Por Mauricio Vallejo Márquez
La primera vez que escuché cantar a Luis Eduardo Auté fue en la casa de Raúl Avelar. Llegaba de aplanar calles, que era la forma de referirse a cuando uno anda a la deriva por las calles. En esos años visitar a mi amigo de infancia era una buena excusa para conversar y crecer, además de tener un poco de brújula.
Raúl es una persona estable y dedicada, alumno dedicado y un músico talentoso. Tenía una guitarra eléctrica color rojo que le daba un toque de ser alguien cool. Yo en cambio no fui tan constante con ese instrumento y paseaba una guitarra de palo en un bolsón de lona que me hizo un tapicero llamado Gil y me perdí un poco en esos días de juventud. Pero lo bueno era llegar y compartir un par de horas de música con uno de mis primeros amigos (vivíamos a la par). Esa tarde escuchaba el álbum Mano a mano del español Luis Eduardo Auté y del cubano Silvio Rodríguez.
A Silvio lo conocía. Había escucha miles de veces la canción Ojalá y en ese tiempo dejó de ser mi única referencia, ya que Rafael Mendoza me había abierto mi mundo mostrándome Playa Girón y otras canciones. A pesar de que yo procedía de una familia revolucionaria e involucrada en esos tiempos de cambio solo sabía de Mercedes Sosa y Los Guaraguao, y a medias. Pero escuchar a esos dos titanes me había conmovido hasta el tuétano de mis huesos. A tal medida de añorar vivir sus canciones, sobre toda una que me generaba fervientemente eso: Las cuatro y diez. Esta canción hablaba del reencuentro de una pareja que se reúnen para tomar un café y rememoran aquel romance de juventud.
Me despedí de Raúl y me quedé con las cáscaras de aquella tarde que escuchamos al menos tres veces ese disco. En ese tiempo hablar de tener un cassette original no era algo para mí. Porque el dinero apenas se me iba en chucherías y el demarcado ahorro que tenía desde pequeño. Así que en lugar de gastar, borre el álbum de Ana Gabriel que mi mamá tenía olvidado y ahí grabamos Mano a mano.
La vida siguió su rumbo hasta que un día llegó una llamada de ella, de quien me reservaré el nombre, había vuelto de Japón la primera vez y quería verme. No pudimos reunimos, algo limitó aquel encuentro y lo dilató por años y me frustró de vivir una canción.
La canción
Después, ella dejó Asia para tomar vida en Barcelona y quiso regresar. Y nos encontramos, El tiempo conspiró para que nos reuniéramos, así se dio. Nos sentamos a ver enfriar mi café y a derretirse los dos cubos de hielo de su expreso. La brisa agitaba las palmeras en la Torre Futura y veíamos como cambiaban de personajes las mesas de ese memorado Viva Spresso, que por años fue mi lugar favorito. Creo que ninguno quería que el tiempo se fuera y es posible que quisiéramos volver a interpretar aquellos papeles de nuestros 17 y 18 años, pero la realidad es así de tajante cuando la decidimos vivir en los términos convencionales. Nos despedimos en el estacionamiento y cada uno siguió su camino teniendo fresco el repaso de las historias que protagonizamos y ahora eran una página de la novela de cada uno o la incertidumbre del mañana.
El tiempo termina mostrando sus cartas y ahora sé que es posible vivir más que una canción, porque los momentos llegan cuando deben llegar como el viento que llega a despeinar hasta el mejor peinado.
Mtro. Mauricio Vallejo Márquez
Licenciado en Ciencias Jurídicas
Maestro en Docencia Universitaria
Escritor y editor
Coordinador Suplemento Cultural 3000