Viento de ceniza (8)

Carmen González Huguet 

 

Cuando Soto estaba a punto de decirle que mejor se fueran, que llamaría al taxista para que los llevara a otro lugar, una música electrónica agitó el aire. Todo se volvió negro y pocos segundos después las luces indirectas volvieron a brillar al compás de la música. En el escenario apareció una mujer. Su pelo rubio le caía hasta la cintura y llevaba un vestido de lentejuelas negras, muy corto, medias del mismo color y altos tacones transparentes.

Comenzó a bailar, pero en ella había una sensualidad y una malicia que no había en las otras. «A esta le gusta», concluyó el inspector. «Le gusta el efecto que hace en los hombres. Para las demás solo es un trabajo. Pero para esta es diferente».

Miró de soslayo a Rafael y captó que se había dado cuenta. Ya no sonreía. Sus ojos seguían cada uno de los movimientos ondulantes de la mujer. El vestido tenía unos tirantes de listón que se amarraban sobre cada hombro. Ella fue deshaciendo cada uno de los nudos con lentitud. Cuando zafó el segundo, el vestido cayó con suavidad hasta sus pies.

Quedó cubierta solo con una tanga roja y un liguero negro. Sobó sus tetas desnudas contra el tubo, de arriba abajo, como si este fuera el pene de alguno de los presentes y ella estuviera masturbándolo. Después, su lengua recorrió de forma nada discreta el tubo de la misma manera, y la audiencia rugió. Aplausos y silbidos ensordecieron la música. Luego, siguió bailando y haciendo acrobacias antes de deslizar la tanga por sus muslos morenos y firmes. Cuando se hubo quitado la breve prenda, la usó para fingir que se masturbaba con ella. Entonces Jaime se sintió electrizado por la revelación y cayó en la cuenta:

Es Samanta  susurró.

Rafael asintió. Terminó su bebida y silbó muy fuerte. Ella se acercó. No sonreía. Él sacó un billete de cien dólares y lo sujetó de una de las tiras elásticas del liguero. Ella se acercó, pero en lugar de besarlo, le lamió la mejilla con ademán lascivo. Luego se alejó y dio por terminado el show.

Jaime llamó a una mesera y le preguntó:

¿Cómo se llama esta chica?

Samanta  respondió.

¿Y cuánto cobra por venir a tomarse un trago a la mesa?

La mujer dijo una cifra y el inspector asintió. Poco después, envuelta en una bata de muselina rosa, la bailarina se aproximó.

¿Hablás inglés?  preguntó el inspector.

No mucho  admitió ella.

Rafael abrió una cigarrera y la dejó tomar un cigarrillo. Luego se lo encendió, con ademán caballeroso, sin quitarle los ojos de encima.

Aquí mi amigo quiere pasar un rato contigo  dijo el inspector.

Ella sonrió, pero negó.

No. Yo solo bailo  repuso.

¿Conocés un lugar donde podríamos tener acción?  insistió, sin quitar el dedo del renglón.

Tal vez… ¿en qué andan?

Por desgracia, acabamos de llegar. Nos anda llevando un taxista. ¿Te importa?

No. Puedo llevarlos a otro lugar donde hay muchachas. Aquí solo bailamos.

Si nos llevás, te pagaríamos tu… comisión  insinuó Jaime, poniendo su mano sobre la rodilla de Samanta. Ella rio.

Claro, papito. Lo que se te antoje…

Se levantó y fue a cambiarse. Mientras tanto, pagaron la cuenta. Unos minutos más tarde ella les hizo una señal desde la puerta y subieron la escalera. Adán los esperaba a la salida.

Se subieron los tres al taxi. Samanta le dio la dirección al conductor y atravesaron en silencio las calles solitarias. En el radio, The Guess Who atronaba el aire con la letra de American woman. Pocos minutos después, el vehículo se detuvo en un callejón de la zona uno. Un solitario foco alumbraba la puerta.

Vienen conmigo  le anunció ella al guachimán que cobraba la entrada.

Jaime pagó y poco después se encontraron en lo que parecía el interior de un bar. Todo era muy semejante a «Mi Oficina», solo que más sórdido y más pobre. Sobre la tarima bailaban unas chicas, pero parecían más hambrientas y menos deseosas de realizar su labor que las del otro club. La escena parecía controlada por un tipo mal encarado que ocupaba una mesa retirada. En la caja había una mujer rechoncha.

Jaime y Rafael se sentaron en una mesa junto a la tarima y observaron la escasa oferta de chicas mientras Samanta se acercó a la mujer de la caja y le habló al oído. Después, se hizo a un lado y se limitó a observar sin intervenir.

Una de las bailarinas era muy morena, bajita, de amplias caderas y pechos grandes. La otra era delgada, de pelo teñido con rayos rubios, de caderas y senos poco abundantes. Era la que bailaba con mayor desgano. La tercera, más lejos, tenía una apariencia más «normal»: piel morena clara, cabellos castaños sin teñir, figura media: ni muy flaca, ni muy gorda.

Entre tanto, la mujer rechoncha se acercó y se sentó a la mesa.

Samanta me dice que están interesados en un servicio.

Nos gusta aquella chica  señaló Jaime.

Se llama Wendy  afirmó, y a continuación mencionó las tarifas y los tiempos.

¿Y, si quisiéramos sacarla, cuánto cuesta?  preguntó Jaime.

La mujer subió los precios, pero dijo que era posible. El inspector no regateó. Sacó la billetera y le pagó sin arrugar la cara.

La madama hizo un ademán y Wendy bajó de la tarima. Habló con ella durante unos instantes y poco después la chica salió del lugar junto con ellos. Antes de salir, Jaime le pagó su «comisión» a Samanta. El mal encarado ni se mosqueó.

Adán Maldonado condujo desde la zona uno hasta un motel de la zona once. Ahí se estacionó en uno de los garajes. Ellos bajaron. Después de que el taxi se hubo marchado, Rafael bajó la puerta metálica y entraron a la habitación.

Jaime consultó la tarifa, pagó y pidió seis cervezas y dos paquetes de condones por el teléfono intercomunicador. Entre tanto, la chica se había sentado en uno de los sofás y parecía esperar instrucciones.

¿Tenés hambre?  le preguntó el inspector.

Después… Ahora no podría comer  dijo.

Él asintió. La tensión parecía palparse en el aire. En ese momento llegaron las cervezas y el inspector repartió las primeras tres botellas. La chica dio un trago largo y luego la puso encima de la mesita de centro. Jaime la imitó sin decir nada.

¿Dónde quieren empezar?  preguntó.

Los dos hombres se miraron.

Aquí… Aquí está bien  dijo el inspector.

Rafael se había tendido vestido en la cama y no había probado la cerveza. En ese momento se sentó y bebió a tragos largos, mientras Wendy se aproximaba a Jaime. En la pantalla del televisor había un video porno, pero nadie le hizo maldito caso a las imágenes.

El inspector se quitó la chumpa de lona, la sobaquera con la pistola, y puso todo encima de un sofá. Luego se desabotonó los puños de la camisa mientras ella empezaba a zafarle los botones del frente y dejaba a la vista el tórax velludo. La suave lengua de la muchacha comenzó a describir círculos húmedos sobre el pezón, mientras el inspector cerraba los ojos, haciendo un esfuerzo por controlar la corriente eléctrica que atravesaba su cuerpo cada vez que la lengua húmeda de la muchacha hacía contacto con el pezón erecto.

Luego, ella se arrodilló sobre el piso alfombrado y desabrochó el cinturón de Jaime, que poco antes se había sentado en el sofá y se había quitado los zapatos y los calcetines. Entonces Wendy se acercó, bajó el zíper y metió la mano dentro de la bragueta con aire de estar haciendo todo como sonámbula, pero sabiendo a la perfección lo que se esperaba de ella.

Su mano morena extrajo aquel pedazo de carne firme. Lo miró a los ojos de modo raro, sin sonreír, antes de inclinarse. Sus labios rodearon el capullo palpitante y su lengua lo rodeó con movimientos lentos y rítmicos. Él gimió mientras ella siguió inclinada, concentrada en su labor.

Su rostro quedó oculto por completo cuando su cabellera cayó como una cascada, pero Jaime no se dio cuenta de nada porque había cerrado los ojos, con la atención concentrada en las sensaciones que partían de su entrepierna y se disparaban hasta su cerebro.

Wendy llevaba un vestido rojo, muy corto, y altos tacones. Cuando se arrodilló, toda su grupa quedó en dirección de Rafael, quien comprobó que debajo del vestido solo tenía una tanga muy pequeña, de color negro. El espectáculo tuvo la virtud de calentarlo. Se terminó su cerveza a tragos largos y procedió a descalzarse. Luego, se levantó de la cama, se quitó la chaqueta y la camisa y los dejó caer al suelo sin ningún cuidado. Desabrochó el cinturón y se bajó los pantalones de un solo envite, junto con los bóxers.

Se aproximó a la muchacha y se arrodilló tras ella. Con mucho cuidado le alzó la falda y deslizó la tanga por sus muslos. Ella ni se mosqueó, concentrada en la labor que sus labios ejecutaban sobre la carne palpitante de Jaime.

Entre tanto, Rafael acarició los muslos femeninos y empezó a darle besos breves en las nalgas. Ella no se tensó ni siquiera cuando él abrió con cuidado sus labios con uno de sus dedos y se dedicó a recorrer todo el estrecho canal que se fue poniendo húmedo bajo aquella suave tortura.

La penetró con un dedo y luego introdujo otro en la apretada abertura del ano. Después, buscó el suave botón y lo atormentó con lentitud, cuidando de que el contacto no fuera muy directo ni continuo. Después de un rato, ella lo apartó y se levantó. Rafael le ayudó a quitarse los zapatos y el vestido. La cargó en brazos, con infinito cuidado, y la depositó en la cama. A Wendy jamás la había tratado así ningún hombre.

En el burdel, El Tacuazín, aquel hombre mal encarado que cuidaba la seguridad, la había violado muchas veces, como hacía con todas las muchachas que tenían la mala suerte de caer en aquel antro. Y en cuanto a los clientes, todos se limitaban a usarla. A ninguno le había importado lo que ella sentía, ni mucho menos proporcionarle placer. Jaime se puso de pie y terminó de desnudarse. Para entonces Rafael se había sentado, con la espalda apoyada en el respaldo de la cama. El inspector rompió la bolsa sellada y sacó el condón. Se lo puso y se acercó a Wendy por la espalda, mientras ella lamía el miembro de aquel hombre chele que la había tratado de un modo tan suave.

Le tendió a ella una de aquellas bolsitas plásticas. La joven rompió el envoltorio con los dientes y se introdujo el preservativo en la boca. Con enervante lentitud se lo colocó a Rafael de modo experto. Al sentir aquella caricia y verla proceder de aquel modo, él se estremeció. En ese momento, Jaime colocó su glande contra la húmeda superficie de los labios mayores y presionó con suavidad. El cuerpo de Wendy lo recibió, abrazándolo, mientras la carne turgente llenaba todo el espacio profundo que la mujer guardaba en su interior. Jaime tembló al hundirse una y otra vez, con ritmo hipnótico, en aquella carne joven y cálida. Y le encantó sentir cómo ella se estremecía.

Un suave jadeo se escapó de la boca de la muchacha, mientras Jaime buscaba con sus dedos el botón palpitante y lo acariciaba con dulzura. Rafael, que veía todo desde los espejos que había en el techo y en las paredes de la habitación, tembló también. La boca de Wendy lo acariciaba por encima del preservativo. Pero más que la caricia directa, lo que elevaba más su excitación era la imagen de aquellos dos cuerpos cogiendo tan cerca.

Jaime siguió moviéndose, entrando y saliendo de la mujer con toda la lentitud de que era capaz. Ya había perdido la cuenta de los meses que no tenía sexo, pero no deseaba culminar tan pronto. Al contrario: quería prolongar el placer todo lo posible, disfrutar al máximo aquella carne joven, elevar el goce a alturas inéditas.

Después de un rato de estar moviéndose de aquel modo, ella se levantó e hizo que Rafael se sentara en el borde de la cama. Se colocó sobre él, dándole la espalda y dejando que la invadiera por completo. Él gimió al hundirse en aquel vórtice cálido. Con las piernas abiertas, ella comenzó a moverse, mientras él le acariciaba los senos y besaba su nuca, con la cara hundida en la cabellera de la muchacha. Entonces Jaime se arrodilló delante y con sus dedos la acarició, al tiempo que su boca iba de uno a otro de los pezones morados en aquellas tetas morenas y suaves.

Durante un tiempo que se les antojó larguísimo se movieron al unísono, hasta que el Jaime la sintió tensarse y de la garganta de la chica se escapó un rugido de fiera herida. Su mayor premio fue contemplar el rostro moreno de Wendy transido por la agonía placentera del orgasmo.

Después, Rafael la ayudó a ponerse en cuatro patas y la penetró desde atrás, como una perra. Un sonido gutural coronó la devastación total del placer, mientras Jaime observaba la escena y se acariciaba con la verga enhiesta.

Cuando Rafael terminó, pocos minutos después, Jaime se acostó boca arriba en la cama y ella lo cabalgó hasta llevarlo a su propio paroxismo. Agotados, se derrumbaron y reposaron un rato, tomando cerveza y tratando de recuperar el aliento.

Aquella ceremonia secreta se ejecutó dos veces más antes de que los participantes se sintieran fuera de combate.

Fue mucho después cuando Jaime preguntó:

¿Tenés hambre?  ella asintió y él pidió un club sándwich y más cervezas.

Comieron los bocadillos y luego el inspector consultó la hora. Pagó el consumo y llamó a Adán Maldonado.

Después de una ducha rápida, los tres se vistieron.

El taxi los llevó de regreso a la zona uno. La dejaron en el burdel después de entregarle una generosa propina.

En silencio, como hacía todo, Maldonado condujo de regreso. Cuando iban por San Lucas Sacatepéquez, notó el inspector en uno de los espejos mientras los ojos se le cerraban de sueño, el sol comenzó a asomar por el oriente.

Ocho

Eran las doce cuando Jaime despertó. Tenía un dolor de cabeza colosal y una sensación desagradable en la boca. Se metió al baño y dejó que el agua corriera sobre su cabeza durante un rato, pero la pesadez no lo abandonó. Luego se enjabonó y se lavó el cabello.

Cuando salió de la ducha y se hubo secado, contempló su cara en el espejo. Una barba de cuatro días le oscurecía la mitad de la cara.

Cerró los ojos y evocó la sensación cálida del cuerpo de Wendy envolviendo su capullo. ¿Cuánto hacía que no gozaba a una mujer? Mmmm… Mala cosa clavarse, pensó.

Y peor enamorarse de una puta, como le dijo alguna vez un doctor y catedrático de Historia de la Universidad de El Salvador. Cepilló sus dientes, se peinó y caminó hasta el armario. Se vistió y bajó a la cocina.

En la mesa redonda del desayunador se encontró al anfitrión. Había una enorme jarra de jugo de naranja con mucho hielo y el inspector se sirvió un vaso alto, se tomó dos aspirinas y se sentó a comer. Pero antes de que pudiera comentar nada, Rafael dijo:

La he hecho seguir…

¿A quién?

A la tal Samanta. Hoy por la noche me darán el primer informe.

Yo a quien seguiría es al mal encarado del burdel  dijo Jaime.

¿Sí? ¿Por qué?

Primero, porque a pesar de que la que cobra es la madama, la gorda esa a la que le dicen La Camiona, el que tiene el control es él… Y te apuesto lo que querrás a que se ha cogido a todas las muchachas.

De acuerdo  concedió Rafael . Le pondré vigilancia.

¿Y cómo vas a hacer eso?

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