Oscar A. Fernández O.
La sensación de angustia por el déficit de seguridad, sovaldi no es una evidencia social sencilla. Nunca ha sido puramente el reflejo de los índices del delito, de los cuales es relativamente independiente; aumenta cuando se produce un incremento de la criminalidad, pero una vez situada no disminuye, aunque las tasas de delito decrezcan. Tampoco los niveles de temor entre los sexos, las franjas de edad y los niveles socioeconómicos son proporcionales a la probabilidad de victimización real que enfrenta cada grupo. (Gabriel Kesller, 2009).
La cuestión de la violencia social es un tema que suscita gran interés por el carácter dramático de su manifestación, así como por sus consecuencias; no sólo a nivel de la sociedad en su conjunto, sino también en el contexto de la vida cotidiana. La nuestra se ha convertido en una “Civilización de la violencia” y en nuestra región y específicamente en El Salvador, en un problema endémico-estructural. Este fenómeno puede asumir el carácter tanto de un estilo de vida como de una estrategia de sobrevivencia.
Por ello, cada vez nos convencemos más de que es inútil buscar una respuesta categórica en la moral y la religión al problema que plantea la violencia y que proscribirla por medio de declaraciones políticas es absurdo e hipócrita. Una reflexión seria sobre la violencia no puede separarse del contexto, las circunstancias y los fines. La agudización del problema de la violencia social es difusa y se entiende: 1. Dentro del estilo de vida que genera el modelo de una sociedad de mercado neoliberal; 2. Como respuesta al fracaso del modelo democrático-representativo, dirigido por las oligarquías económicas, hoy transnacionalizadas; 3. Como estrategias de sobrevivencia del yo (tanto individual como colectivo) ante la implantación de una sociedad del tipo “orden caníbal”, fundamentada en el darwinismo social, que se expresa en las guerras entre grupos sociales, con una lógica tribal; 4. En el contexto de una situación de anomia de la sociedad globalmente considerada, en dónde se aparta al Estado, regulador histórico de las colectividades y se implanta “la ley del mercado”, que se basa en la preeminencia de la desigualdad.
En este sentido, como manifiesta Yves Michaud (1989) debemos advertir que “las variaciones, las fluctuaciones, la ubicuidad y finalmente, la ambigüedad de la violencia constituyen positivamente su realidad”.
Hasta fines de los años ochenta, la mayoría de las corrientes teóricas que abordaban el tema de la violencia si bien no coincidían sobre sus causas y sus posibles consecuencias, desde cierto punto de vista, compartían implícitamente el supuesto evolucionista y modernista de que la violencia en las sociedades contemporáneas eran un lastre de las relaciones tradicionales o pre modernas.
En general se sostenía que con el aumento de la racionalización de la vida social, para unos, o con una distribución equitativa de los bienes materiales, para otros, la violencia tendería paulatinamente a reducirse, desapareciendo como problema social relevante. Tan sólo las teorías sociológicas más conservadoras postulaban que la violencia era parte de la naturaleza humana y por tanto elemento constitutivo de toda relación social en cualquier tipo de sociedad. Esto condujo a que hasta inicios de esta década los temas relacionados a la violencia no fueran considerados en la agenda de los partidos progresistas y revolucionarios, y solo los partidos más conservadores fueron los que mantuvieron una prédica constante para aumentar la represión como única forma de resolución del problema.
La situación en la actualidad se ha tornado muy diferente. La violencia constituye una de las preocupaciones principales en la agenda de todos los partidos políticos, de las ciencias sociales y de los ciudadanos comunes. Las investigaciones de opinión pública realizadas periódicamente en países de todas las regiones del mundo indican que el sentimiento colectivo de miedo e inseguridad aumenta cada vez con menos diferencias sociales (Adorno y Peralva 1997). Paradójicamente entonces, se forma un amplísimo consenso contra cualquier tipo de violencia al mismo tiempo que se da un aumento vertiginoso de su presencia en todos los ámbitos de la vida social, que se percibe como “inevitable”.
Por otra parte, estos hechos han ingresado al campo mediático en el que sufren una mutación mercantilista, creando una competencia que lleva a que las noticias sobre violencia respondan más a la lógica propia del relato, que a la dinámica de los hechos. Se construye de este modo, una imagen manipulada que dificulta una percepción adecuada del problema.
Por estas razones, para presentar sociológicamente el fenómeno de la violencia, debemos hacer un esfuerzo por tratar de romper con el sentido común y las urgencias mundanas, como nos aconseja P. Bourdieu (La violencia simbólica), y plantearnos el problema desde otra perspectiva (Alberto Riela) Ensayemos, en un plano muy general y sin utilizar referentes empíricos precisos, ordenar nuestras ideas sobre el tema explorando las relaciones existentes entre el crecimiento de la violencia social y los procesos que caracterizan nuestra contemporaneidad: globalización, fragmentación social, nihilismo, consumismo, desindustrialización y pérdida de centralidad y soberanía del Estado independiente.
Los fallos heredados en el funcionamiento del actual sistema en general, expresado con crudeza en el aumento de la pobreza, la exclusión social y el desempleo, la explotación laboral, la crisis del sistema político, la baja calidad de educación, los altos índices de violencia, el abandono de los agricultores, el saqueo de la propiedad pública, los intentos conservadores de convertir al Estado en una ente policial, la baja capacidad de las instituciones públicas y la corrupción de los altos funcionarios y políticos, se han convertido en fértiles viveros de un gigantesco conflicto social ascendente. Existe en nuestra sociedad una aclamada necesidad de seguridad y demanda de justicia equitativa, pero el oportunismo de los políticos tradicionales, nos ofrece lo mismo, más severidad en la pena y más cárcel, a pesar de sus reiterados fracasos, lo cual vuelve la justicia lenta y pesada, indulgente con el poder y severa con el descalzo. Si tenemos en cuenta que las políticas penales y de seguridad se elaboran a conveniencia de las oligarquías económicas, el sistema penal adopta poses de una verdadera venganza clase. En pocas palabras, la violencia social en El Salvador, es el reflejo de una lucha de clases en su más trágica expresión.
En este contexto, la consolidación del aparato policial sólo responde a la necesidad de reprimir el crimen y los conflictos sociales, derivada de un sistema criminológico oportunista que convierte al Estado en el verdugo social y a la Policía en su instrumento de castigo.
No olvidemos que la violencia posee una fecundidad propia, se engendra a sí misma. Hay que analizarla siempre en serie, como una red. Sus formas aparentemente más atroces y a veces mucho más condenables, ocultan ordinariamente otras situaciones de violencia, más brutales y menos escandalosas por encontrarse prolongadas en el tiempo, como parte “de un sistema” o de un orden de cosas que se asume como normal, protegidas por ideologías o instituciones de apariencia respetable. La violencia de los individuos y la de sectores sociales, debe ponerse en relación con la violencia de los Estados y otros poderes de facto, generalmente ocultos. La violencia de los conflictos con la violencia de los órdenes establecidos. De tal forma que el gobierno del FMLN, no sólo lucha contra la compleja manifestación de un problema que hunde sus raíces históricas en la estructura social, sino que también lo hace contra un orden autoritario por antonomasia, que explica la esencia de la crisis del actual sistema político.
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