Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Los vientos de octubre anunciaban la llegada de las vacaciones. Muchos de mis amigos los esperaban para inundar las zonas polvosas con todas las aventuras de esos años. Los vientos llegaban con octubre, a diferencia de la última década en que cada vez llegan con más retraso.
En esos años elaborábamos carreteras en la tierra con paletas de madera, y dejábamos que los carritos se empolvaran para que pareciera que acababan de pasar por la Troncal del Norte, que en esos años estaba en ampliación o reconstrucción (No recuerdo bien), y de pronto suspender el juego para imitar el viento en carreras para jugar mica, ladrón librado o escondelero. Así dilatamos esas tardes. En esos años no tenía importancia para mi llegar rubio de polvo a la casa, y el polvo era más natural. Las calles de tierra, los patios y jardines de las casas, los parques, los terrenos baldíos. Había tierra de sobra.
Lo que más me gustaba de esos meses era el rumor de los árboles que parecían susurrar mientras se mecían. Me gustaba oír como silbaba el viento entre las ramas y cómo elaboraba pequeños torbellinos de polvo. La primera vez que vi uno sentí que vivía una película.
Confieso que me asusté cuando escuchaba que el viento desprendía la duralita o como decían “azotaba”.
Quizá por eso los vientos de octubre es lo que más extraño de mi niñez. Me evocaba libertad, además de frescura (que ya de por sí es decir bastante) porque en esos días había que usar suéter.
Con el tiempo de vientos me aventuraba a leer o escribir en los parques. En lugar de quedarme en casa, me gustaba ver el espectáculo, era como si el viento tuviera sus propios deseos y se daba a la tarea de querer levantar vestidos, de arrebatar gorras. Y se las daba de artista, porque tomaba un conjunto de hojas que trasladaba como bandada de aves de un lugar a otro, para después tomar una bolsa de plástico y mantenerla suspendida como si la bolsa ensayara ballet.
Muchos de los cuadernos que me acompañaron también vivieron ese menear del viento. Colocaba mi mano a unos centímetros del papel y esperaba a que el viento comenzara a tronar bajo esta.
Nunca elevé una piscucha. Siempre vi con admiración como otros niños lo hacían. Yo me quedé solo con correr procurando elevarla. Pero, lo que sí hice fue elevarme con el viento. Además de ver lo que hacía cerca de mí, me reclinaba a ver como se despejaba el cielo de nubes o como alguna nube parecía el paso de un borrador de aquellas pizarras de tiza que ya casi no se ven.
En esos días octubre era octubre. Ahora los meses parecen iguales, siempre calurosos. Poco a poco el clima va cambiando, así como la infraestructura del país. A veces da la impresión que la tierra y la vegetación hace estorbo. Y los niños de este tiempo, de seguro, se preguntan porqué le decimos vientos de octubre a los vientos de noviembre.
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