Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech,
Desde Comala siempre…
Hace años vivo en un país regido por el otoño. Cada pueblo hospeda hojarasca que vuela sin noticia entre el polvo rastrero y el viento frío. Un país encerrado. En callejón sin salida, huracanado. Los ruidos de la guerra y el furor del mundo se postergan a lo lejos. Los expide La Llorona más allá de su poza. Del estanque salpicado en misiles. La Guardiana de utopías acarrea sueños y las noches las colma el aroma de los días de infancia. El ritmo lo tranquiliza la tarde de siesta. El ruido balbuciente de la llovizna serena en la teja. En la lámina acanalada se desliza hacia el perulero en flor. Sucede que sueño y vuelvo a encontrar la casa en la colina, entre un cerro galante y el volcán arisco. No se ha movido de sitio. Sólo nuevos ruidos urbanos carcomen la memoria. La enturbian en el vendaval de la zarza. Los mismos muebles de madera ornados, los óleos en marcos repujados, la baldosa en alfombra, las veraneras engarzadas en la baranda. Casi todo está ahí, hasta el tacuazín que desvela en su rumor de techo metálico. Sueño un país abolido, donde cantan las huacalchías y centzontles entre los árboles y el clamor de vendedores ambulantes en la calle impía. Aquí en el invierno noto la tristeza de los álamos deshojados, por la nostalgia del desgaste. En contraste sueño el mango manila cuya copa se levanta en fronda hacia el revoloteo de las ardillas. De sus raíces brotan insomnios, imágenes de fotos extraviadas de los abuelos y tías. Todos difuntos. Y esa viñeta mía subido al frutal maduro con un tenguereche a la mano, y las cartas sin archivo que narran las travesías por países lejanos. Ahí, en la misma terraza abierta a los claveles, repaso la sentencia que augura el presente. “Sos como las hojas de ese frutal, nativo y natal extinto, se ve en tus ojos, la piel, el cabello idéntico al guayabo, la tierra reseca por el sol, las aguas del Acelhuate al fondo de la hondonada, ese saber, proveniente del sabor en celaje tórrido que te impulsa a la distancia”. Oscilo entre varias márgenes, como si del alma me surgiera ese anhelo por el borde. Las miles de millas que me separan del pasado. No pasan en la distancia que se demora en kilómetros, sino en el tiempo que transcurre entre la infancia y la muerte que acecha. Alguna vez —sí vislumbro urgente— me rodean familia, amigos, conocidos y la discusión animada. Ahora regreso al lugar vacío de sus pobladores, ya sin vida, sin cuerpo. O tan cautos que ya no reconozco su silueta. Ni ellos la mía. El retorno confunde la memoria y la presencia. Nadie se exilia de un país. Todos nos exiliamos de la infancia. En el naufragio de uno mismo. Vuelvo a hallar la empedrada que sube a la casa. Las veraneras languidecen. Los guayabos oscurecen y el mango se opaca. Ya no hay muros decorados en San Jacinto amarillo. Ni olor de quesadilla, de tortilla en nixtamal. A la hora de la guirnalda. Los árboles se rapan sin cortesía. Y los muros de cemento, henchidos de púas en herrumbre, reemplazan las plantas. Las espinas provienen del vidrio. Ya nadie me distingue. Vivo en la lejanía y pocos custodian recuerdos de lo que fue. De lo que ya no existe ante la violencia y la premura. Sólo Mameches reside aún al fondo de la colonia, en una casucha ajada, pero tibia a la orilla del barranco. Todos los demás en desbandada solemne emigran hacia sitios que, como el mío, les señala el delirio. “A cada quien le toca vivir su destierro” —me asegura sonriente— “a Ud., el de la patria, desde que se marchó joven; a mí, el desvarío diario de subsistir en esta tierra. Siempre he sido vecina del abismo. Comadre de la Sihuanaba”. “Y mía también”, le respondo con esa nostalgia que transcurre en nube. En el vapor sin rumbo de Luna que me lleva consigo.
Debe estar conectado para enviar un comentario.