Carmen González Huguet
Cinco
En la mesita de noche el teléfono sonó a las tres en punto. Colgó. Bien sabía que era una grabación. Luego fue hasta el baño, se quitó la piyama y giró ambas llaves. El agua cayó primero fría. Reguló la temperatura y se enjabonó y restregó con un encarnizamiento parecido a la rabia. Después de enjuagarse a conciencia, giró la llave y dejó caer el chorro del agua fría sobre su cabeza durante un rato largo, para despertarse del todo. Tomó una toalla grande y se frotó el cuerpo velludo. Después de colgar la toalla detrás de la puerta, caminó desnudo hasta el dormitorio y encendió la tele. Escuchó CNN mientras se ponía unos bóxers a cuadros azules y blancos, unos pantalones de algodón caqui, una camisa de lino blanco, manga corta, calcetines y mocasines negros. Se sentía inerme e incómodo sin el radio, el celular, la pistola y el reloj, pero ni modo, se dijo. No podía llevar esas cosas al viaje. Estaban demasiado ligadas a su vida como policía. Y sospechaba que en aquella misión iba a ser otra persona. Luego revisó la habitación entera y el baño para no olvidar nada. Había quitado las viñetas a la ropa, a fin de que nada pudiera asociarlo a quien era él en la vida «real». Después cerró la maleta, colocó el candado del equipaje e hizo la cama. Salió del cuarto, se aseguró de que la puerta quedaba bien cerrada y caminó hasta el ascensor. Bajó al lobby y lo notó desde lejos. La alta figura ya lo estaba esperando. Mientras se acercaba hizo memoria de cómo había conocido a Rafael Seigner. Fue poco después del 4 de febrero de 1976. Ese año Jaime iba a cumplir doce. En compañía de otros muchachos exploradores y de su gran amigo Mario García llegaron a Guatemala a ayudar a las víctimas del terremoto. Fue así como terminaron repartiendo víveres y agua, además de aplicar primeros auxilios.
Rafael era un chavo de su edad. También estaba en los exploradores y en el equipo de basquetbol del colegio jesuita. Aquel viaje sirvió para que los tres se hicieran amigos inseparables. «Caramba», pensó el inspector, cayendo en la cuenta de que habían pasado más de veinticinco años. En todo ese tiempo habían coincidido en otras ocasiones y lugares. Eva Segovia, una amiga del inspector, describió una vez a Rafael Seigner como una rara mezcla entre el David de Miguel Ángel y Jason Stratham, el actor protagonista de la película El transportador. Tenía la mandíbula cuadrada, los ojos verdes y el pelo rubio oscuro un poco largo. En verdad, era una curiosa mezcla étnica. Uno de sus antepasados había venido desde Alemania en la segunda mitad del siglo XIX y se había dedicado a cultivar café en Alta Verapaz. También tenía ancestros indígenas, gringos, españoles y una tatarabuela negra que había sido esclava en Jamaica, de donde huyó para establecerse en Siete Altares. Tal vez de ella le venía a Rafael la estatura. O del bisabuelo alemán, que era de oficio boticario. Seigner era tan alto como el inspector y, aunque menos corpulento, se conservaba en excelente forma. Tan pronto lo vio, le dio un abrazo.
—Cuando me lo dijeron, no lo podía creer —admitió.
«¿Qué no podías creer?», se preguntó para sí el inspector: «¿Que fuéramos a conspirar juntos o que ahora no nos importe trabajar al lado de los gringos?». Pero no dijo nada. Después de los saludos bajaron al parqueo y subieron a un Land Rover viejísimo propiedad de Rafael. La pintura, que alguna vez había sido verde, tenía un equívoco tono a mugre. El propietario quiso tomar el volante, pero el inspector se lo impidió.
—Dejame manejar aquí. Conozco mejor el terreno. Cuando pasemos al otro lado, manejás vos.
Ante esa lógica, Rafael cedió. Jaime guardó la maleta en la parte trasera, ocupó el lugar tras el volante y giró la llave. El ronroneo del motor llenó el aire frío. Todavía era noche cerrada y una luna nuevísima y delgada se insinuaba entre las nubes. Por las calles mojadas atravesaron Santa Tecla y se internaron por la estrecha garganta montañosa de Los Chorros. El inspector enfiló hacia la carretera a Santa Ana con el velocímetro rondando los cien kilómetros por hora. Durante el trayecto aprovecharon para ponerse al día. Tenían más de cinco años de no verse. Rafael no había cambiado nada, concluyó al observarlo de reojo. Sabía que era nieto de empresarios y de hacendados cafetaleros, y que siempre había sido la oveja negra de la familia.
Dirigente estudiantil, perseguido político, exiliado… Había estudiado muchas cosas: música, teatro, ciencias políticas… sin embargo, el inspector no estaba seguro de cuál era su profesión u oficio. Le sorprendió de veras lo poco que sobre él le dijo Morrison. Pero concluyó también, con cierta tristeza, que era más lo que ignoraba de su amigo que lo que sabía a ciencia cierta. Mala cosa… Lo observó en silencio. En aquel momento Rafael vestía unos jeans desteñidos, una camisa azul a cuadros y una chaqueta de gamuza color canela. Calzaba viejas botas texanas de cuero café y en su muñeca derecha brillaba un reloj de marca. Aunque todo estaba muy usado, había algo en él que de inmediato denotaba su «extracción de clase», para decirlo en jerga marxista. Jaime no sabía bien cuáles eran dichos signos, si era algo en su modo de andar, o hablar, en sus gestos o en las palabras que usaba. Pero era imposible confundir a Rafael Seigner con un albañil. La clase parecía salírsele por los poros. Tanto, que Jaime Soto, que no era tampoco precisamente un payo, a su lado se sintió como un palurdo.
Dejaron atrás El Congo y el desvío a Santa Ana. El velocímetro del Land Rover subió a ciento veinte y no bajó ni siquiera cuando arribaron a Ahuachapán. Jaime atravesó la ciudad callada hecho un bólido y fue a salir a un camino de tierra al sur de la laguna del Llano del Espino. Transitando por vías que eran verdaderos barrizales, fue acercándose al río Paz. Desde el norte, la corriente se arrastraba por un cauce cada vez menos caudaloso. Con instinto certero, encontró un vado en un sitio en el que el agua se explayaba y la profundidad se reducía. En la parte más honda la corriente tocaba apenas la mitad de las ruedas del vehículo, altas como las de un camión. Jaime aceleró y logró cruzar sin obstáculos hasta la otra orilla. Fue escalando el terraplén y luego avanzó a campo traviesa hasta meterse por un camino vecinal. Cuando desembocaron en la carretera, adelante de Valle Nuevo, Jaime se estacionó en un recodo y le cedió el volante a Rafael. Este puso primera y arrancó. Habían recorrido más de cien kilómetros y apenas eran las cinco y diez. El inspector sacó un disco y lo puso en la ranura del equipo de sonido. De inmediato el rasgueo laborioso de una guitarra flamenca llenó el aire de la cabina:
Ya ves,
el día no amanece.
«Polaco» Goyeneche,
cántame un tango más.
Ya ves,
la noche se hace larga.
Tu vida tiene un karma:
Cantar, siempre cantar…
Al reconocer la melodía y el intérprete, un elocuente silbido de Rafael le dio a entender que alababa su impecable gusto. Jaime confesó entonces que el disco no era suyo, sino un préstamo del doctor García, incurable melómano. Con la voz rasposa de Diego «El Cigala» por fondo musical, dejaron atrás el desvío de Tierra Blanca y Oratorio. Cada vez había más luz y el aire que entraba por las ventanas traía la frescura del amanecer. Rafael llevó la aguja del velocímetro a ciento diez mientras sobrepasaba los pocos buses y camiones soñolientos que se movían por la carretera como tranquilos dinosaurios. Aquel recorrido le gustaba mucho a Jaime. Le fascinaba el ascenso desde el profundo valle del río Paz hasta la llanura de Jalpatagua, para subir de nuevo y bajar hacia Barberena, y luego elevarse a medida que se acercaban a la capital. En Barberena disminuyeron la velocidad para internarse entre ventas y transeúntes. Eran las seis cuando cruzaron Condado Concepción y tomaron las curvas cerradas que descienden poco a poco hasta la urbe. Justo a tiempo, antes de que empezara la estampida de gentes hacia sus trabajos o colegios.
La vegetación abigarrada que describía toda la gama de los verdes prestó su encanto al recorrido. A lo lejos, el majestuoso perfil de los volcanes se destacaba, azul, contra el cielo blanco. El inspector percibió la humedad del aire que ponía una nota fresca en la mañana que recién se iniciaba. Dejaron atrás las torres de San Lázaro y continuaron avanzando por el bulevar Los Próceres.
—Por de pronto —afirmó Rafael— lo que urge es comer. No sé vos, pero yo me muero de hambre.
Fue a estacionarse al sótano de uno de los hoteles de la zona diez. El comedor estaba casi desierto. Era un lunes melancólico de finales de septiembre, tal como advirtió Jaime por el amplio ventanal que daba a la calle, y apenas eran las seis y cuarto. El desayuno bufé era abundante. Jaime se sirvió una generosa ración de todo y Rafael lo imitó.
—¿Y qué ha pasado con Mario? Hace mucho que no sé de él.
El inspector le contó a grandes rasgos la vida del doctor García y le informó de sus hallazgos en la primera autopsia.
—Sí —admitió Sieger—. El general es muy capaz de eso y de otras cosas peores.
—¿Es un cirujano experto?
—No en trasplantes. Pero de seguro tiene a alguien que se encarga de esa parte del proceso.
—Decime una cosa: ¿cómo es posible que este tipo de seres no solo sigan aquí, sino que progresen?
Una sombra ominosa cruzó por los ojos claros de Rafael.
—Porque tienen quien los proteja. Porque a alguien le conviene. Alguien con mucho poder, se entiende. Porque les tienen la cola pateada a los que están arriba, o porque siempre habrá gente con miedo. El resultado es el mismo: seres como el general siguen medrando a costa de los demás. Hasta que alguien les planta cara, o se les acaba la suerte o, más simple: algo pasa y la vida les ajusta las cuentas… y nuestro papel, o mi papel, como yo lo veo, es ayudar a que eso ocurra.
Cambiaron de tema y terminaron el desayuno. Cuando Rafael no lo dejó pagar, Jaime se quedó contrariado. Creía que era de justicia dividir los gastos, pero cedió y agradeció la cortesía. Bajaron al estacionamiento y Rafael arrancó. Le dio una vuelta por la ciudad: Avanzó por la Avenida de la Reforma hasta el redondel del Monumento de la Estrella, dio la vuelta y enfiló de regreso hasta la Trece calle. Ahí dobló a la derecha y giró bordeando la Plaza España. Por la Séptima Avenida se dirigió al norte hasta dejar atrás la Torre del Reformador. Para entonces el tráfico era bastante pesado, pero igual se internó por la zona cuatro, con su enrejado de calles y avenidas cortadas en diagonal. Siguió después hasta el Monumento a la Paz, donde giró y continuó siempre hacia el norte. Salpicó el recorrido con acotaciones y respuestas a las innumerables preguntas de Jaime. A este lo sorprendieron la cruz inclinada y la arquitectura de dulce de la iglesia de Yurrita, el edificio de Correos, con su arco de reminiscencias coloniales, la catedral y sus torres terminadas en cúpulas semejantes a cebollas y la pátina verde del Palacio Nacional.
—Cuando viniste la primera vez éramos niños y la ciudad estaba en el suelo. No pude mostrártela como ahora —dijo Rafael.
Sí, eso era cierto, pensó Jaime. Y las otras veces, tampoco. Bien porque andaban complicados ambos en cuestiones políticas y salir a la calle era suicida, o porque había cosas más urgentes de qué ocuparse.
—Bueno —reconoció—, la verdad es que nunca hemos tenido tiempo de hacer turismo. Ni ninguna otra cosa. Y creo que este viaje no será la excepción.
Sí, también Rafael era consciente de ello. A pesar de todo, siguió avanzando hacia el norte y lo llevó a conocer el mapa en relieve. Subieron a uno de los miradores y le preguntó:
—¿Por dónde más o menos encontraste los barriles?
Jaime le señaló el punto y Rafael se hizo una idea.
—Pero con las coordenadas del GPS puedo darte la ubicación exacta. ¿No podríamos averiguar en el Registro de la Propiedad quién es el dueño de esos terrenos?
Rafael movió la cabeza de lado a lado, en una muda negativa. El registro, como cualquier otra oficina, sobre todo una tan sensible, podía estar infiltrado y, si alguien preguntaba por determinada propiedad, de seguro alertarían al dueño. Pero, además, la finca podía haber sido registrada por un prestanombres. Esa información no sería concluyente.
—Creo que mejor te muestro lo que tengo sobre el general —repuso.
Diciendo esto, salieron de aquel sitio y Rafael condujo hacia el sur. Para entonces eran casi las nueve y la marea del tráfico empezaba a bajar. Desembocó en el anillo periférico y atravesó el puente El Incienso.
Por los bulevares El Naranjo y San Nicolás fue a salir a Mixco, cerca de la colonia Molino de las Flores. De ahí en adelante tomó la carretera Interamericana con rumbo a San Lucas Sacatepéquez. Mientras recorrían esas calles, Jaime le dio los detalles que recordaba de la autopsia.
—Necesito ponerme en contacto con Mario —dijo el inspector.
—Vamos a ver cómo hacemos. Morrison me pidió que te fabricara otra identidad. Una identidad chapina. Y para eso ayuda que te dejés la barba…
Jaime se rascó maquinalmente el mentón. Perfecto. No tendría ningún problema con eso. Entre tanto, Rafael giró y condujo bajo el paso a desnivel antes de enfilar hacia Santa Lucía Milpas Altas. Al inspector el panorama le pareció espectacular en aquella zona de la cuesta de las Cañas. Las altas cumbres se arropaban en una gruesa colcha de vegetación. El cielo iba despejándose poco a poco, a medida que el sol iba subiendo. Aun así, el aire que se filtraba por la ventanilla se le antojó a Jaime una fría caricia que refrescó su frente y sus pómulos. Pocos minutos más tarde rodaban por las calles empedradas de la Antigua, la colonial ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, como es su nombre oficial. Entre tanto, Rafael le contó la historia de sus tías abuelas por parte de padre. Habían sido once mujeres, y por último había nacido el abuelo, que se llamaba, como él, Rafael Seigner. Y a todas sus hijas el bisabuelo alemán, que era un apasionado botánico, les puso nombres de flores: Azalea, Azucena, Camelia, Dalia, Hortensia, Iris, Jacinta, Margarita, Narcisa, Rosa y Violeta. Quizás esta pasión floral hizo que al cabo naciera el ansiado varón.
—¿Te imaginás? Once hijas… Ahora vamos a la casa de la tía Violeta —aclaró.
—¿Vive todavía?
—Sí. Es la única sobreviviente. A ella le quedó esta casa que vas a conocer. La tía Violeta nunca se casó. Cuidó de su padre hasta la muerte.
Condujo hacia el norte, a un costado del Cerro de la Cruz, y se adentró por aquel panorama de montañas verdes. Un rato después, rodeada por un alto muro encalado en el que escalaba una buganvilia roja, apareció una casa que era, más bien, una quinta campestre. Rafael marcó un número en su teléfono celular y en pocos segundos le abrieron el enorme portón metálico. Fue a estacionarse en una extensión de grava, debajo de un enorme árbol de ocote que alfombraba con sus agujas la explanada del parqueo. Bajaron el equipaje y caminaron hacia la casa por un sendero de lajas de piedra. Rafael abrió con su llave y lo hizo pasar a una sala espaciosa. Los muebles eran cómodos, tapizados con telas de vibrantes colores que contrastaban con las paredes blancas. El florido diseño de una alfombra persa destacaba contra el piso de madera. La chimenea de granito gris se abría en una de las paredes. En la opuesta, el amplio ventanal mostraba el patio con su fuente cantarina y los rosales que crecían a su alrededor.
La casa tenía la estructura de un claustro: cuatro corredores de dos plantas en torno a un patio. Las paredes eran blancas y el tejado rojizo. La rodeaba un extenso jardín con el césped podado con esmero, canteros de flores y añosos árboles. Más allá había una piscina color turquesa rodeada por un área embaldosada con ladrillos de barro. Ahí, varias sillas largas invitaban a tomar el sol. Después de llevar el equipaje hasta los dormitorios, fueron a saludar a la anciana. Era una adorable viejita de cabellos blancos y ojos azules. A pesar de que contaba ochenta años, su pensamiento era muy lúcido. Después de las presentaciones, Rafael se dirigió a su despacho, que estaba en el sótano. Ahí abrió la gaveta de uno de los archivadores y sacó una bolsa hermética grande. Se la tendió. Dentro había un teléfono inteligente con su respectivo cargador, un reloj Casio con altímetro, barómetro, termómetro y brújula, cédula, pasaporte, partida de nacimiento y cuatro tarjetas de crédito, todo a nombre de Diego Barahona. Al examinar la cédula, Jaime se sorprendió al ver que era su rostro el que aparecía en ella. Según los documentos, había nacido en Escuintla el 25 de julio de 1964. Miró a Rafael, interrogante, pero este calló. Por toda respuesta, mientras Jaime guardaba sus nuevos documentos, sacó el dossier del general y comenzó a hablarle del personaje. Cuando concluyó su larga exposición, el inspector le mostró las fotos que había tomado en su celular y de las que había hecho copias en papel fotográfico: los barriles dispersos en ambas orillas del río, la autopsia de Candelaria Bermúdez, el tatuaje, la cara desolada de Lidia y la foto que esta le envió de su hija, con Samanta al fondo.
—¿Reconocés a esta mujer? —preguntó.
Rafael negó. De todos modos, este bajó las fotos a su computadora. Hizo copias impresas y amplió el retrato de Samanta.
—Quizás a alguien sí le resulte conocida esta cara —repuso.
Guardó la foto y le dijo:
—¿Qué te parece si almorzamos?
Solo entonces el inspector cayó en la cuenta de que ya era la una de la tarde. Pasaron al comedor. La tía Violeta comía en su cuarto, aclaró Rafael. Ellos almorzaron solos. Después, salieron al corredor y se tendieron en sendas hamacas. Mientras el inspector se echaba un cigarro, Rafael tomó la guitarra y comenzó a desgranar las notas de una melodía desconocida. Desde niño, su gran pasión había sido la música, como bien sabía Jaime. Y si no se dedicó a ella fue porque se le atravesó su otra pasión: la política. Sin darse cuenta, con aquella melodía de fondo, el inspector se hundió en profundo sueño. No se había percatado del cansancio que arrastraba. De su mano cayó al suelo la colilla que terminó de arder y se extinguió sobre el piso.
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