El Salvador participó ayer, por sexta vez consecutiva desde la firma de la paz, en un proceso electoral para elegir al presidente y vicepresidente de la República.
Para quienes acudieron a emitir el sufragio, no hay dudas que tienen una profunda preocupación por quién dirija las riendas del país. Y los que no acudieron, o poco les interesa quién esté al frente del Ejecutivo o consideran que la institucionalidad está bien cimentada y da lo mismo quién asuma la presidencia.
A la hora de escribir este editorial no se tenía el dato concreto de cuántos habían acudido a votar, pero, cifras obtenidas hasta las tres de la tarde daban cuenta que los votantes no superarían el 50 %, es decir, que se iba a imponer el abstencionismo.
En el 2014, las votaciones más recientes para presidenciales, la afluencia de votantes fue del 60.80 %, que por cierto fueron criticadas como muy bajas, pero en la historia de votaciones presidenciales, desde la firma de la paz, las elecciones no han alcanzado el 70 % de los votantes.
Y si los votantes que acudieron a las urnas el domingo no superan los porcentajes de 2014, y si por el contrario son inferiores al 50 %, significa que no hubo nuevos votantes, que “votaron los mismos de siempre”.
Ahora bien, más allá del porcentaje que haya acudido a votar, es una decisión que debe respetarse, porque es la voluntad de quienes acudieron a las urnas, y eso es lo que dicta la democracia. En este sentido, es preciso felicitar a los salvadoreños que se preocuparon por participar en un proceso electoral más.
Y si acudieron es porque además confían en el sistema electoral salvadoreño, en la institucionalidad, que en más de algún momento uno de los participantes en la contienda quiso poner en duda.