Carmen González Huguet
La joven asintió con cara de no quebrar un plato, pero Jaime se imaginaba que era una máscara engañosa. Terminaría saliéndose con la suya en cualquier tema que se le ocurriera, pensó.
Entre tanto, los dos estudiaron los planos que Sebastián había sacado del Registro de la Propiedad y que Karen había cruzado con las imágenes satelitales. La verdad, se dijo Jaime, aquello parecía un bunker: altos muros, alambre razor… de seguro tendrían perros vigilando el perímetro.
Fue Jaime quien encontró aquel plano al parecer incomprensible entre las imágenes enviadas por Sebastián.
¿Qué es eso? preguntó Rafael.
Al parecer, es un sistema subterráneo. Aunque no está claro para qué sirve: teléfonos, electricidad, quién sabe…
¿Y dónde termina?
Aquí… aquí… y aquí… señaló Jaime . Afuera del perímetro vigilado.
Un plan comenzaba a tomar forma en su cerebro.
Creo que podremos entrar. Dame tiempo y pensaré en el procedimiento.
Perfecto afirmó Rafael . Ahora hay otras cosas que requieren nuestra atención.
Tomaron sus chaquetas y Seigner condujo hasta la ciudad. Se estacionó en el sótano de un edificio de oficinas de la zona uno. Subieron.
Al igual que el resto del inmueble, el ascensor había conocido mejores días. Atravesaron el pasillo en penumbras, iluminado solo por una ventana, al fondo, que daba a un patio interior. Rafael abrió la oficina y lo hizo pasar. Marcó un número en el teléfono fijo y poco después apareció la primera de una serie de personas, cada una a cual más extraña: un cartero, una vendedora de lotería Santa Lucía, una pareja de supuestos Testigos de Jehová, un zapatero remendón, un hojalatero, un paletero, un vendedor de pan, una mujer que compraba papel periódico, botellas y latas vacías, un sereno, un mendigo… en fin, una especie de corte de los milagros que desfiló ante Rafael y fue vomitando información.
Cada uno, en distintos días y horas, había ejercido su vigilancia por la calle donde se ubicaba el bar aquel en que habían encontrado a Wendy, y se habían asomado, con mejor o peor fortuna, a aquel antro de perdición. Lo que sacaron en limpio fue que, en efecto, el mal encarado era quien en verdad mandaba en aquel negocio.
La gorda, La Camiona, solo cobra. Y, claro, le toca lidiar con las muchachas. El que administra es él. Y también el que le lleva el dinero al «Jefe», porque el changarro no es suyo.
¿Y cómo se llama este fulano, el administrador?
Le mientan El Tacuazín afirmó el cartero . Pero por un sobre que alguna vez le entregué supe que se llamaba Doroteo Rodezno.
Rafael marcó un número en su celular y le contestó Karen, que anotó el nombre. «No se fue a dormir», pensó Jaime. Pero todos tenían otras cosas más urgentes en qué pensar en ese momento. Les alarmó algo que les dijo el mendigo, que resultó ser el más observador de todos:
En los alrededores de ese bar, que está bastante cerca del Mercado, han desaparecido varios patojos…
Así llaman aquí a los niños, recordó Jaime. «Patojos» en Guatemala, «cipotes» o «bichos» en El Salvador, «güiros» en Honduras, «chavalos» en Nicaragua, «carajillos» en Costa Rica, «escuincles, morros o morritos», en México…
¿Cómo así? preguntó el inspector.
Sí… varios muchachitos, de los que viven en la calle: huelepegas, vendedores de «piedra», repartidores de periódicos, lustrabotas…
Aquello no le gustó nada. Cuando el informante se marchó, se lo dijo a Rafael:
Cuando el órgano trasplantado proviene de un niño sano, por lo general está en mejor estado. Hay más posibilidades de que el órgano reaccione bien al trasplante. Claro: siempre y cuando el cuerpo del receptor no lo rechace…
Marcó un número y respondió Mario García. Le preguntó si había niños entre los cadáveres cuyas autopsias estaba realizando. El forense asintió.
Y no son pocos. Hasta ahora he logrado examinar veinte cadáveres. Más de la mitad son niños…
Jaime se estremeció. Tras una corta despedida, colgó. No le gustaba nada aquel giro que tomaba la investigación, y se lo dijo. Además, todavía no sabían si en verdad Candelaria Bermúdez había trabajado en aquel prostíbulo.
¿Y qué se te ocurre hacer? ¿»Entrevistarte» otra vez con la Wendy? preguntó Rafael con sorna.
Al inspector no le gustó el tono de la pregunta. No había tenido mucho tiempo para pensar en ello, pero sus sentimientos eran ambivalentes hacia lo ocurrido la noche del miércoles. Y aquel día, a la sazón, era viernes. El recuerdo del cuerpo tibio de la muchacha cuando se hundió en él, una y otra vez, le provocaba una erección.
En su vida no había existido oportunidad para relaciones largas ni estables. No había sido un santo pero tampoco un pervertido. Tenía su propio código personal de conducta, y si bien la relación con Wendy le resultó más que satisfactoria, no dejaba de sentirse culpable ante lo que consideraba un abominable abuso clasista y un evidente fomento de la trata de personas y del comercio de carne humana.
Jaime no acostumbraba pagar por sexo. Pero ante las palabras de Rafael, analizó con cuidado sus sentimientos y concluyó que sí, que tenía ganas de acostarse con ella de nuevo. Pero también quería preguntarle muchas cosas. Entre ellas, si conocía a Candelaria y si esta había trabajado en el prostíbulo que regentaba El Tacuazín. Así lo dijo.
Es peligroso señaló Rafael.
A la gran p… estalló el inspector . Por si no te has dado cuenta, todo lo que estamos haciendo es peligroso.
No me refiero a ese tipo de peligro. Te estás encariñando con la muchacha…
Las palabras de aquel catedrático volvieron a resonar en la cabeza de Jaime con fuerza, como si las volviera a escuchar de aquella boca sabia en una noche de plática y cervezas que ambos compartieron en un restaurante-librería de Managua. Y volvió a sentirse igual. Sin embargo, al verlo, Rafael cambió de opinión. En pocos instantes había decidido que sí: que era necesario tratar de sacarle más información a la Wendy.
Pensemos en cómo vamos a montar la operación. Adán Maldonado te llevará como hicimos el miércoles, pero no irán al motel. Tengo una casa cerca de Mixco. Es segura. No está «quemada» y le pondremos vigilancia. ¿De acuerdo?
Jaime asintió y volvieron a la casa. Mientras Karen dormía, los dos hombres trabajaron concienzudamente. A partir de los planos, del modo disciplinado en que hacía todo, el inspector comenzó a armar el plan de asalto al edificio B con ayuda de Rafael. Y esa tarea les llevó el resto de la jornada.
Nueve
A las dos mil en punto, Adán Maldonado recogió a Jaime en casa de Rafael y lo condujo a la ciudad. Después de ultimar los detalles, el inspector se había duchado y cambiado de ropa y cenó temprano. En la casa quedaron Karen y Rafael juntando lo necesario para la operación del día siguiente.
A aquella hora, por las curvas cerradas entre la Antigua y San Lucas Sacatepéquez circulaban pocos vehículos. Les tomó menos de una hora llegar hasta la zona uno. La negociación con La Camiona fue breve y poco después la pareja salió de ahí en el mismo taxi.
En lugar de tomar el Anillo Periférico, Adán condujo con seguridad por calles secundarias hasta dejar atrás el llamado Centro Histórico. Cruzó de norte a sur la zona cuatro y fue a salir a la zona nueve. De ahí, siempre por calles secundarias, enfiló hacia el sur. Dio un largo rodeo hasta la llamada Calle Real de Petapa, y luego de bordear el campus de la USAC y el Guatemala Country Club, retornó por Mixco hasta la colonia Molino de las Flores, donde se levantaba la casa de una sola planta que andaba buscando.
Bajaron del taxi y el inspector abrió con la llave que Rafael le había dado. La hizo pasar. El mobiliario era sencillo pero decoroso, y estaba todo muy limpio. Había un pequeño vestíbulo, una sala y luego el comedor, con una mesa amplia y ocho sillas. A la derecha, la cocina tenía ventana a un pequeño patio interior, que era más bien un tendedero. Después de este se hallaba el área de servicio. A la izquierda de la sala estaban las puertas de los dos dormitorios, cada uno con su baño. Al frente, antes de entrar al vestíbulo, se encontraba la cochera. A derecha e izquierda de esta había pequeños cuadrángulos cubiertos de grama y rosales.
Jaime no quiso ponerse a elucubrar quién habría podido escoger el color de la pintura, melocotón en las paredes y blanca en el techo, los cuadros, ni mucho menos las cortinas de encaje, también blancas. Se le hacía difícil imaginar a Rafael puesto a cumplir esa labor. En todo caso, había otro tema que ocupaba su mente en aquel instante.
Hizo pasar a Wendy, cerró la puerta detrás de ella y caminó hasta la cocina. Alguien había dejado la comida dentro del micro ondas, observó. Abrió la refrigeradora y sacó dos cervezas. Estaban heladísimas. Las destapó y se acercó a la joven, que se había quedado aguardando en la sala. Ella bebió a tragos pausados. Por lo visto, pensó, no tiene prisa. Terminaron las cervezas y Jaime la miró a la espera de que ella diera el siguiente paso.
¿Dónde está el cuarto? preguntó.
Lo siguió hasta el dormitorio más próximo. Tenía una cama de dos metros por dos, una mesa de noche y una lámpara. No tenía ventana a la calle. Por ese lado, la habitación estaba protegida por el baño. La única ventana daba a un jardín interior delimitado por altos muros con alambre razor por arriba. También había un sofá, una mesa de centro, un closet, una cómoda con cuatro grandes gavetas, y sobre esta, un televisor LED de treinta y seis pulgadas.
Aunque Jaime y Wendy no habían cruzado más de una docena de palabras, la tensión en el aire tenía un cariz distinto al de la vez anterior. Y eso no podía achacárselo a la ausencia de Rafael. Había vuelto al lugar, esta vez solo, y la había escogido de nuevo. Eso la colocaba a ella, sin mover un dedo, en una situación de poder.
Y Jaime se dio cuenta de que Wendy, o como se llamara en realidad, lo sabía. De modo que, cuando él se acercó y le buscó los labios, ella lo rechazó. Sin grosería, pero lo rechazó de modo inequívoco. No quería besos. Pensó en lo que alguna vez le dijo una prostituta a quien atendió como médico: «A las putas no nos gusta que los clientes nos besen. El único que nos besa es nuestro hombre».
Jaime quiso que lo mirara a los ojos, pero ella evitó el contacto visual. En cambio, le dio la espalda y comenzó a quitarse la ropa con una indiferencia muy parecida al rencor. Maldijo para sí y la tomó del codo. No le gustaba ser violento, y menos con una mujer, pero sabía bien que en aquel diálogo tácito debía establecer su dominio de modo inequívoco. Es lo que se espera de cualquier macho que se respete. Y era esencial no perder credibilidad. Al menos, eso era, a su entender, lo que la dinámica sexual dictaba que debía hacerse en un caso como el suyo.
Tiró del brazo de la joven y la empujó hacia abajo. Lo hizo de modo brusco, desafiante, de modo que a ella no le quedaran dudas de cuáles eran sus intenciones. Wendy comprendió a la perfección lo que el cliente quería. Se arrodilló, cubierta solo con el brasier y la tanga, y zafó el cinturón de Jaime. Bajó el zíper y sacó el capullo. Se aplicó a darle una mamada intensa, torturándolo con enervadora lentitud, como si en ello encontrara un torvo desquite, una forma de demostrarle que, aunque estuviese pagando, o tal vez por eso mismo, era ella quien tenía el control. Pero a pesar del placer indescriptible que sentía, no era eso lo que Jaime esperaba.
La detuvo. No quería concluir de aquella manera. La tomó en brazos y la depositó sobre la cama, pero ya no había suavidad en el gesto. Ahí le arrancó la ropa que todavía llevaba encima. Se desnudó con rapidez y le abrió las piernas. Ella quiso apartarlo y lo empujó cuando se dio cuenta de lo que iba a hacer, pero él se lo impidió con una palmada brusca en el muslo.
Abrió los labios con su lengua y la recorrió de arriba abajo. Hasta entonces sus movimientos habían sido desabridos, hasta groseros. Pero en aquel instante algo cambió. Jaime se olvidó de su propio placer y se concentró en el de ella. Quería oírla gemir, gritar, retorcerse asaltada por las sensaciones del orgasmo inminente. Esa era una de las cosas que más le gustaban en sus fugaces encuentros sexuales: llevar a una mujer al punto de estremecerse y suplicar, prisionera del deseo.
A Wendy ningún hombre le había dado placer hasta que conoció a Jaime. Todos iban a saciarse, pero ninguno se había ocupado de lo que ella sentía. Y la diferencia la hizo temblar. De pronto sintió miedo de perder el control y lo apartó de modo brusco.
¿Qué pasa? ¿No te gusta? dijo, sin percatarse de lo extraño de la pregunta.
Sí admitió ella.
Pero los dos sabían que no se suponía que fuese así. Incómoda, ella buscó su glande y volvió a lamerlo. Él entendió que la confusión provenía de aquel quiebre en sus esquemas. La detuvo, porque de seguir así iba a venirse, y la puso boca abajo. A Wendy aquello no le gustaba, pero estaba acostumbrada a que los clientes se lo pidieran todo el tiempo. Sin embargo, Jaime no la sodomizó. Después de ponerse el condón, la penetró primero de golpe y con cierta violencia, para establecer su dominio sobre ella, y luego con una lentitud enervante. Se estuvo así, recorriéndola una y otra vez, hasta que no pudo más. Se quedó quieto, jadeante, disfrutando la sensación de aquel cuerpo ajeno que lo envolvía, abarcándolo por completo.
Salió de ella y se tendió a su lado, boca arriba. Quería prolongar por tiempo indefinido aquel encuentro, a pesar de que era una tortura exquisita soportar el deseo sin darle solución. Ella se acercó indecisa, pero al fin se atrevió. Se trepó a horcajadas sobre él y se deslizó envolviéndolo con su propio cuerpo. Dejó que la invadiera aquella dureza y luego empezó a cabalgarlo. El espectáculo de sus senos bamboleantes fue mucho más de lo que Jaime hubiera podido esperar. Clavó sus ojos en los de ella y se dio cuenta de que, en pocos minutos, había reflexionado mucho más de lo que él en los últimos dos días. La detuvo y la colocó sobre el piso. Se arrodilló detrás y la montó como un animal.
La asió por la cabellera y la penetró con furia, pero Wendy no respondió a aquella provocación. Se limitó a gemir. Jaime no sabía si aquello era fingido. La duda lo atenazó. Se levantó y la arrojó a la cama. Le abrió las piernas y la penetró a fondo. Pero al mismo tiempo su mano buscó el delicado botón entre sus labios y empezó a atormentarlo. Vio que ya no le hurtaba la mirada. Mientras se abría paso por su intimidad, incrementando el fuego del deseo, no dejó de mirarla, de hundirse en sus ojos buscando algo que quizás no existía.
Ella no supo cuándo se retorció en un estertor definitivo y su cuerpo entero fue remecido por una ola gigante que la lanzó a las profundidades más oscuras del placer. Nunca en su vida, hasta que conoció a Jaime, había sentido nada semejante. Para él aquella fue también una experiencia inédita. La había llevado al orgasmo sin dejar de mirarla, viendo cómo el deseo se abría paso por su cuerpo y se reflejaba en sus ojos.
Cuando recobró el aliento, ella lo apartó. Estaba consciente de que no estaba satisfecho y quiso entregarle algo a cambio del placer que le había dado. Se tendió boca abajo y abrió las piernas, en una invitación muda. Al comprender, Jaime se estremeció y negó. Pero ella clavó sus ojos en los suyos.
Lo estás deseando afirmó.
Y acarició su capullo enhiesto en una clara provocación. Jaime cerró los ojos. Sabía que luego sus sentimientos ambivalentes iban a atormentarlo hasta el día del Juicio, pero cedió. Se colocó detrás y empezó a penetrarla de la manera más lenta que pudo, sin ceder a la tentación irresistible de irse a tope al primer envite. En cambio, sus embestidas fueron suaves al principio, y de poca profundidad. Pero a medida que la excitación creció, el ritmo se aceleró y también la necesidad de llenarla por completo con su carne. Sentía cómo Wendy temblaba debajo de él y aquella vulnerabilidad suya contribuyó a excitarlo más.
En medio de sus quejas y gemidos, escuchó como ella lo azuzaba. Aquello fue una sorpresa para Jaime. Sus palabras tuvieron la virtud de enervarlo aún más. El trote se convirtió en un galope enloquecido. Solo entonces, rotos los últimos diques, se dio permiso de derramarse incontenible en su interior, como un río que de pronto encuentra su cauce y ya nada es capaz de detenerlo.
Cayó después sobre ella, derrumbado, vaciado por completo, y se quedó así, inmóvil sobre el joven cuerpo de Wendy, los dos empapados, flotando en aquella humedad que los había dejado en carne viva.
Fue luego de un rato largo, cuando los dos recuperaron el aliento, que Jaime comenzó a hacerle preguntas con un cuidado infinito: ¿De dónde había venido? ¿Cómo había ido a terminar a aquel burdel? La historia de Wendy, verdadera o falsa, era muy común. Llegó del interior sin ningún dinero. Llegó huyendo del hambre, del abuso, de los golpes… encontró empleos donde duraba poco. Enseguida el hijo mayor, o el mismo patrón, querían otro tipo de «servicios». Si cedía al asedio, tarde o temprano la patrona se daba cuenta y ella terminaba de patitas en la calle.
Saliendo del último empleo, un grupo de maleantes la asaltó. Le robaron lo poco que tenía. Fue en una calle cerca del mercado. La golpearon feo, en la cabeza y perdió el conocimiento. Cuando lo recuperó estaba en el burdel de La Camiona.
Mientras comían y bebían cerveza desnudos en la cocina de la casa, Jaime le preguntó por Candelaria y le mostró la foto. Sí. La había conocido. Pero Candelaria había desaparecido un mes atrás.
¿Cómo? preguntó Jaime.
Una noche El Tacuazín se la llevó. Dijo que necesitaban un «servicio» fuera del lugar, y volvió solo. Nadie se arriesgó a preguntarle por ella.
Esas son las reglas, pensó Jaime: no preguntés nada, no oigás nada, no veás nada, no digás nada… Se fijó entonces en una pequeña herida que Wendy tenía en el abdomen, del lado derecho. No era una cicatriz, sino una herida reciente. Era circular. Y pequeña. Tenía menos de un centímetro de diámetro.
¿Qué te pasó?
No sé. Cuando desperté hoy en la mañana ya la tenía.
¿No sabés cómo te la hiciste?
No…
¿Y cuánto hace que estás en ese sitio? preguntó Jaime.
No sé… respondió Wendy . ¿Qué día es hoy?
* * *
Cuando regresaron de dejar a Wendy en el burdel, Adán se retiró y Jaime caminó hasta su habitación. Sin embargo, en el corredor vio luz al fondo y se acercó. La puerta del cuarto de Rafael estaba entreabierta y Jaime no resistió la tentación de asomarse.
La imagen que vio lo iba a perseguir durante mucho tiempo. En la amplia cama estaban tendidos los dos cuerpos. A la luz tenue de la lámpara parecían de plata. Pensó que les había ocurrido algo, pero en un momento dado escuchó el ronquido inconfundible de Seigner, y vio cómo Karen se daba la vuelta en la cama y se abrazó a él. Quien iba a pensar que aquella «ranita», como la había llamado Jaime en su mente, tuviera unas caderas y unos senos tan definidos.
«Vaya», pensó.
Pero no dijo nada.
Regresó en silencio por el corredor y se metió a su cuarto. Mientras se quitaba la ropa en medio del grato aire de congelador que tenía el dormitorio, evocó el cuerpo moreno de la Wendy, su cálida humedad, el temblor del orgasmo estremeciéndola como un choque eléctrico, la estrechez con que apretó su capullo en el primer envite.
«Sí», le contestó mentalmente a su profesor, «estoy clavado, ¿y qué?».
Habían calentado la cena en el microondas, recordó, y mientras comían él le preguntó a Wendy qué quería. Qué deseaba hacer con su vida.
Los pobres no nos planteamos esas cosas contestó ella.
Y Jaime calló.
No deberías haberle preguntado algo tan estúpido, se dijo.
Diez
Cuando se levantó, mucho antes del amanecer, con el cuerpo estragado por la noche de desvelo, pero con una extraña comezón en el alma, Jaime hizo cien sentadillas, cien abdominales y cien pechadas antes de meterse a la ducha. Aquello lo devolvió de golpe a su realidad de policía. Todo lo demás, admitió, había sido una especie de sueño. Un interludio de niebla, peligroso por su capacidad de obnubilarle la razón.
Con una determinación nueva se puso el pantalón negro con muchas bolsas, un par de botas impermeables que Rafael le había proporcionado, y una camiseta negra. Ese era el día de la operación final.
Revisó la Beretta y una nueve milímetros que Seigner le había entregado la víspera. Desarmó y rearmó cada una tomándose el tiempo y guardó los cargadores en las bolsas del pantalón. Luego se puso la sobaquera y el cinturón y guardó las armas antes de bajar a la cocina. Preparó el café y comenzó a hacer el desayuno mientras apuraba la primera taza: fuerte, negro y sin azúcar.
Los bellos durmientes fueron apareciendo a las cuatro y media, cada quien por su lado, con cara de quien no quiebra un plato. Jaime los observó de reojo, pero no dijo nada, divertido. En un principio había supuesto que Karen era la novia de Sebastián, cosa que no le constaba. En todo caso, se consideró la persona menos idónea para tirarle piedras. Al fin y al cabo, estaba demasiado consciente de su propio tejado de vidrio…
Se sentaron a comer y Jaime preguntó:
¿A qué horas es la salida?
Era otra pregunta retórica, porque su plan especificaba con claridad que debían estar listos a las quinientas… y ya iban tarde. De esta manera indirecta les llamaba la atención sin ser tan obvio.
Por toda respuesta, los dos tórtolos se apresuraron a terminar el desayuno y a tomar sus armas. Rafael le entregó a Jaime otros tres cargadores. Este se limitó a guardarlos. Como parte de un ritual, los tres se colocaron los chalecos antibalas y los cascos.
Los informantes nos han dicho que cada cierto tiempo El Tacuazín se marcha del prostíbulo, casi siempre de noche, en un panelito pequeño, de esos que reparten pan señaló Rafael.
¿Y adónde va? preguntó Jaime.
A dejar otro «paquete» al edificio B. Descuida. Ya le monté un cerco de vigilancia y funciona de maravillas.
Se dirigieron al todoterreno que aguardaba afuera. Abordaron el vehículo y mientras conducía, Rafael añadió:
Ayer ingresó a la clínica de la zona diez una mujer a la que le urge un trasplante de hígado… Y creemos que el «donante» ya está en poder de El Tacuazín.
Jaime preguntó:
¿Cómo lo saben?
Porque según los datos que tenemos repuso Karen ya le hicieron los exámenes al donador. Lo tienen identificado con una letra. Una W…
¿Qué exámenes?
Un hemograma completo, orina, una biopsia… detalló la joven.
¿Hepática?
Jaime palideció.
Sí… Pero… ¿por qué…?
Wendy. La donante es Wendy…
Calmate rogó Rafael . ¿De dónde sacás eso?
Tenía una herida en el abdomen, del lado derecho. Una herida pequeña, circular, muy semejante a la que deja una biopsia hepática. Y no se acordaba de nada de lo ocurrido el día anterior. Debieron de sedarla y llevarla dormida a la clínica de la zona diez, o al edificio B, para hacerle los exámenes… Karen: ¿para qué horas está programado el trasplante?
Hoy a las seis de la tarde.
Eso significa que se la llevarán en algún momento en el trascurso del día… Un órgano como el hígado no puede esperar mucho tiempo fuera del cuerpo… y para el procedimiento la tienen que mantener en ayunas durante varias horas.
Calmate. El burdel está vigilado afirmó Seigner . Si entra o sale un mosquito, nos vamos a enterar…
En ese momento, como si le hubieran leído el pensamiento, sonó el teléfono. Rafael contestó. Karen y Jaime guardaron silencio. Cuando colgó no fueron necesarias las palabras.
Rafael pisó a fondo el acelerador. En ese instante su radio sonó y se lo pasó a Jaime.
El panel va por el puente El Incienso dijo uno de los vigilantes que lo seguían de cerca.
Entendido. No lo pierdan de vista. Reporten cualquier cambio de dirección.
Por caminos secundarios que conocía muy bien, Rafael condujo a toda velocidad desde la Antigua a la zona de Palín, al sur del lago de Amatitlán mientras Jaime seguía monitoreando por el radio el avance del panel y del hombre que lo seguía.
En el asiento trasero Karen veía las trayectorias en su teléfono inteligente con una aplicación satelital.
Jaime no había estado de acuerdo en que participara en el operativo.
Si algo te pasa vas a causar un incidente internacional dijo.
No va a pasarme nada afirmó ella, muy segura de sí misma, en plan de chica Bond . Y, además, ustedes necesitan toda la ayuda que puedan conseguir.
Ha seguido hacia el sur, hacia Las Majadas afirmó Jaime, ignorándola.
Karen corroboró el informe y Rafael continuó conduciendo cada vez más cerca del edificio B. Ella consultó su teléfono y dijo:
Ya casi está ahí… igual que nosotros. Miren…
En efecto: detrás de una curva, en la carretera apareció el portón del recinto rodeado por un alto muro.
Jaime apreció la ironía del asunto: A un lado del intercomunicador había una letra metálica. Era una B mayúscula.
Once
Rafael abandonó el todoterreno detrás de unos arbustos justo a tiempo antes de que el panelito que manejaba El Tacuazín atravesara la puerta metálica y se internara dentro del recinto amurallado. A los diez minutos el vehículo volvió a salir y se perdió calle abajo.
Rafael les entregó los lentes infrarrojos de alta tecnología con los que se podía ver en la oscuridad. A pie y con mucha cautela rodearon el lugar buscando una de las entradas a la red de sótanos. La casa se levantaba en lo alto de una colina y se accedía a ella por un camino de tierra, de unos cuatro quilómetros de longitud, que se unía a la carretera que va de Palín a Escuintla. Cada vez había más luz, de modo que debían moverse rápido antes de que alguien los detectara.
Localizaron la entrada. Tenía la apariencia de una bóveda de teléfonos. Lograron penetrarla sin problemas y bajaron por una escalerilla hasta la red de túneles. Gracias a la tecnología GPS pudieron orientarse y dirigirse a lo que Jaime, cuando analizó los planos, juzgó que debía de ser el puesto de mando. No tuvieron dificultad en neutralizar a los tres hombres que lo ocupaban. Después de maniatarlos y amordazarlos, Jaime instaló un dispositivo proporcionado por Sebastián Ulloa que bloqueó de modo automático las comunicaciones de radio, Internet y teléfonos.
En las horas anteriores, tan pronto como dieron con la localización del edificio B, Sebastián había analizado la información hackeada a las computadoras de la clínica y logró determinar cuántos vigilantes había contratados para cuidar dicha ubicación. Se trataba de una docena de hombres. Aparte, había un número mínimo de personal médico. Era claro que entre menos gente hubiese en el secreto, mejor.
Las trabajadoras de la limpieza hacían su labor una vez a la semana en todas las instalaciones, excepto el área médica, que era mantenida bajo las más estrictas normas de higiene por el personal de enfermería: una mujer y un hombre. Entre tanto, Rafael localizó la caja de fusibles y cortó la energía. Calculó que eso les daría algunos minutos durante los cuales podrían atacar a los vigilantes que aún quedaban en pie, sin ser vistos.
De aquel modo pusieron fuera de combate a media docena de sujetos y se dirigieron a la zona donde se realizaban los procedimientos médicos.
En una sala aledaña encontraron una serie de jaulas hechas con malla ciclón y tubos. Estaban todas vacías, pero en cada una había pistas sobre su uso: ropas abandonadas, platos con restos de comida…
A su pesar, Jaime se estremeció.
Aquí los engordaban pensó.
Había sido ahí donde habían tenido prisioneros a los niños cuyas autopsias había realizado Mario García.
La constatación del mal aumentó su angustia. ¿Dónde tenían a Wendy?
Siguió avanzando con cautela antes de penetrar en el quirófano.
Y ahí, por la ventanilla en la puerta, la vio.
El cuerpo de la muchacha cubierto por sábanas estériles estaba sobre una camilla. Al parecer ya la habían dormido porque sobre nariz y boca le habían aplicado la mascarilla de la anestesia. La joven permanecía inmóvil, boca arriba, mientras dos mujeres controlaban sus signos vitales.
El inspector las reconoció: Lucrecia Montesinos, cirujana de trasplantes, y Yolanda Vargas, tecnóloga médica y enfermera, encargada de las pruebas de compatibilidad.
Las dos mujeres se tensaron, pero permanecieron quietas en cuanto oyeron el seguro de las armas que les estaban apuntando.
Justo a tiempo pensó Jaime.
En la mano derecha de la cirujana brillaba el bisturí con un filo ominoso.
Bájelo ordenó el inspector.
Sin decir palabra, la mujer obedeció.
Doce
De ahí en adelante, la memoria del inspector se tornaba un tanto borrosa. Mientras Karen ataba y amordazaba a ambas mujeres, él corroboró que los signos vitales de Wendy fueran normales y estables. No tardó en llegar la ambulancia que pidieron a Morrison y que condujo a la joven de inmediato a un lugar seguro. De lo ocurrido ella no guardó ningún recuerdo.
En ese momento Rafael dejó entrar a un grupo de hombres bien armados que se quedó custodiando el perímetro. Jaime lo miró interrogante.
No te preocupés. Están en la jugada dijo, por toda explicación.
Volvieron al lugar donde habían dejado el todoterreno y abordaron el vehículo. Rafael condujo a toda velocidad por la carretera entre Amatitlán y Palín. Iban a completar la segunda parte del plan.
Nadie pareció extrañarse del todoterreno. Antes bien le cedieron el paso. Los cascos y los chalecos les daban una anónima apariencia militar. Qué paradójico, pensó Jaime. Tanto combatir a los chafas para venir a adoptar toda su parafernalia. Pero al instante siguiente sus pensamientos estaban concentrados en las acciones que demandó el operativo a medida que se fue concretando.
Se metieron al parqueo subterráneo de la clínica sin que nadie osara detenerlos. Una vez completada la operación en el edificio B, Rafael había tenido la precaución de despojar a los vigilantes de sus armas, de modo que Karen y Jaime, con sus caras semi cubiertas por cascos parecidos a los de los antimotines, habían hecho el recorrido desde Palín ostentando sendas escopetas recortadas.
Subieron por el ascensor de mantenimiento hasta el piso más alto y una vez ahí los vigilantes los dejaron aproximarse a la suite del general sin hacer el menor intento de impedirles la entrada.
Si les importa vivir, váyanse ordenó Rafael.
Karen oprimió los botones en el orden correcto. Era un código cortesía de Sebastián Ulloa. El teclado sonó como el de un teléfono antes de que la puerta blindada se abriera dándoles acceso al sancta sanctorum del general Rojas.
El hombre estaba vuelto de espaldas a la puerta. Vestía un elegante traje gris y una corbata azul. Tenía la mirada perdida en el horizonte de la ciudad que resplandecía bajo el sol de la mañana. Cuando se volvió, a Jaime no le quedó duda, por la expresión de su cara, que sabía que venían y que los estaba esperando.
Mala cosa, pensó. No había factor sorpresa.
Era el momento de la verdad. Jaime se había preguntado varias veces si llegado ese instante Rafael sería capaz de afrontar su destino homicida.
Porque una cosa es hablar de matar a un hombre y otra muy distinta dispararle a sangre fría, por muy convencido que uno esté de que el sujeto en cuestión es un canalla que no merece vivir. Si no mereciera la muerte por los crímenes ya cometidos, había reflexionado el inspector, al menos podía justificarse su muerte para impedir los que pensaba cometer en el futuro.
Pero entre tanto, el general no parecía asombrado de la presencia de aquellos seres armados que habían irrumpido en su despacho.
Nos esperaba concluyó Jaime en voz alta, remachando lo evidente.
En efecto, inspector. Los esperaba. No creerán que son ustedes los únicos que saben cómo obtener información de inteligencia.
«¿Quién?», se preguntó Jaime. Y la respuesta le dolió por obvia.
«Acabemos ya», pensó el inspector, exasperado de pronto, sin bajar la escopeta recortada con que apuntaba al general. Un tiro y ya. Demasiada charla.
Pero al parecer Seigner no se decidía a asestar el golpe final.
Usted mató a mi hermano dijo, como si hiciera falta.
Lo torturó hasta la muerte añadió.
No había miedo en las pupilas del general. Solo una fría y mortal indiferencia.
¿Qué le hace creer que saldrá vivo de aquí? dijo, con un tono glacial que no auguraba nada bueno.
¿Por qué piensa que puede negociar? replicó Rafael con la misma indiferencia.
La luz se hizo de pronto en los cerebros de los tres.
De pronto Seigner bajó la escopeta y sacó la nueve milímetros. Jaime advirtió la repentina palidez en el rostro del sujeto. Las escopetas tenían balas de salva. Los habían dejado entrar. Todo había sido planeado hasta el último detalle. Bajó el arma y sacó la Beretta. Karen lo imitó en silencio.
Por encima de mí hay otros. No puede acabar con todos.
No admitió Rafael . Pero por el momento con quitarlo de en medio me conformo. Ya veremos si la vida alcanza para más.
Gruesas gotas de sudor comenzaron a formarse en la frente del general, y Jaime advirtió sin esfuerzo que aquel sujeto, en el último juego de su vida, se estaba quedando sin cartas.
Hay otras formas… empezó a decir, al tiempo que su mano se acercó a la gaveta del escritorio.
Se oyó un primer estallido seguido de otros dos casi inmediatos. El primer balazo, el de Rafael, le impactó en la frente. El cuerpo macizo acusó el impacto y se movió hacia atrás, perdiendo el equilibrio. En ese momento, el segundo y el tercer proyectil impactaron su tórax. Se llevó las manos al pecho. Enseguida se dobló hacia delante y cayó de bruces sobre la alfombra.
Las cosas parecieron ocurrir de modo irreal, como en cámara lenta. El tiempo, comprobó el inspector, adoptó otra consistencia, como si fuese una melcocha. Se alargó de pronto, como si los segundos se estiraran.
Jaime se acercó poco después, cuando pareció despertar, y le buscó el pulso en el cuello. Era su deformación profesional. Al fin y al cabo, era médico.
El hombre estaba muerto.
Rafael lo miraba fijo, todavía sin bajar el arma. Luego, como impelido por un resorte, reaccionó y guardó la nueve milímetros con un movimiento automático.
Vámonos dijo.
Los demás lo siguieron y bajaron por el ascensor de mantenimiento. Cuando llegaron al sótano advirtieron que no había nadie. Los vigilantes se habían borrado del mapa. Subieron al todoterreno. Rafael quiso tomar el volante, pero Jaime se lo impidió. Le quitó las llaves y condujo lo más rápido que pudo hasta la casa de Molino de las Flores. Ahí Adán Maldonado les dejó el taxi y se llevó el vehículo. Él sabía cómo hacerlo desaparecer.
Entre tanto, se ducharon, se cambiaron de ropa y metieron en grandes bolsas de jardín los trajes de faena, los cascos y los chalecos. Ya pasaría Maldonado a recoger todo. Hecho esto, abordaron el taxi y Jaime condujo con rapidez hasta la quinta de la tía Violeta.
A su lado, Rafael miraba la ruta con una máscara de indiferencia sobre el rostro. En ese momento su teléfono sonó.
Está hecho dijo.
Y colgó. Arriba, observó Jaime, brillaba el sol del mediodía y ninguna nube oscurecía el firmamento.
* * *
Permanecieron ocultos durante muchos días, sin salir de la casa. Los noticieros de televisión se empacharon con la noticia. Nadie sabía de dónde habían salido los asesinos del general Rojas. Se hablaba de un comando guerrillero, de una banda de narcotraficantes, de ajustes de cuentas entre el crimen organizado o, incluso, de un nuevo escuadrón de la muerte. Una vez que ellos lo abandonaron, el edificio B fue asaltado por una turba de gente desharrapada que había saqueado el lugar hasta los cimientos antes de prenderle fuego y huir sin que nadie acertara a explicarse de dónde había salido y adónde se escondió cuando los bomberos habían extinguido las llamas.
Antes de la llegada de la multitud, los vigilantes y el personal médico se habían retirados del lugar. Jaime se imaginaba que Morrison los había puesto a buen recaudo. Más fácil y rápido que una extradición. Nunca los encontraron y jamás se supo qué había sucedido con ellos.
Adán Maldonado y sus hombres, el inspector estaba seguro de ello, actuaron con la pericia de un batallón de fuerzas especiales. Se lo debían a sus patojos, a los niños secuestrados por gente como El Tacuazín y La Camiona, que los habían entregado para que les extrajeran los órganos. Hacía muchos meses que Adán buscaba a su hijo, y el único que pudo averiguar qué había sido de él fue Seigner.
El doctor García había hecho un trabajo excelente formando un banco de datos de ADN con muestras tomadas a todos los cadáveres. De ese modo las familias pudieron por fin sepultar a sus desaparecidos. Esa era una deuda, pensó Jaime, muy difícil de pagar. La clínica fue cerrada y el edificio vendido. José Rojas quedó asociado para siempre a lo más negro de la Guerra Sucia y su nombre se fue convirtiendo, a medida que pasaron los años, en un solitario pie de página en los libros de historia.
Del doctor Harold Villegas, autoridad mundial en trasplantes, médico graduado de la USAC con una especialidad ganada en la Universidad de Georgetown y fiel ejecutor de las órdenes del general, nadie volvió a saber nunca. El inspector suponía que Morrison y su gente se habían encargado de él con la misma eficiencia con que hacían todo. O tal vez, pensó con malicia, ahora, con la cara y la identidad cambiadas, trabaja para los gringos. Al fin y al cabo, ellos mismos alguna vez han dicho que no tienen amigos: Solo intereses.
Nunca se sabe, pensó.
Meditando en todo esto deambuló por las calles de la zona 1 hasta llegar a la amplia plaza que se abre delante del Palacio Nacional. Lo único que Jaime Soto en verdad lamentaba fue no haber podido volver a ver a la Wendy, ni siquiera para despedirse. Estaba consciente de que lo había traicionado al poner al Tacuazín en conocimiento de que él le seguía la pista a Candelaria. Pero también sabía que la muchacha no tenía opción. Al fin y al cabo, reflexionó, solo trataba de sobrevivir. Y ella, lo comprendió bien, como muchas otras personas en el mundo, intentaba salvar el pellejo. Se preguntó de pronto si alguna vez la volvería a ver. Recordó su piel morena, joven, y la dulzura de sus ojos, mientras con gesto maquinal encendía un cigarrillo. Protegió la llama del encendedor del soplo intenso del viento.
«Claro», se respondió con sorna: «En tus sueños».
Se alejó. Una suave llovizna tiñó de gris las luces del atardecer.
«Como siempre», pensó. «Mañana será otro día».
Una bandada de palomas, blanca sobre el cielo gris, se perdió con rumbo a la catedral, que seguía impávida, coronada por sus cúpulas en forma de cebolla. Al costado norte de la plaza, el Guacamolón callaba sus secretos. Más muertos y más sangre. O sea: lo normal.
Nada nuevo en países como los nuestros. Después de pensar esto, el inspector se encogió de hombros. Siguió caminando, hasta perderse al doblar una esquina.