Carmen González Huguet
Dos
Tomó el radio que colgaba del cinturón y transmitió su indicativo. En la jefatura no recibieron con beneplácito su hallazgo. El país tenía más muertos de los que podía enterrar en tumbas cenagosas y ahora venía Jaime Soto a engrosar la lista con nuevos cadáveres. Y por lo visto, quizás eran cadáveres guatemaltecos.
«Homicidio es homicidio», replicó el inspector con su lógica implacable. «Los cadáveres están ahora del lado salvadoreño y mi deber es investigar. Si usted no quiere que investigue, deme la orden por escrito», replicó a Gabino Morente, quien de inmediato arrió velas, tal como el policía pensaba. Al menos, en algo estaban de acuerdo el jefe y el inspector: «El trabajo es el trabajo, y el trabajo hay que hacerlo bien». El comandante militar y el piloto dieron parte a sus superiores. Entre tanto, Jaime llamó por radio al ingeniero Ismael Torres, de la Fiscalía, quien se limitó a solicitarle:
—Deme las coordenadas del GPS —y las anotó en su agenda.
—Tráigase un camión, ingeniero. Uh… de por lo menos unas diez toneladas.
Torres no hizo comentarios. Se conocían desde hacía mucho tiempo y bien sabía que, viniendo de Jaime, la petición iba en serio y no por joder. Dejó por último al doctor García. Sabía lo saturado de trabajo que estaba. En tales casos los empleados de Medicina Legal se limitaban a fotografiar a los fallecidos y los enviaban a la fosa común. Pero a pesar de todo, Mario no lo tomó a mal.
—¿Cuántos son? —preguntó, resignado.
—No lo sé con exactitud. He contado más de veinticinco. Estoy en contacto con Torres. Él se comunicará con usted.
Habían salido al amanecer y encontrado los barriles a las setecientas. El ingeniero Torres, haciendo milagros, apareció a eso del mediodía. Para entonces el comandante departamental había conseguido que le enviaran un refuerzo de seis soldados que llegaron en un yip del ejército con palas y piochas y de inmediato se pusieron a desenterrar barriles. Cada uno de estos, según apreciaciones de los presentes, pesaba entre seiscientas y setecientas libras.
Cuando el ingeniero Ismael Torres llegó con un camión prestado a una empresa constructora propiedad de un amigo suyo, todos se pusieron a ayudar. Después de varias horas de trabajo agotador, lograron cargar diez barriles y el inspector se marchó junto con Torres de regreso a San Salvador. Los soldados se quedaron custodiando la escena. Eran casi las seis de la tarde cuando llegaron a Medicina Legal. Con ayuda del personal bajaron los barriles y los dejaron en el parqueo techado. Torres se llevó el camión. Se fue a su casa, y después de ducharse, cenó con su esposa y sus hijos y descabezó unas horas de sueño antes de regresar por más. Su mujer, Rita, ni siquiera le preguntó qué hacía un camión de diez toneladas estacionado afuera. Después de tantos años de matrimonio, estaba acostumbrada a esa y a otras cosas más raras que su marido terminaba llevando a casa.
En Medicina Legal uno de los barriles fue llevado dentro y de inmediato Jaime Soto y Mario García empezaron a trabajar. Después de muchos esfuerzos sacaron al cadáver de su envoltura. «Mujer de quince a veinte años. Habrá que revisar la dentadura para ver si ya le salieron las muelas cordales. Cabello negro, largo. Presenta una especie de momificación debida con seguridad al cemento y al vacío protegido por la bolsa plástica. No hay larvas ni insectos de ningún tipo. Es difícil establecer cuánto tiempo lleva muerta. Conserva casi toda la musculatura». La grabadora fue recogiendo sus palabras. Una hora después, el inspector Soto se había lavado y estaba tendido sobre el sofá, en el despacho del doctor García, durmiendo un rato. El cansancio que arrastraba lo había dejado exhausto. Mario lo dejó descansar y continuó la autopsia solo. Y ahí empezó la sorpresa del forense, porque cuando examinó el cráneo, se percató de que debajo de los párpados, a la difunta le habían extraído las córneas. Y luego, separando los miembros, ya que el cadáver había quedado en posición fetal dentro del barril, se dio cuenta de que presentaba una sutura quirúrgica al parecer peri mórtem. Al abrirla, notó lo más macabro: no tenía corazón, ni hígado, le faltaban los dos riñones y varios huesos.
Mario García era un forense muy experimentado, pero en todas sus décadas de trabajo nunca había visto nada semejante. El salvajismo sistemático de los asesinos lo estremeció. El cuerpo había sido saqueado por completo. Cada órgano útil había sido sustraído del cadáver. ¿Quién, pensó, podía hacer una cosa así? Para el doctor García lo más espeluznante era la precisión quirúrgica de quien había cometido aquel acto macabro. Venas, arterias, vasos capilares habían sido seccionados por alguien que de seguro era un cirujano muy hábil. Aquella no era la obra de un carnicero aficionado. El asesino era, sin duda, un profesional. Salió de la sala de autopsias y se acercó al sofá donde el inspector dormía. Al moverlo, este despertó. Cuando Jaime alzó la vista y la cruzó con el forense, vio el miedo asomándose a los ojos claros de Mario.
—Jamás había visto nada como esto. Es claro que nadie anda por ahí dejando un montón de barriles rellenos de cemento y cadáveres. Si la tormenta no hubiera provocado el derrumbe, y si vos no hubieras estado ahí, tal vez estos homicidios nunca habrían salido a la luz. Pero te juro que no esperaba encontrarme con esto. Es la obra de un sicópata.
—Un médico.
—Y no un médico vulgar. Este es un cirujano. Uno muy bueno. Un experto. Además, no estoy seguro de que se trate de una única persona. Este tipo de operaciones implica un equipo bien entrenado, un quirófano, instrumental moderno… en resumen: una clínica bien montada. Un hospital.
—¿Conocés a alguien que haga trasplantes y tenga una clínica semejante aquí en El Salvador?
—No. Aquí no hay nada parecido. Se realizan algunos trasplantes en hospitales públicos y privados. Pero no tantos, ni tan diferentes. Estamos hablando de unos cuatro trasplantes por cadáver, por lo menos. Si son más de veinticinco cadáveres, eso hace cien trasplantes… quizás más.
Soto lo miró atónito.
—No sé si sos consciente de lo que has hallado, pero esto es algo muy grave. Y estamos apenas empezando.
Jaime examinó el cadáver.
—¿Has hallado algo… alguna cosa que permita identificar a esta mujer?
—No… aunque aquí hay algo que me ha sorprendido.
Le señaló la pierna derecha. En la lívida masa momificada se veían con claridad unas letras de carta, negras. «Acajutla», leyó el inspector. Sacó su celular y le tomó una foto.
—Algo es algo —dijo.