José M. Tojeira
Cada vez se habla más en el sector académico de la urbanización de la violencia. Aunque la violencia se difunde fácilmente en los cuerpos sociales, viagra las ciudades han sido tradicionalmente las que sobre todo a partir del rápido crecimiento de las mismas, nurse en el siglo XX, han ido adquiriendo protagonismo. En El Salvador no hay excepción, aunque la violencia en los últimos años se haya difundido en el campo. Pero la rápida urbanización y el reducido tamaño del país interconecta fácilmente a la ciudades con el campo. Especialmente el crimen organizado se mueve con mayor fluidez y eficacia en las ciudades. Pero en general hay una serie de factores que hacen que la ciudad se convierta en nido de violencia con facilidad.
En general nuestras ciudades han crecido demasiado aprisa y con muy poca planificación. La gente ha venido del campo desarraigándose de culturas y tradiciones ancestrales, buscando trabajos precarios ante la ausencia de trabajo digno. En las ciudades, por otro lado, se capta con mucha más evidencia la desigualdad. Todo está cerca y la pobreza extrema vive en la cercanía del 10% más rico. Al mismo tiempo los bajos índices de crecimiento económico y la falta de oportunidades laborales han coincidido con la globalización no sólo económica sino también de la información. Ante esta última, los jóvenes de los cinturones de pobreza han tendido a ampliar sus expectativas de futuro, con frecuencia más allá de las posibilidades que ofrece el país. La migración es en parte muestra de ello. Se van porque aquí consideran que no hay futuro digno. Una infraestructura deficiente en los barrios pobres, con ausencia de agua y otros bienes indispensables en el campo de la salud, la educación o el bienestar, tensan todavía más la situación. La proliferación de armas ligeras y el fácil acceso a las mismas multiplica la letalidad de los comportamientos conflictivos, desde los robos hasta las venganzas y los pleitos. El hecho de ser lugares de paso de la droga hacia el norte, al menos en nuestros países centroamericanos, acrecienta riesgos e incide directa y claramente en actitudes y acciones violentas. El bajo nivel de eficacia de la PNC, unido a comportamientos mano-duristas y desmotivación por bajos salarios, se suma al ambiente propiciador de violencia. El estilo confrontativo y agresivo del liderazgo político, tendiente a polarizar la vida ciudadana en torno a intereses de grupo pone finalmente un ambiente de tensión que no alienta a la solución pacífica de conflictos.
Es precisamente en estos contextos en los que surgen las pandillas. El culto a una masculinidad machista, la exclusión educativa, el ocio, la marginación ha facilitado su crecimiento. El ambiente tenso, la ausencia de salidas laborales, el sentido de territorio y de su defensa, ha orientado claramente a estos grupos hacia la violencia. El crimen organizado ha procurado además servirse de ellas tanto para la distribución o tránsito de la droga, control de territorios o incluso en algunas ocasiones para labores de sicariato. La cultura machista se refuerza simbólicamente con la posesión y utilización de armas de fuego automáticas o semiautomáticas que se multiplican anualmente de forma alarmante.
De momento no se percibe que la difícil situación esté dando marcha atrás. La polarización política y la instrumentalización de la misma por los sectores de oposición, que en el pasado tuvieron los mismos o peores errores, impiden encontrar caminos que sean de consenso. Caminos que son indispensables no sólo para superar la desigualdad y la violencia, sino cada día más necesarios en un país lleno de vulnerabilidad. Terremotos, inundaciones, sequías nos sacuden con relativa frecuencia. Las amenazas del cambio climático afectarán especialmente a los países contenidos entre los trópicos. Y dentro de estos países afectarán especialmente a las ciudades. Entre nosotros todo hace pensar que no hay un estudio serio de la vulnerabilidad que tenemos ante el cambio climático. Y mucho menos planes de contingencia y de superación de riesgos. Si no estamos preparados para la situación, catástrofes ambientales o sísmicas pueden aumentar las tensiones existentes y llevarnos a una especie de guerras, que no serán como las clásicas ni como las civiles, sino un tipo de violencia en continuo cambio.
Si se quiere realmente enfrentar la violencia existente hay que comenzar a revisar y corregir las desigualdades existentes. Que funcionarios del estado ganen 40 y cincuenta veces más que alguno de los salarios mínimos vigentes es un escándalo en un país pobre como el nuestro. La falta de transparencia del gran empresariado sobre sus ingresos es también escandalosa. Mientras a la clase media se le miden las costillas, los grandes empresarios tienen tanto legislación como mecanismos y ayudas para disimular sus ganancias o defenderse de las acusaciones o multas. Una fiscalidad mucho más exigente y estricta con los grandes potentados, especialmente con el uno por ciento de la población más rica, es necesaria para superar estas desigualdades hirientes. La inversión drásticamente mayor en salud, educación, prevención de riesgos es también indispensable. Crear una cultura de solución pacífica de conflictos, aplicar a algunos de los jóvenes delincuentes formas de justicia transicional bien planificadas, combatir con mayor exigencia la cultura machista, combatir el trasiego de armas y el crimen organizado son pasos en muchos aspectos indispensables. La gran mayoría de los jóvenes en El Salvador son gente decente. Muchos se desaniman de la situación y buscan migrar. Otros deciden quedarse y enfrentar la situación. Sin embargo en las grandes ciudades los jóvenes siguen siendo los sospechosos habituales y los detenidos frecuentes. En una sociedad desigual y violenta como es la nuestra, perseguir a los jóvenes redunda en la multiplicación de la violencia más que en el control de la misma.
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