Carmen Gónzalez Huguet
Poeta y escritora
Uno
«El huracán Gabriel azota la costa atlántica de Centroamérica. Según el vocero del Centro Nacional de Huracanes con sede en Miami, Florida, el doctor Irwin Lima, Gabriel pasó de tormenta tropical a huracán de categoría uno ayer a las doce horas, antes de barrer las costas de la bahía de Tela, en el norte de Honduras, y adentrarse por tierras de Centroamérica. Se espera que Gabriel continúe su marcha hacia el sur… En otro orden, las autoridades de San Pedro Sula hacen los arreglos para evacuar a la población…»
El hermoso rostro de la presentadora de televisión, consternado por la noticia que estaba leyendo, dio paso a tomas de archivo de las islas de la Bahía y de la ciudad de Tela, y luego a imágenes satelitales que mostraban el enorme remolino blanco encima del mapa digital de la región. El inspector Jaime Soto no podía creerlo. En ese momento terminaba su desayuno delante de la tele. Vestía una camiseta blanca y unos pantalones de deporte, mientras escuchaba, más que veía, las noticias. Afuera llovía con lentitud hipnótica, tal como había ocurrido en las últimas setenta y dos horas. En la pantalla, las noticias de Honduras cedieron paso al informe del clima local. Moisés Urbina, de traje negro y corbata azul, señalaba la pantalla al fondo. «Los vientos huracanados y las grandes masas de humedad que arrastra Gabriel han formado una capa de dos kilómetros de altura que cubre desde la península de Nicoya, en Costa Rica, hasta el istmo de Tehuantepec, en México. El clima atemporalado que ha vivido nuestro país continuará en los próximos días y se irá intensificando a medida que Gabriel se aproxime al territorio salvadoreño. Los expertos no han podido confirmarnos, repito, no hay confirmación de que Gabriel seguirá avanzando hacia el sur. Lo más probable es que se desplace en algún punto hacia el oeste y penetre a territorio guatemalteco…»
Mientras el periodista hablaba, Jaime miró el reloj. Eran las seiscientas. En jerga militar, las seis de la mañana. Llevó el plato y la taza al fregadero y procedió a lavarlos sin dejar de oír las noticias. Cuando terminó, apagó el televisor y subió de dos en dos los escalones que lo condujeron a su dormitorio. Presionó un botón en el control que dejara sobre la mesita de noche y de inmediato en el monitor frente a la cama empezaron a aparecer imágenes del siniestro. Le subió el volumen y se metió al baño. Se dio una ducha rápida y se afeitó con la puerta abierta, sin dejar de oír las noticias.
Cuando terminó, secó su cuerpo y su cabeza con la toalla, se aplicó desodorante y empezó a vestirse. Escogió el uniforme de fatiga oscuro, con las caponas sobre los hombros y los dos rombos dorados de inspector bordados en cada una. Luego se sentó sobre la cama, que había arreglado en cuanto se levantó, se puso los calcetines negros, gruesos, y calzó las botas de reglamento tipo swat. También eran negras, de una tecnología y materiales que dejaban los pies bien secos incluso bajo las peores condiciones. Las amarró de modo hermético y metió el pañuelo inmaculado en el bolsillo trasero del pantalón.
Guardó la billetera en el bolsillo delantero izquierdo, se colgó el celular, se abrochó la sobaquera y tomándola del lugar donde colgaba, junto a la puerta, se enfundó en una chumpa de cuero negro sin insignias de ningún tipo. De la gaveta de la mesa de noche sacó la pistola de reglamento, una Glock nueve milímetros, revisó el magazine de diecisiete tiros y tomó otros dos magazines llenos que guardó en los bolsillos laterales de las perneras del pantalón. Se caló la gorra de tela que tenía bordado el emblema de la policía y subió el zíper de la chumpa. En ese momento Moisés Urbina había dado paso a la presentadora, quien informaba que, en cualquier momento, el canal pasaría a formar parte de la cadena convocada desde Casa Presidencial. No esperó más. Apagó el televisor, tomó las llaves y bajó al garaje. Abrió el portón y sacó el pícap doble cabina con motor dos mil ochocientos. Cerró la puerta metálica con doble llave. «Diablos», pensó, mientras corría antes de quedar empapado.
Cerró la puerta del vehículo y debajo del asiento del copiloto guardó el maletín de emergencia que preparaba siempre para esas ocasiones. Giró el timón y enfiló lejos de la cómoda casa de la colonia Flor Blanca que le heredara su familia. En el radio escuchó el mensaje del Señor Presidente. Anunciaba que la Dirección de Protección Civil había decidido pasar a la alerta naranja y que los comités de prevención de desastres debían activarse en cada municipio. En el transcurso de la mañana se convocaría a los medios al Ministerio de Gobernación para anunciar las medidas de emergencia.
Por de pronto, dijo, el Ministerio de Educación había emitido un acuerdo que suspendía las clases en todos los centros educativos, inclusive las universidades, hasta nuevo aviso, en especial en aquellas escuelas que se destinarían a albergar a la población evacuada. Como siempre que pasaban esas cosas, es decir, en cada invierno, el Presidente hizo un llamado especial a aquellas personas y comunidades que vivían cerca de ríos, quebradas, la orilla del mar, terrenos susceptibles de sufrir deslizamientos y otras zonas de riesgo potencial a que desalojaran sus viviendas para prevenir mayores daños y se concentraran en los lugares designados como albergues. Dijo, además, que tanto los miembros del Ejército como los de la Marina, la Aviación y la Policía, además del personal médico de clínicas y hospitales, debían presentarse a los centros designados a efecto de prestar sus servicios en la emergencia que se avecinaba y recibir las órdenes pertinentes. Mientras escuchaba la radio y conducía, Jaime observó las calles anegadas. La lluvia caía con ritmo manso, al mismo tempo con que los limpiaparabrisas barrían el vidrio. Aquí y allá un solitario transeúnte intentaba protegerse bajo un paraguas o un impermeable. Los autobuses recorrían sus rutas habituales, pero, en general, había poco movimiento. La ciudad parecía aplastada por las nubes negras que cubrían el horizonte. El Presidente siguió advirtiendo a la población que no saliera a la calle «excepto en caso de extrema necesidad». En la esquina más próxima, observó el inspector, un tragante rebalsaba como si fuese un surtidor de agua cenagosa. Eludió aquella intersección y por fin, luego de muchas vueltas, enfiló sobre el bulevar Arturo Castellanos. Bajo la lluvia, la iglesia de Candelaria parecía muy vulnerable. La última iglesia de San Salvador construida antes de 1821, recordó. A su izquierda, observó, el río Acelhuate era una corriente gris, furiosa, que se precipitaba debajo de los puentes del barrio La Vega. Avanzó y dejó atrás, a su izquierda, la cuesta del Palo Verde. Luego cruzó a la derecha y, dando un rodeo por el paso a desnivel, subió hasta el Cuartel Central de la PNC. Se estacionó y escalando de dos en dos la gran escalinata Art Nouveau se dirigió a su oficina.
En el pasillo alguien le avisó que el Director había llamado a todos los oficiales a una reunión de emergencia. Dejó el maletín tras su escritorio y subió. Todo sucedió muy rápido: se giraron instrucciones a las diferentes unidades. Quedaron suspendidas licencias y permisos. Todos los efectivos fueron puestos a disposición de las órdenes directas del Presidente. En las siguientes horas, la Asamblea Legislativa decretaría estado de emergencia. Cuando volvió a su despacho, Jaime encendió el televisor, la cafetera y la computadora, en ese orden. En cualquier momento le avisarían para dónde iba destinado. Revisó su correo electrónico mientras daba los primeros sorbos a su café. La siguiente hora la pasó entre reportes de operativos, comunicaciones radiales, correos electrónicos y llamadas telefónicas. Su área era la investigación criminal y su especialidad los homicidios. Pero no había ningún espacio en medio de aquella emergencia para hacer pesquisas de ese tipo. A las novecientas recibió la orden: lo enviaron a Ahuachapán, al municipio de San Francisco Menéndez, perdido en la costa y arrinconado contra la frontera con Guatemala.
Ahí ayudó a evacuar dos comunidades cercadas por el desborde del río Paz. Las personas fueron trasladadas hacia la ciudad de Sonsonate: los albergues locales estaban desbordados por la cantidad de evacuados. Después, Jaime regresó en el pícap hacia San Francisco Menéndez y constató de primera mano las necesidades más urgentes de los albergues. En vista de que era médico, atendió algunos casos, ya que el encargado de la Unidad de Salud y las dos enfermeras estaban desbordados por la cantidad de emergencias. Para la noche, todos los ríos del país se habían salido de madre, las escuelas estaban repletas de desplazados y el país entero amenazaba hundirse bajo el agua. En Honduras, Gabriel arrasó la ciudad de San Pedro Sula y, como muchos esperaban, cruzó hacia el oeste para internarse en territorio guatemalteco. El río Motagua se desbordó mucho antes de que el ojo de la tormenta alcanzara la sierra de los Cuchumatanes antes de internarse en el estado mexicano de Chiapas. Su fuerza iba, por fortuna, disminuyendo, pero para entonces toda la región había quedado arrasada por una mano gigante. Luego de lo más crudo de la emergencia, hubo que esperar para que las aguas empezaran a retirarse. A medida que Gabriel se alejaba, la lluvia aminoró su fuerza. Durante todo ese tiempo, el inspector comió y durmió apenas lo necesario para no desfallecer. Junto con el comandante departamental de Ahuachapán, el gobernador y los alcaldes de la zona, el inspector recorrió la devastación en un helicóptero facilitado por la Fuerza Aérea.
En una de las curvas trazada por el río, el inspector se fijó en un detalle que lo sorprendió mucho: Del lado guatemalteco la corriente había lavado la base de una loma. Esta se había derrumbado, esparciendo una serie de barriles plásticos que habían sido enterrados en aquella elevación. Los barriles fueron a detenerse en la orilla salvadoreña. Se fijó porque eran todos de color rojo, grandes, de unos doscientos litros de capacidad, y resultaban muy visibles contra el fango color beige. Paró la cuenta en veinticinco, pero eran más. Muchos más. Qué raro, pensó. Temió que contuvieran alguna sustancia tóxica, de modo que le pidió al piloto que se acercara para examinarlos más de cerca. Al tocar tierra, el inspector y sus acompañantes avanzaron con dificultad. Las botas se les hundían hasta los tobillos en la orilla pantanosa. Se acercó a uno de los barriles y con ayuda del comandante logró ponerlo en posición vertical. Hizo palanca con una de las herramientas que llevaba el piloto y retiró la tapadera. El barril estaba lleno de cemento. Picó un poco y debajo apareció una bolsa plástica negra, de esas grandes, para basura de jardín. La rompió y el olor inconfundible de la muerte llenó el aire. «Mierda», pensó. «Lo que faltaba».
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