Sociología y otros Demonios (892)
René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Pareciera que las leyes electorales dan el derecho a votar, anular o abstenerse, pero eso está restringido desde el régimen político, no importa la decisión que tomemos el día de las elecciones, incluso si, por ser los “véndelotodo”, nuestra decisión patriótica es vender agua impura, garrapiñadas chancroides y chicles de segunda boca. La ilusión es premeditada y sirve para que el sistema conserve el orden vigente, para lo cual los partidos políticos sodomizan y monopolizan la postulación de candidatos, lo cual parece inocuo y lógico, pero podría llevar al absurdo de proponer a la Niña Lilian como diputada –muchos votarían por ella, sólo por joder- porque caen en gracia sus puteadas, o postular como alcaldesa a la cebra del zoológico que está acostumbrada a las rayas. Esa situación significa, en la práctica, que se ha pervertido la participación política y la posibilidad de decisión de la ciudadanía, a la que se le da como premio de consuelo –ahora sí participando en igualdad de condiciones- la posibilidad imperativa de formar parte de las juntas receptoras de votos.
La marginación de la ciudadanía y algunos absurdos del engranaje electoral son buenas razones para sufrir el dilema ¿votar o no votar?, porque de esa forma se podría anular el hecho de haber sido anulados por la democracia electoral, con lo cual se le daría vida al derecho político de la Isegoría (igualdad en el ágora o en el foro público sólo por el hecho de expresar sus ideas de la forma que sea –incluso comiéndose la papeleta- y ser tomado en cuenta en todo). Quiere decir, entonces, que un partido revolucionario que lucha en la democracia electoral debe trabajar por reconocer el sufragio como un verdadero “derecho”, y no como mera ilusión de “votar”, lo que podría traducirse en nuevas y audaces formas de elección de candidatos y, además, podría significar la premisa sociológica de otra definición jurídica del “voto nulo” intencional. Eso nos lleva a preguntas que hay que resolver de inmediato: ¿la naturaleza del voto es jurídica o clasista? ¿El voto es un derecho, una dádiva al súbdito o una millonaria broma de mal gusto que sólo la pueden hacer los patrocinadores y cobrar los ganadores?
Ciertamente, el “voto” (cosificado por la política partidarista) es tratado en los ensayos sobre los derechos humanos como un derecho a votar y ser votado, pero se olvida (por la razón entre paréntesis) añadir que ese voto tiene –o debe tener- validez sólo cuando es emitido con conocimiento de causa, pues ese conocimiento lo saca de la territorialidad del súbdito. Eso significa que la democracia electoral capitalista sigue tratando al ciudadano de su fascinante y luminosa modernidad como un habitante de la tétrica y oscura Colonia, ya que, si no fuera así, no haría del voto un “deber” –aunque sea sólo moral- y no pondría multas por negarse a participar en las juntas receptoras de votos. En otras palabras –y sin que nos sintamos indignados- estamos frente al juego cínico de la democracia electoral (sellado en sus rendijas por la sala de lo constitucional), un juego que los partidos revolucionarios están obligados a vetar para construir una cultura política democrática: el ciudadano tiene el “deber” de votar, pero el político no tiene el “deber” de cumplir sus promesas; al ciudadano se le impone una multa si no participa en determinadas instancias, pero al político no se le pone una multa si no cumple lo que promete; al ciudadano se le mete en la cárcel si se come su papeleta, pero al político no se le mete a la cárcel si se come lo que prometió.
Esas reflexiones en torno al cinismo y cosificación del voto llevan a preguntarse cuál es el fin u objetivo cultural del voto. La sociología tiene varias respuestas: 1) al votar, el ciudadano elige a las personas que le darán forma a la representación nacional de las distintas visiones sobre la sociedad (aunque muchas veces la visión es la misma con distinto color); 2) al votar, el ciudadano hace escuchar su voz, pero sólo cuando no es el muñeco de un ventrílocuo remoto; y 3) al votar, el ciudadano somete su memoria histórica a un riguroso examen de admisión en la democracia electoral. En síntesis, si la idea es que la revolución siga en el campo de batalla del sufragio, hay que humanizar y desmercantilizar la democracia electoral: el votante no es un cliente, es un ciudadano que busca mejorar sus condiciones de vida inmediatas; el ciudadano no es un voto (un número), es una conciencia social a rescatar o formar; la urna electoral no es un pozo de deseos imposibles, es la tierra comunal donde se siembran –o se creen sembrar- los intereses de clase; las elecciones no son la crucifixión necia, masoquista y televisada de nuestras ilusiones sociales, las que, no obstante morir con un sabor amargo en la boca, resucitan en la propaganda de las próximas elecciones, que están a la vuelta de la esquina, para ser de nuevo crucificadas, impunemente, mientras la sala de lo constitucional se lava las manos; mientras el pueblo libera con su voto al ladrón conocido; mientras los partidos políticos niegan tres veces -antes de que cante el gallo que anuncia los resultados del escrutinio final- que conocen a una tal democracia; mientras la libertad de expresión que se supone es parte integral del voto –unum et ídem- es lapidada por los candidatos que no están libres de pecados.
Ante el dilema entre votar o no votar, la única opción para los ciudadanos, por el momento, es la primera: votar y hacer escuchar su voz en los partidos políticos con historia revolucionaria donde eso “debería” ser posible (en los partidos de derecha el capital es el que habla), porque cuando el ciudadano no vota, o anula su voto, de hecho está votando y botando la posibilidad de cambiar las cosas. No olvidemos que la burguesía y su democracia electoral han dormido tranquilas -más de ciento sesenta años- con las almohadas de los votos nulos y la tibia cobija del abstencionismo masivo. Cosa distinta -o una prioridad distinta- tendrían las elecciones si estuviéramos en el territorio de una guerra civil.
En El Salvador, los politólogos e historiadores de derecha desean el fin de la izquierda, mientras los utopistas deseamos que la izquierda recapacite, pues, de no hacerlo, nos obligará a formar otro partido que recuerde el porqué de la guerra civil.