Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua
Este próximo 8 de enero se cumple un año más del nacimiento del poeta salvadoreño Alfredo Espino, el ahuachapaneco que supo describir nuestro campo y su gente con una maestría creo que aun no igualada. Nació Alfredo Espino el 8 de enero de 1900, dentro de una familia de recio raigambre intelectual y poético. Su padre, Alfonso Espino fue también poeta como él, y su abuelo materno, don Antonio Najarro, de igual manera. También su hermano menor Miguel Ángel Espino fue uno de los novelistas más connotados del país, incluso reconocido internacionalmente. Miguel Ángel Espino, poco conocido en nuestro país, cosa no extraña, fue el autor de obras de gran calidad, entre las cuales se encuentran Mitología de Cuscatlán, y sus dos magníficas novelas, Trenes, escrita en 1940, y Hombres contra la muerte, escrita en 1947.
No es raro entonces encontrar la veta de la poesía en Alfredo Espino, viniendo de un hogar en donde se respiraban los libros con acendrado espíritu estético e intelectual. Y esa veta, el joven estudiante de derecho que fue, la supo expresar con un sabor y una belleza, como digo, aun no igualada y difícil de igualar en el futuro. Espino murió pronto, joven, apenas con 28 años de edad, el 24 de mayo de 1928, en San Salvador. Su prematura muerte, envuelta en las nieblas de la duda, se lamenta tanto porque de otra manera, este hombre dulce y sencillo hubiera producido más gloria literaria para el país. Su poesía es una muestra de expresión de arraigo a la tierra, algo que esconde la nobleza de espíritu de los hombres del campo; es también una expresión en la que se mezclan la dulzura, la candidez, el sentimiento y el amor. Relato fiel del hombre del campo y de su entorno florido, hubo sin embargo en el poeta momentos para expresar, siempre con la elegancia y el respeto a la norma poética que le supo caracterizar, una suave protesta social que, por algunas razones, se ha mantenido oculta a sus lectores. Algo parecido ha sucedido con la misma Claudia Lars, a quien conocemos por su canto suave, delicado y alegre, pero que también supo poner en estrofas fuertes críticas a la situación social del país. Como con las de Claudia Lars, la dulce y prístina, también esos versos de denuncia de Espino, si no es que se han sabido ocultar, al menos no se han sabido apreciar justamente.
La Academia Salvadoreña de la Lengua, dentro de algunos de sus programas que sabe mantener a lo largo de los años, desarrolla dos concursos de poesía entre jóvenes estudiantes de bachillerato en las ciudades de Atiquizaya y Cojutepeque, con el apoyo de las respectivas alcaldías municipales. En estos se premia a los ganadores con un reconocimiento en efectivo y con sendos pergaminos. Este año, la Junta Directiva acordó extender estos concursos, incluyendo uno más, en la ciudad de Ahuachapán, al que se llamará, por supuesto, “Concurso de poesía Alfredo Espino”. Esta iniciativa provino de uno de nuestros miembros, ahuachapaneco por cierto, el distinguido académico Don René Fortín Magaña.
La poesía de Alfredo Espino, contenida en un único y breve libro que él llamó “Jícaras Tristes”, debe ser leída por nuestros jóvenes, comentada por nuestros adultos, y releída por nuestros mayores. Debe ser parte de nuestra educación, y por supuesto, del conocimiento de los valores verdaderos de la Patria. Deseo poner a continuación, uno de sus poemas más conocidos, más sentidos, más hermosos, El Nido, que al leerlo, cimbra las cuerdas más sensibles de nuestras almas:
Es porque un pajarito de la montaña ha hecho,
en el hueco de un árbol, su nido matinal,
que el árbol amanece con música en el pecho,
como que si tuviera corazón matinal.
Si el dulce pajarito por entre el hueco asoma,
para beber rocío, para beber aroma,
el árbol de la sierra me da la sensación
de que se le ha salido, cantando, el corazón.
Fíjense ustedes, estimados lectores, en la belleza de un par de figuras: …que el árbol amanece con música en el pecho, como que si tuviera corazón matinal.”, y “…el árbol de la sierra me da la sensación de que se le ha salido, cantando, el corazón.”. ¿Belleza? Sublime; ¿calidad de expresión? Máxima.
A mí, en lo particular, siempre me ha provocado graves sensaciones uno de los poemas menos conocido del poeta ahuachapaneco. En este, la belleza indescriptible de la descripción se mezcla con una suave pero fuerte crítica social. Espino le llamó “Allá…”. Les pido me permitan ponerla a continuación:
Lucita, ¡qué pena
me da ver, envueltos en tímidos lampos
de luna, tus campos,
tu tierra morena;
la loma que se alza
con los capulines por que suspirabas,
y aquellos caminos por donde pasabas
bañada y descalza!
¡Qué pena tan triste!
Tu campo está en sombras, pues tú eras la luz;
y en el camposanto, luego que te fuiste,
han puesto otra cruz….
Un día dijeron que estabas perdida,
Y a tu propia vieja la hirieron abrojos;
y cuando el verano desnudaba huertos
a tu madrecita la hallaron dormida,
pero con los ojos
abiertos…..
Tú no comprendías, que era la ciudad
fuego que consume con sus luces malas,
y que a las Lucitas les quema las alas
de la ingenuidad…..
Este es un poema que extiende un mensaje. Habla el poeta sobre la ciudad, ese monstruo urbano al que todos aspiran, pero que “consume con sus luces malas”, y que a las Lucitas, “les quema las alas de la ingenuidad”.
Un buen propósito para este año, ¡qué bueno sería!, sería que todos los salvadoreños, con o sin DUI, leyéramos “Jícaras Tristes”, las comentáramos en familia y entre amigos, y pensáramos un poco en aquél joven que nos regaló versos tan hermosos que deberíamos saber apreciar.
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