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Vísceras de la memoria

Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, 

[email protected]

Desde Comala siempre…

 

y

 

Karen Escalante-Barrera

[email protected]

Desde Comala siempre…

 

Gracias infinitas

A veces resbalo en el recuerdo como si hojeara un álbum de fotos que, en sucesión cronológica, transcribe mi infancia.  Esos días ahora marchitos afloran en el tedio de una memoria que acontece entre trabazones de microbuses repletos y pitonazos en destrabe.  En vez de aliviar el tráfico, lo saturan de ruidos tan contaminantes como el humo.  Corean Dixit Dominus a ritmo disforme de cumbia, sonora y matancera del tímpano.

Entonces divago y me imagino niña ingenua quien, de la mano de mi abuelita, camino por las calles medio vacías de Santa Tecla hacia el bullicio del mercado.  Ahora transcurro bajo una lluvia tan intermitente como las palabras que la evocan.  Acaso en ese recuerdo anhelo opacar el asfalto urbano que desgaja la presencia desde su entraña viva.

A mi abuelita la miraba hasta allá arriba, alta y erguida, desde mi pequeño mundo infantil y breve estatura.  Me parecía gigante en estrella, tan repleta de luz, como varios soles que irradiaban amor desde la hora del nixtamal.  Sólo de pensarla se ilumina mi rostro.  De nuevo me ilumino yo misma pese al barullo urbano del tráfico.  Tan feliz me sentía de su mano, apenas emergiendo en oruga sin rima, que mis ojos no alcanzaban a escudriñar cada gesto suyo, ni cada lugar que recorríamos a paso amplio.  Entonces se agudizaban mis sentidos.  Tanto la marcha me agudizaba el alma que sus palabras y ella misma siempre circularían en mí, tatuada de recuerdos.

Al bajar del bus, había locales de ventas varias en los portales, ubicados en el centro de la ciudad, a una cuadra del mercado, frente al parque Daniel Hernández.  En la calle, antes de ingresar, se escuchaba que cada vendedora anunciaba a altavoz la mercadería y su precio.  Cada una lo hacía de forma particular, repetitiva como en una canción a ritmo distinto que se reunían en el coro de una letanía.

—¡Vaya los chileees, tomaaates, ayotes, guineooos! ¿va quereeer? —se oía el tintineo de un bolero acompasado.  Son cinco colones, o ¿cuánto quiere?, pregunte sin pena.

Se vendían comestibles, productos de primera necesidad, ropa, sandalias, etc.  Mientras desfilábamos entre pasillos de puestos improvisados en plena calle, en las aceras, los cuales invadían vendedoras sentadas en banquitos de madera diminutos.  Observaba que en sus respectivos canastos, tejidos de mimbre, colocaban hojas de huerta de guineo y, sobre sus cogollos, la venta del día.  Me desconcertaba escuchar el canto de cada una y el de todas a la vez, en villancico misivo pero curioso.  Los compases los juzgaba tan divertidos como sintonizar la radio y sus emisoras, diversas en música y anuncios.

Todas las vendedoras ofrecían la mejor fruta y verdura de temporada.  Sus voces se entremezclaban en melodías extrañas, cada una con su ritmo y tono característicos, un coro improvisado y particular.  ”Comenzaba el espectáculo”, insistía al llegar.  Me agradaba que el mercado revistiera fondo musical en danza.  La sonata del tomate.  La música de cámara en lechuga.  El danzón del aguacate.  La chachachá de la paterna y sus semillas.  El aria de los chufles.  Y el requinto de la pacaya.  Todos participaban en esa misa coral y solemne del mercado.  Entre el verde, el rojo y el blanco de la Gran Fuga.

—¡Buenos días!  niña Luci, ¿cómo le va?

—Ah bien le respondía ella, aquí en las mismas, viendo que llevo  para el almuerzo.

—A mire pues, aquí le tengo fritada, está recién hecha, ¿no me va llevar hoy?  Se la tengo barata…

—¿Y a cuánto la tiene ?, le preguntaba ella.

—Pues aquí lo que Ud. diga, si un colón quiere, un colón se le da, si quiere cinco colones o más también.

—Mmm vaya pues, ahí voy a regresar porque ahorita tengo que llevar otras cosas y después volvemos, decía ella…

—Aah está bien, aquí la espero niña Luci.

—Como no, respondía ella, ahí vamos a venir otro rato.

La fritada la tenían en un huacal grande de aluminio. La señora que atendía tomaba una cuchara enorme de madera y revolvía  pedazos de cachetes, patas, vísceras que no reconocía y otros pedazos de carne.  Todo esto en trocitos que se miraban atractivos, a lo que les añadían chiles verdes, rojos, cebolla y otros ingredientes.  A mi abuelita le gustaba mucho la fritada; en esos días a mí, también.  Siempre llevaba algo extra para las dos y a veces, también tripas y verduras.  El puesto estaba en la parte de afuera del mercado de Santa Tecla, todo el lugar lo cubría un techo con un intervalo amplio para caminar entre los puestos de venta.  Yo sólo observaba.  Era raro que interfiriera entre ella y sus conversaciones con la gente adulta.  Preguntaba al finalizar la conversación, o hacía una señal de hablarle al oído, o cuando se despedía de la gente.  Y claro en más de alguna ocasión le salía con alguna ocurrencia graciosa.

Así sucedió una vez, al recordarle aquel gesto conmovedor que deletreaba en letanía.  “Todas para una”.  El estribillo comenzó a cantarlo una noche nublada sin Luna.  Una enorme papalota había entrado por la ventana semi-abierta a guarecerse de la lluvia torrencial y de los truenos que nos estremecían a mi hermana y a mí.  “Todas para una”, nos incitó a la defensa mientras temblábamos de miedo, por la mariposa negra cuyas alas desplegadas vaticinaban mal agüero.  Estas supersticiones las aprendíamos en el Kinder como si infundirnos temor fuese tarea primordial, antes que la lectura.  “Somos tres mosqueteras”, nos repetía en ese mismo coro que escuchaba en el mercado, “mejor”, nos insistía, “Uds. también son dos caperucitas, aunque no anden de rojo, así que un lobo hecho polilla gigante no puede intimidarlas”.  Y luego con voz de barítona continuaba, “cuídense de los hombres, que son de peor agüero que esa mariposa negra”.   Todas reímos y de un escobazo expulsamos el insecto hacia la cochera, de igual manera que espantábamos a los niños que nos acosaban en el recreo.  La casa tenía tres habitaciones, un baño, la cocina, la sala, el comedor, el patio, el jardín y la cochera.  El temblor de nuestros gritos la estremecía tanto como el bamboleo de este microbús en el tráfico sin fin.   Como al parque junto al mercado lo sacudía el tropel de compradores y curiosos sin rumbo.

“Esta es una sola víscera de la memoria, destazada de igual manera que los animales en el rastro”, me repito a coral de Dixit Dominus, entre la cumbia bullanguera del microbús y los empujones de los pasajeros.  “Como la fritanga, de las colinas que rodeaban Santa Tecla”, reflexiono, “sólo me quedan retazos de nostalgia, desperdigados entre el ruido citadino, el cemento y el humo”.  Quizás este mismo tizne salpica siempre mi memoria.  Mi memoria circula por una Santa Tecla, ahora sin más cerros tupidos que el pavimento grisáceo.  Y el gusto lejano de la fritada disperso en el celaje.  Entreverado a mi recuerdo.

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