Daniel Baruc Espinal,
Escritor y poeta
Ismael y yo estábamos tan emocionados, tan en nuestras cosas de querencias, que ni nos percatamos cuando se abrió la puerta y entró un grupo de curiosos.
Yo permanecía con los ojos cerrados, observando con las pupilas del deseo, cómo las manos y los labios calientes de Ismael iban cansando caminos y escalando cerros por mi cuerpo. Toda mi piel se volvió ojo, y no perdía ningún detalle de las temblorosas avanzadas de mi hombre.
Mi piel era una enorme hoguera, un campo en llamas. Y mi alma vibraba como un diapasón que ha tocado la mano de un ángel ciego.
Una a una mis coloridas prendas fueron cayendo bajo el empuje de aquel huracán, de la bestialidad sagrada de aquel monstruo que yo había liberado. Caían como caen las hojas secas en el otoño, primero la blusa floreada, después la falda color durazno, de tachones, enseguida los pantis de algodón. En un momento dado también me despojó de mis zapatos de tacones y los arrojó lejos, por encima de sus hombros. Después me mordisqueó los dedos, antes de subir regando besos a diestra y a siniestra, hasta la órbita estremecida de mis piernas. Allí se estuvo a gusto, como el viajero que en medio del despoblado y del atardecer encuentra una casa tibia donde resistir el asedio de la noche.
Escuché que mis zapatos chocaron contra la pared. Primero uno y luego el otro. Pero ni siquiera pensé en que me habían costado un ojo de la cara. En ese momento sólo era importante que Ismael por fin había accedido a reconocer lo que sentía por mí, y que ante la valentía de mi beso, un beso que le había arrebatado las palabras que apenas estaban forjándose en su boca, el joven rubio, de labios finos y ojos de acero negro, mi amigo de la vida entera, el irredento mujeriego, se había convertido en un río de aguas tempestuosas, y me había arrastrado desde el lugar en el que estábamos, a un lado de las ventanas que miraban hacia la cordillera, a la alcoba contigua, donde ni siquiera habíamos alcanzado la cama, sino que a mitad de camino, entrelazadas todavía nuestras bocas, habíamos caído sobre el sofá, ese sofá rojo que Ismael siempre decía que era tan espantoso.
Ahora yo ni siquiera lo besaba, él había tomado toda la iniciativa y me besaba el cuello, las orejas, los ojos; me revolvía el pelo con una mano, mientras con la otra llegaba hasta mi pubis y me tocaba como si siempre hubiera querido hacerlo. Me había derribado sobre el mullido sillón y sobre mí, sobre mi cuerpo endeble que rebosaba de felicidad y de lujuria, había empezado una especie de saqueo que en un santiamén me despojó de todo. Me tornaba, me mordía, me chupaba por aquí y por allá, y yo, como un bebé, como una muñeca inflable, sólo me dejaba hacer. Estaba quieta, desamparadamente feliz.
Yo había soñado con aquello durante tantos años que me parecía irreal que estuviera sucediendo; por eso mantenía los ojos bien cerrados, para alargar la eternidad de ese acontecimiento que en su finitud ya era eterno. No quería abrir los ojos y descubrir que todo había sido un sueño, un ejercicio de la conciencia en las aguas tenebrosas de la necesidad. Como aquello de que el que tiene hambre, en pan piensa. O abrir los ojos y que no fuera Ismael, sino uno de los hombres que ocasionalmente, cuando me aburría de mí y de mis roles de persona buena, cuando me ponía los vestidos cortos, la peluca rubia, el pintalabios rojo cereza, y me iba a caminar en la noche por la zona del puerto, me invitaban a subir a sus coches y mientras manejaban y me platicaban de sus familias y de sus empleos, me metían la mano entre las piernas o me llevaban a un lugar apartado y poniéndome cabeza abajo, me hacían sexo oral.
Yo sabía que aquello no estaba bien, y en más de una ocasión me formé en la fila de las confesiones, en catedral, y juré hacer propósito de enmienda y no volver a pisar aquellos sitios, pero el deseo siempre era más fuerte que mi voluntad disminuida, y terminaba reincidiendo.
El padre Emilio me decía:
“Ni los ladrones, ni los mentirosos, pero mucho menos los maricas entrarán al cielo, pídele a Dios que te perdone. Reza cincuenta Aves Marías”.
Y luego me quedaba la resaca moral, la culpa, la tristeza.
Pero mientras atravesaba aquellos tristes lances, yo cerraba los ojos y pensaba que quien me tenía entre sus labios era Ismael, mi mejor amigo, el hombre al que había amado en silencio durante toda mi desgraciada vida.
Quien me robó la inocencia fue mi maestro de inglés, en vacaciones. Me dijo que necesitábamos reunirnos para ver unas lecciones que me faltaban, que si no, no podría pasar su materia ni siquiera en extraordinarios. Me citó en el colegio, un colegio que estaba tan silencioso como una iglesia sola a medio día. Yo asistí. Me recibió en la puerta y me hizo pasar. Atravesamos la zona de las aulas, un pequeño jardín que en el centro tenía un árbol de manzanas, y llegamos al salón de profesores. Allí, sentados frente a un ventilador de aspas cansinas, sus manos temblorosas separaron mis piernas y sus labios me encontraron.
Aquel día pude haberle contado todo a mis papás, pero por alguna razón no lo hice. Recuerdo que cuando alcancé la banqueta y él batallaba para cerrar el candado de la puerta principal, le pregunté:
—Teacher ¿cuándo veremos la cuestión de los verbos?
—Tú no lo necesitas —me dijo, y me sonrió— considera que ya pasaste tus exámenes. Sólo necesitamos guardar este secreto.
Ese día y al siguiente tuve mucho ardor en mi parte pudenda, pero me cuidé de mantener la boca bien cerrada. Después, lo demás fue lo de menos. Descubrí que aquello me gustaba, pero que debía seguir siendo algo secreto, como una segunda naturaleza, una segunda piel. Y así lo hice. En el bachillerato y la universidad tuve muchos amantes, pero siempre bajo el manto del misterio.
Ismael fue mi amigo de la infancia y fue mi amor secreto. Nunca se lo dije, porque temía que al saber mis sentimientos algo entre nosotros se quebrara. De adolescentes, hacíamos excursiones al campo en vacaciones de verano y en la Semana Santa, y afortunadamente compartíamos la misma tienda de campaña. Cuando él se dormía yo lo abrazaba, y si él llegaba a despertarse me empujaba suavemente, mientras yo fingía dormir.
Ismael siempre me contó de sus aventuras amorosas, de las chicas que eran sus amantes y de las que él quería que lo fueran, y hasta me enseñaba algunas fotos sucias en su celular.
—Tener tantas popolas a tu disposición tarde que temprano te va a joder la vida —le decía.
Él se reía a carcajadas. Se llevaba las manos al pelo y se lo echaba para atrás poniendo las manos en forma de peineta, y en ese movimiento, su camisa cuyo último botón siempre estaba abierto, dejaba ver el abundante pelo que alfombraban su pecho de galán.
—Tú porque aún eres virgen —decía, burlándose de mí— cuando veas lo bueno que es el sexo, ya no vas a querer vivir sin él; mira que te lo dice alguien que sabe de lo que habla, porque yo cuando digo que la burra es berrenda es porque tengo los pelos en las manos.
Entonces era yo quien se reía, porque estaba segura de que aunque fuera un minuto antes de morir, Ismael sería mío.
Aquel día Ismael había llegado a visitarme a mi refugio campestre. En ese tiempo él estaba casado con una rubia insulsa que se embarazó para atraparlo; tenía dos hijos, un perro labrador y una hipoteca. Yo, que me incliné por la escritura y me había ido bastante bien en la vida, me había mudado a las montañas, a la casa de veraneo de mi familia, dizque a terminar una novela.
La verdad del asunto es que a mis cuarenta y cinco años no tenía una pareja, estaba batallando mucho con el alcohol, y había decidido suicidarme. Y aunque había deseado durante muchos meses la visita de Ismael, aquel día yo no lo esperaba.
Incluso le había escrito una carta de despedida donde le expresaba el motivo de mi cobardía al abandonar la vida por la puerta falsa, y le reiteraba mi amor incondicional por él, a quien llamaba mi querubín, el único amor verdadero de mi vida. Terminaba diciendo que mi amor era más fuerte incluso que la muerte, que en la otra vida teníamos que reencontrarnos, y otras babosadas por el estilo. Ustedes saben que lo cursi siempre se me ha dado.
Además, aquel lugar infame me ayudada. Era un pueblo a las faldas de una cordillera. Un pueblo de no más de siete calles, de casas bajas hechas de piedra y lodo, de gente lúgubre y chismosa. La cantina era una pieza oscura donde los borrachos vomitaban sobre el piso, y los viejos escupían, entre cerveza y cerveza. La iglesia era un galpón de bancas viejas, medio comidas por el comején, donde un Cristo muy viejo miraba a todos con cara de resignación. El cura era un español decrépito que desde el púlpito gritaba y asustaba a todos con las penas del infierno y los relatos del armagedón.
Yo tenía quince días sufriendo de una depresión terrible y nada me hacía ver la vida color de rosa, como se aferraba mi anciana madre, Guillermina, a que yo la viera. Ella tenía 75 años, y aunque ya no podía valerse por sí misma ni para defecar, todavía afirmaba que la vida era bella.
—Madre —le decía yo— la vida es demasiado triste.
—No digas eso —contestaba ella—la vida es un regalo, es una bendición.
—Una vida como la mía no lo es, madre; una vida como la mía, no.
—Toda vida es preciosa —seguía repitiendo mi anciana madre.
Tosía como si se le fueran a despegar los pulmones, como si un volcán estuviera naciéndole en el pecho, como si de un momento a otro fuera a arrojar los pulmones por la boca, y cuando lograba recuperarse decía:
—Toda vida es preciosa…
En esos momentos pasaban por mi cabeza mil y una maneras de matarla. Darle con una pala en la cabeza, enterrarle un cuchillo en la espalda, dejarla caer con todo y silla de ruedas por el balcón, abrir el gas de la estufa y encender un cerillo y mientras explotaba irme a dar la vuelta por el pueblo, o echarle veneno de ratas en el jugo de naranja.
Pero luego luego me arrepentía, porque mi madre siempre fue muy cariñosa conmigo y mis hermanas, siempre fue la consentidora de todos, la que se hacía de la vista gorda aunque hubiésemos incendiado la casa, y con esa actitud nos salvaba el día, qué digo el día, la vida.
No conocimos padre, dicen mis hermanas que mamá salía como las gatas y regresaba con regalo. A sus treinta años me parió, póngale Jorge al niño le dijeron, pero ella no hizo caso; no obstante fui la muñeca de todas mis hermanas, ellas me vestían y me peinaban según les iba el humor. Me perfumaban y jugaban conmigo a la casita y a los doctores. Me ponían moños y lazos amarillos y rosas en el pelo. Me querían, me veían niña, aunque yo nunca lo fuera.
Mamá no estaba nunca; estaba trabajando, buscándose la vida, como lo hace una mujer que tiene una familia que alimentar y no tiene un hombre en casa. Los hombres con los que nos había procreado estaban en sus casas, con sus mujeres y sus hijos de verdad.
Aquella tarde yo no esperaba a Ismael, ya no pensaba verlo nunca más. Había preparado una cuerda que sujeté con toda precaución al barandal de la escalera y desde allí, cuando el sol estuviera bajando hacia su ocaso, mi cuello sujeto al otro extremo de la cuerda, iba a saltar. Mi cuerpo quedaría suspendido sobre el patio y cuando en la mañana viniera el jardinero yo sería como una flor nocturna cubierta por el velo del rocío. Pensaba en los versos del poeta español: ¡Dios mío, qué solo se quedan los muertos!
Pero Ismael llegó y me abrazó con cariño inusual, hasta me gritó que me extrañaba mucho, que su mujer lo estaba volviendo loco, y que era una desgraciada que le había amargado la existencia.
Eso fue música para mis oídos.
Entonces me preguntó, como quien no quiere la cosa, que por qué llevaba puesto ese vestido. Yo le dije que estaba buscando inspiración para crear un personaje, y para eso había querido ponerme en sus zapatos. Le mostré mis zapatos rojos, de tacones. Di unos cuantos pasos por la estancia, caminando como una modelo profesional, haciendo gala de toda mi femineidad
Él miró mis tacones altos, mi vestido, mis modos refinados, como de reina, y se echó a reír.
Me encantaba su risa, en verdad me encantaba. A ese hombre hubiera podido comérmelo enterito.
—Se te ven bien —me dijo— el rojo de los zapatos combina fantásticamente con el rojo de tus labios.
Le ofrecí un vaso de tepache, que era lo único que tenía en la casa, el alcohol ya me lo había acabado. Se lo tomó de un trago y pidió otro. Se lo serví y me serví también uno. Nos sentamos en los sillones Luis XV, junto a las ventanas, y para no hacer más drama que el que ya se había hecho, le entregué la carta que acababa de poner en la repisa, para que la encontrasen a mi muerte y se la dieran.
Él la leyó con atención. La releyó como quien intenta descifrar un jeroglífico, deteniéndose en algunos párrafos. Una que otra vez se llevó disimuladamente los dedos a los ojos, y luego carraspeó. Me puse de pie para marcharme, pues ya no soportaba el nerviosismo. Mi corazón iba a estallar. Sentía tristeza, deseo y culpa. Todo al mismo tiempo. Todo al mismo tiempo. Coño.
Él me alcanzó. Su mano sujetó mi brazo, intentó hablar, formular una idea, decir una palabra, pero yo, que ya había decidido que era tiempo de morir, que tenía una soga preparada en la escalera y que cuando él me despreciara, como tenía que hacerlo, correría a colgarme, le tapé la boca con un beso. Total, alguien que va a morir merece que se cumpla su último deseo.
Esperé que me rechazara, que me empujara y una vez en el piso me pateara como a la cucaracha en la que me había convertido, Gregorio Samsa convertido en un bicho de la noche a la mañana; pero no, por el contrario respondió mi beso y me arrastró hasta la habitación.
Yo me creía la reina de las reinas, la más amada, la más maravillosa libélula del bosque, la campanita del cuento de Peter Pan, cuando de pronto con el rabillo del ojo descubrí que un grupo de personas nos observaban. Habían entrado sin hacer ruido, como las víboras se meten a las casas, y nos miraban desde su asco y su desprecio.
Eran el comité de la decencia, una asociación civil que había formado el párroco y que contaba con la venia del alcalde y de los cinco policías del lugar. Las malas lenguas decían que habían quemado brujas y cortado las manos a ladrones. Pero nada de eso se había probado.
—Cómo es posible —dijo uno de ellos, uno que tenía un vozarrón— es verdad que ya estamos en los fines del mundo, Sodoma y Gomorra fueron destruidas por esto, y mira nada más, ha sucedido en nuestro propio patio.
—No podemos permitir este mal ejemplo —dijo una anciana.
—Debemos de hacer algo. Dios pide que hagamos algo…— agregó un hombre.
Y lo hicieron: nos dieron todos los golpes que les dio la gana, nos pasearon desnudos, entre los manotazos, la saliva y las pedradas de toda la buena gente de aquel pueblo, y finalmente nos llevaron al cementerio, donde nos arrojaron al hueco de una tumba y empezaron a echarnos tierra encima. Huele a tierra, a tierra húmeda. La tierra pesa sobre nuestros cuerpos frágiles. Ya no puedo ver, ya casi no puedo respirar. Las estrellas deben seguir brillando, allá arriba, en lo alto del cielo. Aquí abajo, todo es oscuridad. Murmullos y ruido de palas y de picos.