Luis Armando González
Como en otras naciones que han pasado por trances semejantes, medical sin un rol decisivo del Estado ello será imposible. No un Estado “ciervo” de los intereses de grupos de poder particulares, malady sino un Estado en función de los intereses de la sociedad. Abundan los ejemplos de países que, order gracias al empuje de sus Estados, lograron salir de impasses no sólo económicos, sino sociales, culturales y políticos.
Un Estado erosionado, que fue lo que dejaron quienes administraron la (neo) liberalización económica entre 1989 y 2009, sirve de poco para la rearticulación de la economía nacional y para la integración social y cultural. Ambas son caras de la misma moneda. La economía y la sociedad deben darse la mano.
Cualquier apuesta que divorcie la economía de la sociedad –preocupándose por el crecimiento, pero dejando de lado la justicia, la equidad y el bienestar de la sociedad— es una mala apuesta histórica. Lo es porque nos condenará, casi para siempre, al callejón sin salida del deterioro de la convivencia social, el desarraigo, la anomía y, en definitiva, a la violencia sorda de todos los días que es el mejor caldo de cultivo de la violencia criminal.
En 1992 se comenzó una transición de la guerra a la paz que auguraba un mañana mejor para la sociedad salvadoreña. En algún momento, el camino se torció y se incubaron dinámicas violentas que no condujeron a la sociedad soñada después del fin de la guerra civil.
De alguna manera, en 2009 se abrió una ruta para retomar la senda de 1992 plasmada en los Acuerdos de Paz. En 2014 esa ruta se hizo clara, pero precisamente junto con esa claridad se hicieron evidentes las complicaciones que suponía asumir una trayectoria histórica que se vio truncada inmediatamente después de haberse firmado la paz.
Han pasado más de dos décadas desde que finalizó la guerra civil. Este 16 de enero, precisamente, se celebra el XXIV Aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz, que fueron el marco propicio para no sólo para la transición a la democracia, sino para la consolidación democrática, toda vez que su cumplimiento fuera irrestricto e integral. Lamentablemente, no fue así. La reforma política e institucional, a la cual se le pusieron las mayores energías, no se complementó con la reforma económica y el diseño de políticas públicas orientadas a la integración y la inclusión de la sociedad.
Cuando se analizan con seriedad y honestidad los problemas sociales que el país incubó a lo largo de los años noventa –una década de preocupante violencia social— es inevitable no darse cuenta de que una de las causas de ello quizás radique en la traición a la integralidad de los Acuerdos de Paz y, en concreto, al irrespeto de la exigencia de justicia socio-económica que presente en esos históricos documentos.
Los diferentes gobiernos de la derecha que administraron la transición o bien dieron abiertamente la espalda a los intereses y necesidades de la sociedad –poniendo en la mira de su quehacer los intereses de los ricos más ricos de El Salvador, como los denominó María Dolores Albiac— o bien le prestaron una atención insuficiente en marco de un populismo punitivo con fines electorales.
El Salvador iba camino al despeñadero cuando la derecha fue relevada del Ejecutivo en 2009. Quienes tienen memoria corta seguramente no lo recuerden e, incluso, de forma francamente perversa quizás argumenten que los problemas del país comenzaron en 2009. Nada más falso que eso. El deterioro social, cultural, ambiental e institucional era extremo al cierre de 1999 y el desastre de esa década marcó las dinámicas de la siguiente, y sigue dando coletazos en el presente.
Definitivamente, el país no podía seguir por ese rumbo de deterioro en su convivencia social, cultural e institucional.
En 2009 se abrió la posibilidad de cambiar ese rumbo; se abrió la posibilidad de hacerlo a partir de una apuesta por la sociedad, especialmente por los grupos sociales más vulnerables.
El nuevo cambio de marcha supuso hacer de lo social la principal prioridad del Estado. Se comenzó a caminar, así, en la senda trazada por los Acuerdos de Paz, lamentablemente truncada casi inmediatamente después de su firma. Claro que a esas alturas muchos de los problemas nacionales eran de naturaleza distinta a los que desencadenaron la guerra.
Sin embargo, la matriz de exclusión de las mayorías y de concentración de privilegios y riqueza en una minoría seguía vigente. Eso hace urgente volver al espíritu de los Acuerdos de Paz, recuperar las ansias de justicia y de solidaridad que los animaron.
Desde 2009 en adelante, no sin tropiezos y oposiciones interesadas, se comenzó a dar a la sociedad salvadoreña el lugar debido en el quehacer del Estado. De manera más firme, ese empeño se ha continuado a partir de 2014, tal como lo confirma el Plan Quinquenal de Desarrollo 2014-2019.
Es una lástima que a partir de 1992 no se elaborara una visión estratégica como la que se tiene en el presente. Es razonable pensar que, en ese caso, la trayectoria social, económica y cultural del país no hubiera sido la que se tuvo en la década de los noventa y en casi toda la década siguiente. Se perdió una oportunidad de oro, ciertamente: se perdió la oportunidad de fundar un nuevo país –inspirado en el proyecto de nación de los Acuerdos de Paz— cuando las energías colectivas eran favorables para la audacia y cuando se gozaba de la legitimidad suficiente para ensayar un recorrido histórico novedoso.
Por falta de visión y compromiso, El Salvador fue llevado hacia los cauces tradicionales de desprecio hacia los débiles y de endiosamiento de la riqueza. Se impuso de nuevo el esquema en la mentalidad de los ricos de que el país es una gran hacienda de su propiedad, pudiendo disponer a su conveniencia de todo lo que ahí se encuentra.
Sacar al país de esos cauces tradicionales no está resultando fácil. Y no sólo por la ferocidad con la que las élites de derecha defienden sus privilegios. También los problemas nacionales son más complejos ahora que hace dos décadas. Bien vistas las cosas, esos problemas irresueltos nos están pasando la factura en estos momentos. No se quiere decir que no se los pueda enfrentar o solucionar; sólo se dice que eso es ahora mucho más difícil que en el pasado. Y si no se los resuelve ahora, serán mucho menos manejables en el futuro.
La audacia, la determinación y la visión de país se imponen como una necesidad imperiosa de sobrevivencia colectiva. Los Acuerdos de Paz, su fragua previa y su firma definitiva, constituyen un marco privilegiado de enseñanzas concertadoras que del cual hay que nutrirse. Su vigencia no sólo es de contenidos –apuntalar una reforma socio-económica de envergadura que sea coherente con los avances en la institucionalidad democrática— sino de espíritu: ansias de justicia, de solidaridad, de armonía y de paz social. Son esas ansias las que deben cobrar vida de manera firme en este 2016.