Javier Alvarenga,
Dibujante y escritor
Fue una mañana de domingo de Ramos. No fue una mañana alegre y colorida, como a las que en este tiempo estamos acostumbrados. Fue gris, fue tenue, fue melancólica.
El rezo era un susurro temeroso envuelto en llantos. Los caminantes de mirada tristona, lo que menos representaban era esa entrada triunfal de Jesucristo a Jerusalén, que tanto representan, cada 30 de marzo.
No había triunfo que celebrar, no era una procesión de ramos alzados, era un acto fúnebre encabezado por el inerte cuerpo de aquel valiente obispo mártir. Óscar Arnulfo Romero, quien ya reposaba de su cruz, quien ya descansaba de su camino angosto. La causa, una cobarde bala que atravesó su corazón por la mano del francotirador Marino Samayoa. El motivo, tener el valor de denunciar la injustica social, que lamentablemente, hasta el día de hoy, tanto nos perjudica.
Eran las 11:00 de la mañana, ni el sol calentaba las cabizbajas cabezas que poco a poco se aglutinaban en La Plaza Barrios. Era un pueblo sorprendido, asustado. Siete días atrás, el último domingo de cuaresma, Monseñor Romero celebró la misa en la basílica del Sagrado Corazón, en la que hizo el llamamiento a los soldados, para que no obedecieran ordenes contrarias a la ley de Dios, en las que afirmaba no estaban obligados a asesinar a sus hermanos, y así detener la represión.
Ahora, él era una víctima más de esa misma represión inhumana y visceral que tanto denunció con su valiente voz. El llamado asesino estaba hecho para atormentar aún más, a un pueblo herido y fracturado.
“Si esto hicieron con un obispo, que no harán con nosotros”, se insinuaba entre todos los que deseaban despedirse de su amado mártir.
Insinuación que a 45 minutos después, se había convertido, en una terrible afirmación, una potente detonación, ponía en alerta a los miles de salvadoreños que se resguardaban de las metrallas. El llanto se convirtió en espanto, la acera se volvió trinchera, Catedral Metropolitana era un muro de resguardo. Cuarenta muertos y cientos de heridos fue el irrespeto al entierro de uno de los mayores enemigos del sistema de ese entonces: Monseñor Oscar Arnulfo Romero.
Fue una semana trágica, una semana sorpresiva de espanto y muerte, en la que se podía usar una afirmación de un poeta, también asesinado en ese año, en ese momento: “todos nacimos muertos”. Pero a treinta y ocho años del suceso que cambió todo el rumbo de la historia de El Salvador y según algunos fue el detonante real de la guerra civil.
Se puede afirmar que su compromiso humano trascendió, en el alma de un pueblo que sin distinción de creencias ha tomado como suyo. El mensaje de sus predicas, las que tuvo que pagar con su vida ahora son parte de nuestras vidas.
Pero, él resucitó en su pueblo, como quedó demostrado, el sábado 13 de octubre, cuando se llenaron de nuevo las calles de San Salvador de miles de personas que decidieron celebrar, la universalidad del salvadoreño más admirado.
Esta vez, no hubo metrallas, no hubo llantos, no hubo miedo; la alegría, la celebración, y los fuegos artificiales no fue un pequeño privilegio para unos pocos, como lo fue, la noche del 24 de marzo de 1980. Esos pocos que ahora tiemblan y lamentan haber asesinado a un hombre que la Iglesia y el pueblo convirtieron en santo.