Por Mauricio Vallejo Márquez
Uno tiene recuerdos maravillosos en su vida. Los va coleccionando en su mente y de vez en cuando los pone sobre la mesa. Es cierto, se van recopilando y almacenando en nuestro cerebro hasta pasar por alto o se olvidan. Sin embargo, existen instantes que destellan y sobresalen en esa gama como eso que dicen del brillo con luz propia. Lo que viví a mis diecisiete años es un abanico de esos momentos, tal como lo dice la canción de Violeta Parra: “volver a los diecisiete…”
No sé si los chicos que ahora viven su diecisiete cumpleaños y han nacido como nativos digitales tengan la misma impresión. En tanto, aquel mítico año se ha vuelto eterno para mí y me va mostrando que a partir de ese momento se construyeron tantas ilusiones que ahora veo en los muros de Facebook de mis excompañeros de aula y que ciñen mi camino. Matrimonios que no podrían existir si no se hubieran conocido en ese año antes de ser mayores de edad, carreras y oficios, e incluso aficiones que terminaron despuntando.
Cuando tenía diecisiete logré resucitar la Barra del colegio que había sido suspendida por los excesos de desorden, en lugar de encauzar. Apelé a mi incipiente capacidad de negociación con las autoridades y al apoyo de los compañeros que nos dio la ilusión de usar nuestras chumpas con el parche de JJ y JB que vimos cuando niños en otros Jefes de Barra. Parecería mentira, pero ese triunfo efímero es algo que aún hoy me reafirma que lo imposible con esfuerzo y dedicación se logra. También tuvimos encuentros de corazón, hormonas y endorfinas que nos mostraron que la vida no es un valle de rosales y luz. Las aventuras fueron innumerables e intensas, como el día que a un compañero le arrebataron el águila de nuestro colegio y la hicieron trizas los alumnos de un colegio rival en un encuentro de basquetbol de juegos estudiantiles. Lo tengo presente regresando cabizbajo al apreciar a los rivales como una horda salvaje despellejando el ave de papel como un símbolo de la forma en que enfrentaremos episodios parecidos en nuestra vida.
Aquellas mañanas de matemáticas, naturales, Sociales, literatura y otras materias no las recuerdo bien, salvo las de los maestros con verdadera vocación. Tengo más presente la camaradería con los compañeros, las bromas y el suspenso diario. También me han quedado tatuados los recreos, las tardes y los momentos en que nos escapábamos de clase. Ese año se despertó en mí la conciencia social, la empatía por las víctimas de injusticia. Gracias a las clases de la profesora Raquel Portillo (que fue profesora de mi papá también) entendí más nuestra sociedad y reforcé mi empatía por los desposeídos y eternamente explotados. Una mañana hicimos una pinta con plumones Artillene en la que exigimos que aceptaran a los estudiantes expulsados en 1996. Nuestra inocencia rayaba la realidad, obviamente las expulsiones y aplazamientos de estudiantes por lo general representaban la consecuencia de una injusticia que los malos profesores no lograban ver. Y lamentablemente así es nuestra sociedad, injusta.
Rememoro a las amigas y los amigos con los que temerariamente enfrentamos esa frontera rumbo a la adultez y ahora los veo pasar señoriales en un pasillo del supermercado y la primera imagen mental que tengo de ellos es en ese 1997. Al final somos los mismos aunque parezcamos ser tan diferentes. Quizá lo más hermoso de esa juventud es que aquellos compañeros y amigos les sigo guardando ese inmenso cariño, con ellas y ellos crecí y siguen siendo como hermanos para mí.