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¿Votar o no votar? He ahí el dilema (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

En toda revolución social que se tarda más de lo debido, quizá confiando en aquello de que “no hay mal que dure cien años” (aunque sí hay cuerpo que lo resiste”), las armas van cambiando de forma, de calibre y de precisión, pero si se quiere lograr una nueva sociedad que no sea “la misma mica con distinta cola” –así dicen las ancianas escatológicas que están en peligro de extinción-, quien las empuña debe ser el mismo: el pueblo, porque ese es un tiempo-espacio político que no se le puede delegar a nadie, y es una territorialidad ideológica y cultural a la que no se puede renunciar de oficio, ya sea que estemos hablando de una cruenta guerra civil en la que el enemigo es fácilmente identificable (en los términos del poema de Benedetti: ¿Te acordás hermano qué tiempos aquellos, cuando sin cortedades, ni temor, ni vergüenza, se podía decir impunemente pueblo? Cada uno estaba donde correspondía: los capos allá arriba, nosotros aquí abajo), o de procesos electorales en los que no se sabe quién es quién porque la demagogia toma la palabra y el populismo degradado se disfraza de candidato perfecto.

El pueblo como actor, autor y cantor, entonces, no debe abstenerse de participar en cualquiera de las formas de lucha por el cambio buscando radicalizarlas para que no se vuelvan irrelevantes, a menos que “no participar” sea una estrategia de participación inteligente bajo la forma de resistencia colectiva que trastoque la raíz explotadora del sistema capitalista (el juego) y no simplemente las reglas del juego (matemática electoral). Con autoridad histórica y mortuoria se puede afirmar que es un suicidio doloso, un crimen de lesa ciudadanía, renunciar a transformar la sociedad desde el lugar donde podemos transformarla en beneficio de los más necesitados, y es una cobardía -promovida por la derecha y sus intelectuales que atacan todo lo que huela a popular- ceder el paso a los inicuos de rancia estirpe sin ponerles ninguna traba significativa, cuestionando las iniciativas mecánicas de resistencia u organización táctica como las que se pueden percibir en la formación de nuevos partidos políticos cercanos o afines a la izquierda y guardando un silencio cómplice con los desmanes de la derecha.

Actualmente la revolución está en el campo de la democracia electoral (aunque siempre existe la posibilidad de que no se mantenga en él inevitablemente), y no se puede evaluar la calidad ni la efectividad hegemónica de esa democracia por el conteo de votos, ni por la labor de las instancias electorales, sino por el análisis crítico de los partidos políticos, de los medios de comunicación social y, claro está, del actuar de los ciudadanos en tanto votantes orgánicos o mecánicos, diferencia que es vital, en términos sociológicos, para saber de qué tipo de democracia estamos hablando, sobre todo después de las elecciones de 2018 que hicieron visible que el sufragio, hoy por hoy, es la ruda y cruda reencarnación de Pishacha, el demonio oriental, pues es el espíritu del fraude (demagogia: a los demonios no hay que creerles ni cuando dicen la verdad), adulterio (populismo burdo) y secuestro de la cultura política democrática (suicidio por negación, tanto de los votantes consuetudinarios como de los partidos de izquierda cuando no saben escuchar o leer entre líneas). Ese demonio puede cambiar de forma o volverse absolutamente invisible y poseer frenéticamente a las personas haciendo que enfermen mentalmente (síndrome del fetichismo del voto sin conocimiento de causa) y asuman un comportamiento social como anti-ciudadanía engordando las filas de un amorfo e instintivo grupo anulacionista que, más allá de que si tiene o no sanas intenciones prácticas (sacudir a los actores políticos de los que se espera mucho más), dio resultados que, en la práctica política, son una clara amenaza para los sectores populares que lo conformaron.

¿Ser o no ser constructor de la historia nacional? ¿Votar o no votar? ¿Anular o ser anulado? ¿Son esos en verdad los dilemas sociológicos a los que se enfrentan los salvadoreños en su leve y pueril cotidianidad? Las respuestas pueden ser un suicidio masivo que provoque que la pasada guerra civil sea nada más un sueño fascinante, o puede ser un renacimiento colectivo que nos haga recordar que el único deber que tenemos con la historia es construirla, todo dependerá, en última instancia, de los sujetos históricos y sociales que, en cualquiera de los resultados posibles como historias triunfantes o como historias frustradas, muestren que –tal como Roque y Romero y Rutilio- aman a El Salvador con amor-odio cierto y despierto; con pasión destructivo-constructiva y compasiva; con violencia feroz y paciencia; con realismo maduro; con desesperación inenarrable. Y sin decirlo, ni reconocerlo, de algún modo la decisión que se tome es la confesión de ser el hijo de la memoria o ser el hijo de puta del poema de amor.

De todos los factores y dilemas sociológicos en torno a la evaluación puntual de la democracia electoral, teniendo como referente la postergada revolución social, el principal es, sin duda alguna, que los ciudadanos sean convertidos en tales, es decir, que no sean tratados como simples súbditos del virreinato del capital criollo o como peones en un tablero de ajedrez del que solo se conoce la casilla en la que se está parado, porque se desconocen tanto los problemas o retos de la sociedad como los vicios de la institucionalidad electoral y, sobre todo, el papel que juegan los poderes fácticos que, desde la ideología dominante, construyen o destruyen la ciudadanía democrática que es tal solo cuando trasciende y enciende las urnas y los escrutinios finales que no le ponen fin a nada porque el pasado nunca pasa de moda.

A la luz de la oscura y dura realidad de los votos nulos, las abstenciones, las rabietas y los “memes”, se debe trabajar por construir y reconstruir una cultura política democrática básica cuyo principal criterio de autoridad político-ideológica sea una participación masiva que, sin perder de vista los intereses de clase, reivindique los derechos políticos y culturales, los que, por cierto, no se limitan a votar y ser “votados” en las urnas (lo que debería incluir la posibilidad de ser “botados” por incompetencia notoria) en el momento preciso del agobio propagandístico de las elecciones, sino que se deben ejercer en cualquier sitio, todos los días y a toda hora.

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