó los arreglos, consultó el reloj en la pared de la sala. Faltaban treinta minutos para la hora convenida. Pidió un taxi y se dirigió al hotel. En recepción le entregaron un sobre. Caminó sin prisa, lo abrió y sacó la llave electrónica. Subió por el ascensor y cruzó el pasillo alfombrado. Colocó la tarjeta plástica en la ranura y bajó el picaporte. Eran las dos mil en punto. Las ocho de la noche. Jaime se sirvió un café mientras Morrison usaba la tele como monitor de la computadora y le fue explicando lo que su agencia ya sabía: que el general Rojas era médico y que había fundado durante la guerra civil guatemalteca una próspera clínica privada.
—Siempre la consideró una especie de seguro de vida. A diferencia de otros militares, este sabía que tarde o temprano la guerra iba a terminar. Y con mucha anticipación se puso a pensar qué iba a hacer entonces, de qué iba a vivir. Tal vez la pensión se le hizo poco, así que empezó a desarrollar varios negocios paralelos. Este es uno de ellos. Y le ha ido bien. La clínica está en la zona diez, una de las más prósperas y exclusivas de la ciudad, ahí donde se ubican los principales hoteles.
El gringo continuó detallando el caso de Trevor Anderson. De todos modos, le dijo, toda la información estaba contenida en una memoria USB que le proporcionaría. Le habló del curso de acción para el día siguiente y, por último, en la pantalla apareció la foto de su contacto. Al ver aquel rostro, el inspector se sorprendió de veras.
—Lo conocés, ¿verdad?
Para qué negarlo. Pero no sabía que trabajara para los gringos.
—No trabaja para nosotros —aclaró Morrison, anticipando la pregunta— aunque tenemos buenas relaciones y nos damos apoyo mutuo… Esta persona es, digamos, un caso especial.
Sí que lo era, admitió para sí Jaime.
—Aunque la información que esta persona puede recolectar es muy confiable, trabaja fuera del aparato policial. Para la PNC de Guatemala este individuo no existe. Y tanto él como nosotros preferimos que así sea. La policía chapina está, como seguro ya dedujiste, muy infiltrada por el crimen organizado. El rostro de Soto decía a gritos: «¿Maje: me estás tomando el pelo?»
—Es nuestro contacto con algo que podría llamarse un grupo «irregular».
El inspector sonrió de modo avieso.
—¿No que ustedes no reconocían ese tipo de organizaciones?
—Depende. Ni tú ni yo somos ingenuos. Mi gobierno está dispuesto a hacer lo que sea necesario para proteger sus intereses.
—Y eso implica aliarse con quien sea.
—No. Eso implica aliarnos con quien nos dé los resultados que buscamos. Aunque te parezca extraño, hay en Guatemala gente que ya se hartó de la situación actual y que quiere ver desaparecer a los corruptos…
—Hay corrupciones y corrupciones. Corrupto es el policía que pide mordida, el adolescente que vende crack en las calles y el narcotraficante al por mayor. Pero también lo son algunos banqueros, empresarios y, de vez en cuando, hasta el presidente de la república. ¿A esos también los van a perseguir?
Dean Morrison miró al inspector con sus ojos transparentes de tan claros.
—Hacemos lo que podemos, ¿no es cierto? Vos y yo en este mundo maldito hacemos lo que podemos. Y este sujeto hace eso: lo que puede.
«Y eso hacían los escuadrones de la muerte en los setenta y ochenta», pensó Jaime con sarcasmo. Sin embargo, no lo dijo.
—Además, vos conocés a este sujeto, ¿no es cierto?
El inspector no contestó. No le daba la gana confirmar la información del gringo. Aunque su silencio no valiera nada, ni negó ni afirmó.
—Y sabés que es de fiar. No te va a dejar tirado con una bala en un pulmón.
Aquello no le gustó. Aunque había sido Jaime el que no había dejado tirado a Morrison con aquel balazo, había un tácito pacto de caballeros: Nunca se habla de ciertas cosas.
—No hay mucha gente en la que se pueda confiar hoy en día. Todo es una merienda de tiburones, matando al mejor postor.
—Ya —concedió Soto—. Suficiente.
—Tu contacto —señaló a la pantalla— vendrá a recogerte a las cuatrocientas. Él te dirá lo demás.
No hacía falta recordarle que debía estar listo. Tenía preguntas, pero ya el gringo se levantaba de la silla. Era obvio que no iba a añadir nada. Jaime calló, se puso de pie y caminaron hacia la puerta. Dean se despidió y dijo:
—El hotel corre por nuestra cuenta, lo mismo que la cena.
Le entregó la memoria USB, que el inspector guardó en el bolsillo. Luego Morrison estrechó su mano y salió. La puerta se cerró y Soto se enfrentó a la soledad del cuarto de hotel.
«Vaya», pensó. Pero no dijo nada.
De la misma forma concienzuda con que hacía todo, empezó a prepararse para dormir.
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