Crónicas de viaje
Luis Antonio Chávez
Escritor y periodista
Siempre creí adaptarme a las circunstancias adversas tras salir del país en calidad de turista, más no es así.
Meses atrás planifiqué ir de vacaciones anuales con mi familia: mi esposa Nancy, y mi hija Berenice.
Lo hicimos el fin de año hacia Estados Unidos: Houston, gracias a la invitación de mi entrañable amiga María T. Morales (periodista salvadoreña) quien junto a su esposo Héctor Morales y su hijo Kevin, hicieron agradable la estadía. La aventura fue acompañada de imprevistos colmados de alegría aderezados con sazón.
El viernes 20, mientras hacía cola en el aeropuerto Monseñor Romero para ingresar un pasajero con rasgos Árabes fue apartado del resto de las personas y le enviaron junto a su acompañante (una mujer trigueña, bastante agraciada) a un cuarto aparte, ignoro el por qué.
Al aterrizar en el aeropuerto George Bush, nos llegó a traer el esposo de María T. y en media hora
estábamos alojados en la residencia de la familia Morales Pérez… un lugar con clima especial, alejado de la bullanga de la ciudad, pues se respira tranquilidad y una armonía que sus habitantes han construido con el esfuerzo de los años.
Héctor nos dejó en casa pues tuvo que concluir su jornada laboral de ese día, pero antes nos dijo que descansáramos para recargar baterías… (aún no sabíamos qué nos esperaba).
Durante mi estancia en tierras norteamericanas me convertí en un turista más; tomé la costumbre de dar una vuelta -por lo menos una a dos horas diarias- por la residencial para conocerla mejor, así tuve el privilegio de ver cómo botaban camas casi nuevas, ropa, computadoras, roperos…
A veces variaba la rutina como ver películas, o hacer compras en los diferentes centros comerciales, quedándonos despierto hasta bien noche contando anécdotas de nuestro paso por el periodismo, chascarrillos evocando los años mozos y los corre corre del periodismo.
Día a día, como si estuviésemos en una sala de redacción, planificábamos donde iríamos a
vagabundear con nuestra amiga anfitriona María T., así conocimos varios sitios, supermercados…
deslumbrándonos con amplias carreteras, lo aseado de sus calles…
Me gustaba ver a las personas de toda edad y nacionalidad poniéndole empeño al trabajo. Hombres y mujeres limpiando pisos, construyendo casas, atendiendo negocios, cortando grama, cuidando ancianos, parqueos, haciéndola de vigilante (security)… labor que les dejara dividendos en una nación que no discrimina los años.
También vi a muchos hombres que, abrumados por la nostalgia o por no poder regresar a su país de origen, fueron atrapados por el vicio hasta habitar “el país de la fantasía”. Hombres y mujeres cuya esperanza estaba cifrada en ellos por su familia que hipotecó la casa, vendió terreno o hizo préstamo para pagar grandes sumas de dinero al “coyote” con la ilusión de que al estar en el “norte” saldrían adelante de la situación económica.
Y aunque ese tipo de personas son pocas, otros fueron atrapados por la “migra” y devueltos a sus
países a reiniciar de nuevo la vida llena de penurias que antes tenían, sin perder el sueño de volver
“mojado” a la nación norteamericana.
Durante mi estadía andaba de la seca a la meca buscando personajes para describirlos en algún
cuento o novela… caminaba por todos lados como si ya conociera esa inmensa nación que absorbe con sus fauces a cualquier despistado, e incluso a los ya avezados en eso de las aventuras…
Dos mujeres de pujanza
El 24 de diciembre la familia Morales tuvo la visita de dos mujeres salvadoreñas extraordinarias que se han abierto camino en la gran ciudad de Houston: Tita (90 años), y Mercedes (profesora), madre e hija originarias de Santa Tecla, dos compatriotas que salieron del país hacia la ciudad de Los Ángeles, hace más de cuarenta años, pero por lo agitado del lugar optaron por radicarse en Houston.
Ambas mujeres, buenas comunicadoras, nos hicieron parar las patas de tanto reír con sus ocurrencias y chascarrillos. Tita, tiene una característica especial, pues además de ser buena narradora de chistes, la edad no le impide enhebrar agujas y bordar unos diseños interesantísimos con el crochet… mientras que Mercy, casada con un filipino, mostró sus dotes de buena bailarina.
El 25 de diciembre nos trasladamos, junto a la familia Morales, a la casa del poeta Nilson Alas, donde degustamos unos sabrosos panes con pollo preparados por su amada esposa Marisol. En la reunión también nos acompañaron sus hijos Oscar y Cindy.
La casa de Nilson tiene una magia exquisita, e igual a la de los Morales, se respira una paz espiritual, pero no sólo eso, por ser casa de poeta, en el patio trasero nos deleitamos con unos celajes bañados por un lago artificial. Tanta belleza natural había que compartirla.
En otra ocasión nos fuimos de paseo a un pueblito llamado Old Spring, sitio que nos recordó aquellas películas ícono de vaqueros como El bueno, El malo y El Feo, Por unos dólares más, Los siete Magníficos, Django sin Cadenas, Le llamaban Trinidad…
Visitamos el museo HUMBLE, donde vimos una réplica de la imprenta creada por Johannes
Gutenberg, obreros laborando en la explotación de mantos petrolíferos, un lago artificial donde los
lugareños dedican tiempo a pescar con atarraya o caña… también el parque Botánico Mercer
ARBORETUM, situado en la ciudad de HUMBLE, Texas.
Para coronar con broche de oro, pasamos a la casa de don Valentín Morales y su esposa Antonia; un hogar que transpira historia, ya que el anfitrión gusta de coleccionar cosas antiguas, un añejo reloj de péndulo; un teléfono de aquellos que había que introducir un dedo para discar el número…
Sin embargo, don Valentín, además de tener un carácter bonachón, goza de una energía
espectacular, tanto que pese a estar fracturado del brazo izquierdo (se cayó y tiene una fisura en el
hombro), y varias décadas encima, con él se puede dialogar por horas… pues su eslogan es “zacate malo no se quema”.
La familia Morales-Pérez hizo de nuestra estadía unas horas placenteras. En ese trajín, el arte
culinario salvadoreño se lleva en las venas. María T. Morales preparó unos platillos de chuparse los
dedos, echó tortillas… Héctor, el esposo, participó también, pues llevaba atole shuco (preparado por doña Antonia, esposa de don Valentín), exquisitos tamales…
Houston, en especial el hogar Morales Pérez, es un lugar del cual no se quiere salir después,
recordando las palabras de mi madre, Susana, quien decía que su casa tenía esa magia exquisita, y es que llegamos a ese condado dispuesto a conocer sitios íconos como la NASA, donde hay un museo espacial y es visitado por propios y extraños, con la vana sensación de estar en un cohete.
Pero todo lo bueno tiene su fin. El 1 de enero tenía que volver al país. Una parte nuestra quería
quedarse en aquella ciudad y otra, regresar.
Desde que abrí mis ojos un sentimiento encontrado se alojó en mi corazón. Me di una ducha, luego
tomé un café negro acompañado de un suculento desayuno, para después comenzar a empacar mis bártulos que estaban en desorden. Debía alistar maletas e ir al aeropuerto George Bush, sobre todo porque debía chequear mi equipaje tres horas antes.
Todo me abrumaba. Mi cerebro se atrofiaba por la nostalgia. Una parte se había quedado en El
Salvador y el resto pretendía vivir cada día como si fuera el último de su existencia. La mitad de mí reñía por quedarse y otra por volver pronto al “Pulgarcito de América”, como llamara a El Salvador la escritora chilena Gabriela Mistral.
No había terminado de tomarme el café cuando urgí a mi esposa a que agilizara el paso jalando sus
bártulos hacia el carro: “Quien madre te manda que lleves tantas maletas”, me dije en un momento de estupor, ya que cargaba más maletas que Santa Claus en Noche Buena con sus juguetes para los niños.
Antes de partir hicimos la oración de rigor agradeciendo a Dios por cuidar de nosotros y de las familias que nos acogieron.
Ya en el aeropuerto, por eso del idioma, no hallábamos como hacer para el chequeo de equipaje.
Cada minuto fue una tortura. La terminal rebalsaba de pasajeros de todo el mundo, pues, es un sitio donde convergen ciudadanos que harán conexión con otros países… No podían faltar los familiares que se aglomeran a la llegada o salida de los aviones a distintas partes del mundo. Estaba abrumado por la nostalgia.
El vuelo de dos horas y media desde Houston era el nexo para volver a mi país … ello me daba nuevas vibras para no “desesperar”. Todo iba bien. Tras el chequeo de equipaje me entretenía tratando de vender mi libro entre los compatriotas, así me encontré con Abel Ramos, otro alumno de la Ciudad de Los Niños, quien pese a haber estado tres décadas después de mí, aún conserva ese espíritu de hermandad que caracteriza a los ex CN.
Di una vuelta por el aeropuerto escuchando la conversación de un pasajero de origen colombiano
(deduje su nacionalidad por su acento cantarino) que urgía de un boleto para ir a su país a pasarla con los suyos:
-Es imposible, señor. El vuelo está lleno y no puedo ayudarle –decía la dependiente con una sonrisa
afable, sin perder la cordura, ya que el pasajero la atormentaba con su necedad.
-Por lo que más quiera, señorita, intente de nuevo hacer la conexión. Verifique si hay alguien que
haya cancelado su vuelo a última hora –volvió a decir el pasajero.
-No se preocupe señor, si sabemos de la cancelación de viajar por algún pasajero usted será la primer persona que llamemos.
Los minutos pasaban y al ver que no había respuesta positiva, el pasajero, frustrado en su intento de viajar, optó por retirarse, yéndose a sentar –desilusionado de no haber alcanzado su objetivo- a uno de los pocos asientos vacíos del aeropuerto.
Mientras tanto, la joven de ojos claros cuyo rostro me recordó a la artista mexicana María Félix,
conocida como “La Doña”, continuó chequeando a los pasajeros, así como pesando las maletas para ver si cumplían con las normas establecidas.
Yo continué vagando. De vez en cuando ponía la vista hacia el mostrador para ver a qué horas nos
llamaban para subir al avión. Pasados los minutos observé a una señora de piel acanelada, cabello
rizado, pasada en libras y en años, quien llegó a checar sus documentos, pero lo hizo de forma especial: iba en silla de ruedas.
Al instante descubrí –por su manera de hablar- que era paisana mía. A partir de ese momento no le
perdí la vista. Los empleados de la aerolínea en que viajaría la atendieron con prontitud y cortesía, es decir: atenciones a granel.
Durante el vuelo –nos hicieron subir una hora antes de partir y el vuelo salió tres horas después,
mientras los compatriotas que viajan de “mojado” tardan días y hasta meses-. Todo transcurrió en
completa calma.
Eso no tendría nada de malo, a no ser por la sorpresa que me llevé al aterrizar en nuestro país, ya que la paisana en mención recibió las mismas atenciones como al inicio del vuelo… Pero vea lo siguiente… un empleado llevó a la señora junto con sus maletas hacia las afueras de la terminal aérea, allí la esperaba un taxista entrado en años, de piel trigueña, barba espesa y cabello hirsuto.
Y aquí el motivo de mi nota: la mujer se levantó de la silla de ruedas y campante caminó moviendo de forma cadenciosa sus caderas cual una quinceañera, diciendo en voz alta: ¡Feliz año nuevo!
Por un instante me quedé, anonadado, preguntándome si realmente aquella compatriota tendría
enfermedad que le impidiera caminar bien: comprendí que ser “guanaco” es ser una “persona
especial”… por lo que sólo me limité a sonreír. Gracias por su atención. Fomentemos la lectura, para llegar lejos en conocimiento.
San Salvador, enero de 2025
Debe estar conectado para enviar un comentario.