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ZAPATOS BURROS

Gabriel Moraes

Escritor

 

Aseveran  los entendidos en costumbres  que   

les dicen así porque se asemejan a los cascos                      

negros de los burros.

 

Hace  un montón, try cialis pero montón de tiempo, cialis újule que hasta mentira podría ser, ask entre ellos y mis días de cipote o de jovencito hubo algo, quizás bastante diría poniéndome la mano en el corazón.

Es que quiérase o no, los recuerdos rebalsando el vaso donde he tomado no me dejarían mentir. Por eso yo siempre he pasado de un sólo la página, porque puedo reconocerme a mí mismo y a  nadie le gusta que le pongan el dedo en la llaga.

Yo no quería ni quiero regresar a esos momentos amargos. Quién no ha vivido un mal sabor de boca y no puede hacer nada para remediarlo, sino tragárselo como a sus propias palabras. Igualito me sucedía a mí, fuera donde fuera, mis pasos del presente estaban unidos con mis caminos polvorientos del ayer.

Ni más ni menos esto comenzó cuando mi papá me los llevo y sacándolos de una caja de cartón me dijo:

-Son tuyos, tenés que cuidarlos para que te duren bastante…

Ahí nació este sentimiento que me recorre desde la coronilla hasta las puntas de los dedos de los pies, ya sea en invierno o en verano, y que yo he tardado toda una vida en reconocer que sí me pertenece y le pertenezco; que es parte de mis penas y de mis alegrías, y no hay ni habrá manera de echarle tierra encima para hacerlo desaparecer.

Fuimos puestos en este mundo los unos para el otro, ellos para mí y yo para ellos; de niño lindo siempre me costaba ponérmelos, porque amarrarlos y hacerles el nudo en las cintas como debe ser, para mí era un callejón sin salida; pero eso sí, me los quitaba en un chás chás. Cada noche había que limpiarlos, echarles pasta y lustrarlos con el cepillo hasta sacarles brillo como esos focos de colores que cuelgan espejeando en el techo del firmamento.

A la primera entrada no me cayeron ni mal ni bien, pero con el transcurrir de los grados en la escuela, de la edad y de la viveza que vas sumando como siete más siete, y al ir notando las diferencias del calzado tuyo comparado con el de los demás empantalonados, no había vuelta de hoja, y no hay peor juez que serlo vos mismo; tu imagen te hacía burlas, te enseñaba la lengua. Viéndote los zapatos era tu cruda y cruel realidad a la que no podías, por mucho que quisieras, cortarla de tu presencia.

Con la almohada en la cabeza yo soñaba con no volvérmelos a calzar, convertirlos en zapatillas, mocasines de esos que se meten de un sólo; pero la varita mágica no es verdad, no existe, y ahí estaban cada mañana bajo la cama acechándome junto a los otros nefastos zapatos burros de mis hermanos.  A ver dijo el ciego y muchas veces uno no mira lo que hace ni piensa lo que dice, y llegué a tenerles ojeriza, mala leche como les nombran a esos desagradecidos que escupen en la miel.

Según los pareceres de mis ojos eran los peores zapatos del mundo, los más feos, que te siguen como el ave negra de tu mala suerte; y tras corneado apaleado, sí se destrompan, te vuelven a comprar otros de los mismos. Les eché bola negra como a los peores enemigos, y haciendo una tormenta de una gota de agua, las cosas más insignificantes se interpusieron entre ellos y mis dos pies, porque yo quería alejarme lo más que podía  de sus  acercamientos y compañías, negar tres veces que los había andado puestos.

Cuando estos me iban cargando y me encontraba con zutano o mengano, uno quiere hacerse humo, que la tierra se lo trague para que no te los noten; haciéndome el disimulado lanzaba la mirada allá a la distancia como buscando el mar, que yo ni siquiera conocía, o chiflando sin poder hacerlo; sin saber que las miradas perdidas o engañadas son las del tipo que se quiere pasar de listo.

Cuando veía que mis zapatos burros estaban ahí abajo cubriéndome los pies a pesar de las mojadas de lluvia, los charcos o el frío, yo me decía calladito para mis adentros:

-Zapatos cerotes, hijos de puta…

Al salir de mi casa eran dos pesadas hormas de plomo para las ignorancias del cuarto hijo de mi padre y de mi madre; y aunque corriera como la prisa, llegara donde llegara, siempre estaban pegaditos a mí, sin desprendérmelos, persiguiéndote como en la sangre dos maldiciones…

Yo terminé la escuela, despuesito el bachillerato, cabal al año, una buena tarde, luego de finalizar una treintena de mañaneadas en mi novel trabajo y recibir el primer sueldo, me fui hecho un cuete a una zapatería para que me las pagaran todas y reírme de ellos. Sacudiéndome sus suelas sombrías, músicos trompas de hule, los dejé tirados en la tienda como el bandido que abandona lo único salvable que todavía le quedaba…

Entonces llegué a creerme el sol que alumbra todos los días por el horizonte, ja, era el primero en la lista de los traicioneros, porque no se le debe hacer mala cara ni siquiera a las cosas que han estado en las buenas o en las malas contigo.

Así transcurrieron meses y años de no levantar banderas blancas de un amistad irrompible, de creérmelo que me bastaba yo solo para acomodarme el cuello de la camisa; Judas por traicionarme a mí mismo al negar lo que siempre he sido, engañándome como al más descarado de los mentirosos.

Y se me hizo el alma muerta, para eso de ponerme cara a cara con esos zapatos burros que nunca tuvieron la culpa de cómo fueron las circunstancias en que sudamos y aprendimos tantas veces juntos.

Quizás en algún momento nos encontramos, yo ya ni sé, yo estaba ciego de la pena como aquel que borra con el olvido sus acontecimientos, y sí los conocí… Ya no me acordaba.

De allá para acá y de acá para allá, yo iba campante por la vida dejando mis propias huellas; y me hice viejo, tanto, que la gente cree que mis hijos son mis nietos.

Cuando regreso de laborar pierdo minutos haciéndome el vagabundo, y me he aficionado ha detenerme frente a los escaparates. Un atardecer estando mirándome fijamente en los cristales, a mí mismo me contesto: cuánto tiempo se han llevado las oscuras golondrinas…

Más allá de mi rostro, un par de zapatos finos y suaves me llamaron por mi nombre sin nombrarme, y me adentré emocionado cual si hubiera ganado el premio gordo de la lotería. Cuando me saludaron las dependientes devolví las buenas tardes, algo hizo volver mi curiosidad hacia un rincón del negocio: iluminados con una luz tenue, ahí estaban varios pares de zapatos burros.

¡Tantos años sin vernos…! ¿Cómo has estado viejo?

Oí claramente que me platicaban…

Y como si se aproximara una gran tormenta, salí a toda carrera del establecimiento porque algo había sobrecargado las posas de mis ojos y no quería desparramarme frente a desconocidos o en la indiferente desvergüenza de las calles, tal vez dirían viejo estúpido, sentimental como esos chapados a la antigua.

No sé cómo llegué adonde sí me esperan, entré como Juan por su casa, vengo cansado hoy me toco ajetreado, me quiero recostar les dije.

Dios santo, cómo pude negar el gran amor de mi papá y de mi mamá en aquello que con grandes sacrificios nos compraban a mis otros hermanos y a mí; yo con a penas un hijo no le encuentro la punta al hilo. Cuántas veces ellos dos dejaron de comer para que no anduviéramos descalzos…

Me he vendido por menos de treinta monedas casi mi vida entera, teniendo la verdad enfrente. Y mi conciencia no aguantó más, me solté como aquellos chubascos que llovían a cantaradas por los árboles de antes, y lloré como niño perdido, pero que regresa como el hijo pródigo para pedirles perdón de rodillas por todas estas desconsideraciones, aunque lo haga solo frente a sus fotografías.

Parecerá tema de locos, pero también les ofrecí disculpas a mis zapatos burros, y no van a creer lo que sucedió…

Como prueba suprema para que me otorgaran el borrón y cuenta nueva, me compré un par de ellos.

Están con ganas de salir a pasear conmigo y los tengo debajo de mi cama, de dónde nunca hube de haberlos quitado.

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